—Dijo que mantendría la radio silenciada.
—¿Pero lo normal no habría sido que hubiera apagado la radio, en vez de dejarla aquí?
—María, no te muevas.
María se metió la radio en el bolsillo del abrigo. Volvió por el sendero hasta la carretera, sintiendo el barro ondulado y blando bajo las botas. Una vez en la carretera miró, con el cuerpo todavía oculto entre los helechos, si venía algún coche por alguna dirección. No oyó nada, pero la brisa todavía helada hizo susurrar las ramas desnudas. Avanzó por el camino hasta la curva. Al otro lado había un campo abierto con una construcción parecida a un granero en un extremo. Fuera había dos coches aparcados. María sintió cómo la náusea la volvía a inundar y el corazón se le aceleraba. La escena que acababa de ver era como una versión de interior del prado y el granero cerca de Cuxhaven: el lugar en el que se encontró con Vitrenko la última vez. Se encontró mirando al cielo sin estrellas y pesadas nubes y al campo invernal desnudo, como si necesitara asegurarse de que no estaba viajando en el tiempo. Ni estrellas, ni prados ondulantes. María se agachó y remontó de nuevo el camino y el sendero hasta su coche. Cerró la puerta de golpe y se aferró con fuerza al volante.
Miró las llaves en el contacto, que todavía llevaban colgando la etiqueta del concesionario. Podía hacer girar la llave, dar marcha atrás hacia la carretera y en po cos minutos estaría en la autopista, camino de Hamburgo. Podía dejar atrás todo aquello. Empezar de nuevo.
María abrió de golpe la guantera del coche, con repentina firmeza, y sacó su pistola automática SIG-Sauer de servicio y la Glock de 9mm ilegal, y se las metió en los bolsillos. Luego cogió sus prismáticos y volvió a salir a pie por el sendero.
El prado no ofrecía cubierta alguna; resultaría casi imposible cruzarlo sin que la detectaran. Buslenko sabía lo que hacía. Desde luego, Vitrenko y su equipo sabían también por dónde pisaban; pero María no tenía el tipo de formación necesaria para esa clase de operaciones furtivas. Corrió rápida y sigilosamente hasta la esquina del prado donde un árbol frágil y encorvado y algunos arbustos sin hojas ofrecían una ligera protección. Oteó el prado, los coches aparcados y el granero con los prismáticos. Nada; ni guardas, ni signo alguno de vida. Ni siquiera se veía luz dentro del granero. Y ni rastro de Buslenko. Se sentó sobre la hierba húmeda y apoyó la espalda en el árbol. Aparte del viento no se oía nada más; nada que hiciera pensar que algún otro ser humano compartía el universo oscuro y temeroso de María. Cogió una pistola, luego la otra, y sacó los cargadores para colocar una ronda de munición en la cámara y desactivar el seguro. Volvió a guardarse la SIG-Sauer en el bolsillo. Podía ver los fantasmas que dibujaba en el aire su respiración profunda y rápida en el aire gélido.
María respiró profundamente y empezó a cruzar el prado hacia el granero, todo lo agachada que podía mientras corría, con el arma automática cogida con fuerza a un lado del cuerpo.
Había recorrido medio prado cuando se encendió la luz.
El instinto de María reaccionó antes de que su cerebro pudiera procesar el hecho de que la luz se había encendido en el edificio y proyectaba su halo amarillo por el prado. Se echó al suelo frío y húmedo y se quedó totalmente inmóvil unos instantes, con los brazos y las piernas extendidos y la cabeza agachada. Al darse cuenta de que todavía la podían ver, rodó a un lado y se cobijó en la oscuridad. Levantó la vista. La ventana del granero era un simple cuadrado amarillo vacío en medio de la oscuridad.
Entonces apareció una figura brevemente, pero el tiempo suficiente para que María pudiera tener la misma sensación aterradora de reconocerlo. Apuntó con su Glock de 9 mm a la silueta de Vitrenko, pero ésta desapareció. Se levantó, con la mirada siempre clavada en la ventana, y se acercó otros veinte metros antes de volver a echarse al suelo. Escrutó el campo a su alrededor, la ventana iluminada y el perímetro del granero. Nadie. Parecía demasiado fácil. ¿Dónde demonios estaba Buslenko?
Con un ataque de pánico, María se acordó de pronto de su radio. La había dejado encendida y llevaba varios minutos sin comunicarse con Olga. Olga podía ponerse en contacto con ella en cualquier momento y delatar así su paradero ante los matones de Vitrenko. Hurgó desesperadamente en el bolsillo interior de su abrigo y con torpeza sacó la radio, dejándola caer en el suelo. La tapó con las dos manos enguantadas para amortiguar cualquier sonido que pudiera salir de ella y con el dedo encontró el botón de apagado. Suspiró con alivio y dejó descansar la frente sobre la tierra fría.
María se encontraba ahora demasiado cerca del granero como para seguir cruzando de pie, de modo que avanzó a rastras, en posición de comando. Finalmente alcanzó la pared de piedra y apoyó la espalda en ella. Volvió la vista hacia el prado vacío, cercado por setos y helechos. Todos los instintos de su cuerpo empezaban a gritarle. Aquello iba mal, muy mal. Todo se parecía demasiado a aquel otro prado y granero. Le había resultado demasiado fácil cruzar el campo sin ser vista, exacta mente como le había ocurrido aquella otra noche, cuando Vitrenko se sintió tan seguro que empleó la mínima seguridad. Lo más seguro era que no volviera a cometer dos veces el mismo error. Había una diferencia significativa entre aquella noche y ésta: ahora Fabel no estaba allí para salvarla. María sintió mucho frío. Volvió a comprobar su pistola y empezó a reptar hacia la ventana.
Advirtió que aquella estructura de piedra era más bien algún tipo de taller más que un granero. La ventana tenía un cristal razonablemente nuevo pero lleno de mugre que se había acumulado con especial espesor en las esquinas. María trató de oír algo de lo que se decía dentro, pero se había levantado viento y el cristal lo enmudecía todo. Con el mango de su automática sujeto con las dos manos se deslizó hacia delante, estirando el cuello para mirar por una esquina de la ventana. Volvió a esconder la cabeza y permaneció de pie, de espaldas a la pared. Su cerebro se apresuró a analizar el medio segundo de información que había podido captar. Ahí dentro estaba Molokov con al menos tres de sus secuaces. Ni rastro de Vitrenko, pero eso no significaba que no estuviera, sino que permanecía oculto a la vista. María se esforzaba por mantener la respiración bajo control y los pensamientos en orden.
Había llegado el momento de volver a pensar como un agente de policía. Fabel siempre les había dicho que el primer deber de un agente es interponerse entre el inocente y el mal, entre el caos y el orden. María sabía que allí había alguien a punto de morir, probablemente de una manera horrible y en los minutos siguientes.
Su vistazo por la ventana había captado a una persona que no tendría que estar allí: un hombre sentado en una silla en el centro de la sala y con las manos escondidas, probablemente atadas a su espalda. Estaba rodeado por los otros, incluido Molokov.
Primero vendría la tortura; luego la muerte.
María se sacó la radio del bolsillo interior del grueso abrigo negro. Tendría que arriesgarse a usarla. Puso el volumen todo lo bajo que pudo, teniendo en cuenta el rumor creciente del viento.
—Olga… Adelante, Olga…
Silencio.
—Olga… adelante… —La voz de María era ahora desesperada.
—María… ¿dónde demonios estabas? He intentado hablar contigo. La radio de Taras también sigue muerta…
—Le han cogido, Olga…
—¿Qué?
—Tienen a Taras. Creo que van a matarle.
—Dios mío… ¿Qué hacemos ahora?
—Hemos agotado nuestras fuerzas, Olga. Necesito volver a ser oficial de policía.
Tenemos que hacer las cosas bien. Quiero que llames ahora mismo a la policía de Colonia y les digas que eres oficial de la milicia de Kiev y que un comisario de la Mordkommission de Hamburgo necesita asistencia urgente en este lugar. Diles que tenemos a Vasyl Vitrenko localizado aquí y las fuerzas del BKA también querrán venir. Pero, por el amor de Dios, diles que se den prisa.
—Entiendo… Ahora mismo lo hago, María. ¿Estás bien?
—De momento, sí. Pero si la policía local no llega antes de que esos hijos de puta empiecen a torturar a Taras, tendré que hacer algo. Llama ya.
María volvió a apagar la radio y se deslizó por la pared para volver a mirar por la ventana. Molokov gritaba, despotricando contra Buslenko, gesticulando enloquecido.
De vez en cuando miraba a algo o alguien que quedaba fuera del campo de visión de María.
Vitrenko.
María se agachó debajo del alféizar y se desplazó al otro lado de la ventana y hasta el otro extremo de la pared. Espió un segundo por la esquina. Una puerta, dos matones con ametralladoras. Imposible por ese lado. Eso complicaba las cosas: no tendría acceso directo al lugar en el que retenían a Buslenko. Volvió sobre sus pasos a la otra esquina.
Tenía que entrar allí. Sintió las lágrimas inundándole los ojos. Pensó en todo lo que le había ocurrido aquellos últimos tres años, en aquella noche en el prado cerca de Cuxhaven, en Fabel, en Frank. María sabía por qué lloraba: por la pérdida de la persona que fue antes de que ocurriera todo eso. Y lloraba por la vida que sabía que estaba a punto de perder. La policía local tardaría demasiado en llegar. Ella y Buslenko ya habrían muerto y Vitrenko, probablemente, y de nuevo, desaparecería en medio de la noche. Pero tenía que hacerlo. Tenía que acabar con aquello. Encontraría la manera de entrar en aquel lugar y usaría la única bala que podría disparar antes de que la abatieran para sacar a Vitrenko. Estaba segura de que estaba ahí dentro con ellos. Sabía que probablemente no reconocería su cara; ahora se la habría cambiado totalmente. Pero sus ojos, su presencia… eso era capaz de reconocerlo al instante.
Se apoyó en la pared. Aspiró fuerte y se enjugó las lágrimas. Se detuvo un momento con la vana esperanza de oír la llegada de los coches de policía. El viento ululaba por entre los árboles desnudos y los arbustos de detrás del taller con un sonido extrañamente tranquilizador. Sacó la pistola automática del bolsillo y sostuvo un arma en cada mano. Se le escapó una pequeña carcajada: era como en las películas, pero doblaba sus posibilidades de cargarse a Vitrenko antes de que la eliminaran a ella.
Con esta idea se separó de la pared y se dirigió con calma a la esquina. De nuevo se le empezaron a disparar las alarmas. Era demasiado fácil. Ese lado del taller parecía carecer totalmente de vigilancia. Había una ventana que daba a otra estancia: en ella, el cristal estaba roto y el cuarto a oscuras. Miró la esfera luminosa de su reloj; hacía siete minutos que había hablado con Olga. La policía local tal vez tardaría otros cinco o diez en llegar. Volvió a dudar. Estaba claro que no llegarían con las luces y las sirenas puestas. Miró otra vez a través del prado, a la carretera. Ni faros, ni movimiento. Miró por la ventana rota. Al otra lado había una habitación vacía excepto por un par de sillas rotas y un escritorio mugriento apoyado contra una pared.
Deslizó la mano por el cristal roto y abrió el pestillo. Al hacerlo, la ventana protestó con un fuerte crujido por aquella interrupción de su descanso de décadas. Le llevó un par de minutos abrirla lo bastante como para poder colarse por ella. Volvió a detenerse a escuchar, para ver si se acercaban las fuerzas de rescate. Nada. ¿Dónde demonios estaban? Trató de no pensar en el ruido que inevitablemente había hecho al entrar por la ventana y saltar al suelo lleno de desechos. A pesar del frío viento invernal, pequeñas gotitas de sudor se le acumulaban en el labio superior. Se quedó inmóvil. Al otro lado de la puerta se oía ruido. Apuntó con las dos pistolas hacia los viejos paneles de madera, pero la puerta no se abría y los sonidos se desvanecieron.
María calculó que el taller era sólo lo bastante grande para los dos espacios, ambos anexos a un pasillo. Se acercó sigilosamente a la puerta; no ajustaba bien y una rendija le permitía ver parte del pasillo. Oyó unas voces bajas que provenían de la estancia de al lado. No se oía ningún grito.
María decidió actuar con rapidez. Abrió la puerta de par en par y oteó el pasillo con un arma en cada mano, dispuesta a disparar al primero que encontrara. El pasillo estaba vacío pero todavía había luz de la sala, que estaba a tan sólo un par de metros. Tenían que haberla oído. Las voces de la sala seguían hablando. Avanzó por el corredor. La puerta que daba al exterior quedaba directamente delante de ella, pero no podía ver a los dos matones apostados delante: seguramente estarían fuera.
Pasara lo que pasase en la sala, tendría que estar preparada para verlos aparecer en la sala al primer sonido de fuego. Dos Spetsnaz muy especializados y armados con metralletas contra una policía anoréxica y neurótica, de baja por enfermedad, con dos pistolas. «No habrá problema», pensó. No tenía miedo. Dio un primer paso hacia la puerta abierta de la sala. Había oído hablar de lo que la certeza de la muerte puede provocar: viene acompañada de una fuerza y una resolución renovadas.
María se abalanzó hacia delante y entró por la puerta, balanceando sus pistolas para disparar a cualquiera que encontrara allí dentro.
Ullrich Wagner llegó con diez minutos de retraso. Fabel se había instalado en la barra, desde donde podía ver el vestíbulo del hotel y a Wagner cuando llegara.
—¿Te apetece beber algo? —preguntó, mientras guiaba al hombre del BKA hasta el interior del bar.
—¿Por qué no? —dijo Wagner. Cogieron sus vasos y se sentaron en un sofá junto a la ventana, desde el que había una vista de Turinerstrasse hacia las vías del tren y las torres de la catedral—. ¿No deberíamos mirarlo en tu habitación? —preguntó, mientras sacaba un informe grueso de su cartera—. Contiene algunas imágenes desagradables. Por cierto, necesito que firmes en el registro antes de dejártelo ver.
Fabel echó un vistazo por el bar del hotel. Había un grupo de hombres de negocios al otro extremo. Otro grupo de seis veinteañeros hablaban y se reían con una energía escandalosa y juvenil. Dos sofás más allá había una pareja, y estaban tan encandilados el uno con el otro que si el hotel se estuviera incendiando ni siquiera se habrían dado cuenta.
—De momento está bien —dijo Fabel—. Si se llena más podemos subir.
Wagner recuperó la cubierta del dossier.
—Este material es muy, muy fuerte. Estamos hablando de las fuerzas de la evolución. Vitrenko ha cambiado, se ha adaptado. Es, sin duda, la principal figura en el tráfico de personas desde el Este a Occidente, a lo que hay que añadir que controla buena parte del negocio de la prostitución ilegal en Alemania. Pero se ha concentrado en la especialización. La suya es una operación nicho, por decirlo de alguna manera.