Mientras se dirigían a la puerta principal era evidente que Scholz tenía la cabeza en otra parte.
—Escuchadme —dijo—. No me gusta nada esa idea que habéis tenido vosotros dos… Es demasiado arriesgada.
—Ha sido idea mía —dijo Fabel—. Le pedí a Tansu que lo hiciera como favor…
—Como digo, no me gusta —lo interrumpió Scholz—, pero pasaré por el aro con unas cuantas condiciones. Lo hablamos cuando hayamos acabado con este asunto.
La puerta principal se abrió antes de que hubieran tenido la oportunidad de llamar. Apareció un hombre de unos cuarenta años. Debía de medir poco menos de dos metros, tenía una complexión atlética y era razonablemente guapo. Cuadraba bastante con la descripción que les había dado Mila, la
escort
que había sido mordida.
—¿Kommissar Scholz? —le preguntó a Fabel.
—No, yo soy Scholz. ¿Herr Schnaus?
—Sí. ¿A qué se debe su visita? Mi esposa y mis hijos están aquí, y…
—Es sobre su página web —dijo Fabel.
—Oh… —Schnaus parecía alicaído—. Me lo figuraba. Miren, le he dicho a mi esposa que querían hablar por algo de mi empresa.
—¿A qué se dedica exactamente su empresa? —le pidió Fabel.
—A software informático.
Fabel miró de nuevo el coche que había en la entrada y la casa, y pensó en la decisión que había tomado respecto a su futuro.
—Está bien, nos lo creeremos, de momento. ¿Hay algún lugar en el que podamos hablar en privado?
—Pasen a mi estudio.
Schnaus los guio al interior de la vivienda por un ancho pasillo. El estudio era espacioso, luminoso y moderno. Había un escritorio grande con dos ordenadores de aspecto caro encima. Otros dos descansaban en terminales adosadas a la pared opuesta.
—¿Eleva usted la página desde aquí? —preguntó Fabel.
—Miren, es más que nada una afición… No lo hago por dinero.
—Lo hace sólo por placer —se mofó Scholz.
Schnaus se puso rojo.
—Miren, puedo explicárselo. Es simplemente algo… —dejó escapar la idea—. ¿Qué es exactamente lo que quieren saber?
—Para empezar, nos podría decir dónde estaba la noche del viernes 20 de enero.
Schnaus tecleó algo en su ordenador.
—Estaba en Francfort, en un congreso.
—¿Puede confirmarlo alguien?
—Unas cien personas. Di una conferencia para presentar un producto nuevo.
—¿Se quedó a dormir?
—Sí. Tres días en total.
—¿Qué tipo de producto nuevo? —preguntó Fabel—. Quiero decir, ¿qué tipo de software vende usted?
—Somos distribuidores de juegos. También de otras cosas, software interactivo para entrenamiento, cosas así.
—¿Ha oído alguna vez hablar de una diseñadora de juegos llamada Melissa Schenker?
—No… —Si Schnaus mentía, lo estaba haciendo muy bien—. No me suena de nada.
—¿Y qué me dice de un juego de rol llamado
The Lords of Misrule
?
—Ah, sí… Más que oír hablar de él, somos sus distribuidores.
—Melissa Schenker diseñó
The Lords of Misrule
—le explicó Fabel.
—Ah. Pues no lo sabía. No forma parte de la cartera que represento. Y, de todos modos, no siempre estoy al tanto de quién ha diseñado o ideado los juegos.
Hubo una pausa.
—
¿Por qué
lo hace, Herr Schnaus? —preguntó Fabel—. Me refiero a que tiene usted un buen empleo, tiene familia. ¿Por qué siente la necesidad de estar detrás de una página como ésa?
—Dentro de todos nosotros hay un poco de caos; en algunos más que en otros.
Aquí tengo una vida ordenada, soy un buen marido y un buen padre, y mi esposa no sabe nada de mi… bueno, del lado más raro de mi naturaleza. Si mantuviera ese caos totalmente encerrado, cabría la posibilidad de que explotara, que destruyera todo el orden y la estabilidad de mi vida. De modo que dirijo una página web inofensiva, no pornográfica, relacionada con la vorarefilia y el canibalismo.
Fabel se acordó de otro hombre de negocios normal, con una vida ordenada y estable, que intentó mantener su caos interno encerrado hasta que se voló los sesos delante de él.
—¿De dónde cono saca usted la idea de que cualquier cosa relacionada con el canibalismo, en especial con el canibalismo sexual, es inofensiva? —le preguntó Fabel.
—No quiero hacer ningún daño… —musitó Schnaus, con la voz quebrada.
—Le diré por qué hemos venido, Herr Schnaus —explicó Scholz—. Tenemos a un chalado que anda por ahí suelto mordiendo trozos de mujeres e incluso podría haber matado a varias. Eso, amigo mío, no me parece ni inofensivo ni gracioso en absoluto.
He mirado su página web, y no me sorprende que quiera esconderle todas esas porquerías a su esposa. Sospecho que si descubriera sus pequeñas aficiones no volvería a verle el pelo, ni a ella ni a sus hijos. Y ahora le diré que estoy dispuesto a obtener una orden para poner este lugar patas arriba. Puede que sea su hogar, pero también es el lugar desde el que maneja su página web, y eso lo sitúa a usted justo en el centro de una importante investigación de asesinato. Le prometo que mañana por la noche esta casa estará inundada de técnicos forenses, agentes de policía uniformados y, si alguien es lo bastante indiscreto para darles una pista, varios miembros de la prensa.
Schnaus puso cara de estar a punto de vomitar.
—No, por favor… haré todo lo que me pidan. Les daré toda la información que necesiten. Y les prometo que cerraré la página. Sólo díganme lo que quieren que haga… Lo único que quiero es que mi mujer y mis hijos no se enteren de esto.
—Pues si una cosa no queremos que haga, Herr Schnaus —dijo Fabel—, es que cierre la página. Al menos de momento.
13 14 febrero
María rodó sobre su costado y sintió su cuerpo invadido por arcadas vacías e involuntarias. Se levantó con esfuerzo, apoyándose en las rodillas y los codos, con la cabeza todavía agachada y con espasmos en los intestinos encogidos. Sintió la suciedad y la mugre bajo su piel y se dio cuenta de que estaba desnuda. Fue entonces cuando el frío intenso, helado, la golpeó como una ola de escarcha. Una segunda ola chocó contra ella, tan gélida y áspera como el frío: el puro terror. Vitrenko. No lo podía creer: Buslenko había sido una fantasía. Taras Buslenko era Vasyl Vitrenko. Sus ojos no le habían mentido: era lo único que no había podido cambiar. Vitrenko la había engañado totalmente con su ficción sobre una misión del Gobierno ucraniano. Y en las formas estuvo muy acertado: a Vitrenko le gustaba estar cerca de la matanza, jugar con las mentes de sus víctimas. Había estado jugando con ella todo el tiempo y ahora habían llegado al final de la partida.
María trató de determinar el tiempo que había estado inconsciente. Temblando de frío, se miró los brazos y vio una serie de heridas de pinchazos. La habían tenido apartada durante horas o días, incluso semanas. Se arrastró hasta quedar en posición sedente, levantó las rodillas hasta el pecho y se abrazó las piernas con los brazos. Los espasmos que le agitaban todo el cuerpo iban mucho más allá de cualquier descripción del temblor: eran grandes convulsiones musculares incontrolables. Su piel desnuda tenía la carne de gallina y había perdido toda su pigmentación; ahora era mucho peor que blanca y empezaba a parecer escarcha teñida de cobalto. De modo que era cierto, que el frío realmente te pone azulado. Miró a su alrededor, al lugar en el que estaba confinada. Hasta la luz era azul: una tira de neón colgada de un cable inundaba el espacio de una luz triste y estéril. No había ninguna ventana; ningún sonido. Fuera podía ser cualquier hora del día o de la noche. Habían logrado superar el primer y fundamental paso de los interrogatorios con tortura: la desorientación completa del sujeto.
Habían metido a María en el almacén de los fiambres y habían encendido la refrigeración. El almacén que Buslenko, no, que Vitrenko le había dicho que ya no funcionaba. ¿Sabía él, ya entonces, que sería allí donde la mataría? Oteó el almacén en busca de cualquier cosa, cualquier trapo o retal con el que cubrir su desnudez para tratar de retrasar su muerte y disminuir la velocidad a la que se iba disipando su calor corporal interno. No había nada, y se abrazó las piernas todavía con más fuerza.
Pensó que ése no era el estilo de Vitrenko; morir así sería demasiado fácil. Si bien era cierto que ahora sentía un frío agónico, sabía cómo funcionaba la hipotermia: pronto dejaría de temblar; entonces, perversamente, empezaría a sentir otra vez calor, a la vez que una suave euforia adormecedora, a medida que el cerebro le fuera inundando el cuerpo de endorfinas. Sería en ese punto apacible cuando se entregaría encantada a un sueño del cual nunca más despertaría.
No. Eso no cuadraba con Vitrenko. Eso no era lo bastante doloroso, no lo bastante horrible ni lo suficientemente aterrador.
La respuesta le llegó al cabo de un tiempo que no fue capaz de medir. Se oyó un fuerte golpe metálico y la puerta del almacén refrigerado se abrió lateralmente. Ante ella apareció Vitrenko, con su rostro nuevo y sus ojos de siempre, fríos y duros. A su lado, armada con un rifle de mano, estaba Olga Sarapenko. Ambos llevaban abrigo.
Vitrenko miró a María con desinterés.
—Si te hablo, ¿puedes entenderme?
El gesto con que María asintió con la cabeza casi se confundió con su temblor incontrolado.
Él se le acercó y la hizo poner de pie. Ella trató de cubrir su desnudez y él la abofeteó con el dorso de la mano. Una, y otra, y otra vez más. María sintió que la boca se le llenaba de sangre y se asustó al sentir lo fría que la notaba. Vitrenko la empujó hacia atrás y ella cayó sobre el suelo frío y mugriento. El calor de los rasguños en su piel le resultaba casi agradable.
—Si te hablo, ¿puedes entenderme? —le repitió.
—Sí. —María oyó la vibración de su voz. Quería decirle que le temblaba por el frío, no porque le tuviera miedo.
—Estás viva solamente porque me resultas útil. Cuando dejes de serme útil, te mataré, ¿lo has entendido?
María volvió a asentir y Vitrenko le clavó una patada en las costillas con su dura bota.
—¿Lo has entendido?
—¡Sí! —le gritó, desafiante. Algo en el cuerpo se le había roto, pero no le importaba—. Sí, lo he entendido.
—Eres patética —dijo Vitrenko—. Creíste que porque yo provoqué un gran impacto en tu vida tú podrías provocar algo similar en la mía. Pero no eres nadie, no eres nada. Crees que tienes alguna importancia, algún valor, pero no tienes ninguno.
Lo has dado todo para convertirte en una molestia para mí. Y yo, las molestias, las convierto en ejemplos; ya lo sabes, ¿no?
—Sí.
—Hay dos cosas que puedes hacer. La primera es servir de acceso a la información que necesito sobre los topos que tengo dentro de mi organización y la amplitud de lo que sabe sobre mí la Agencia Federal contra el Crimen.
—No tengo autorización para acceder a ella… —dijo María.
—No he dicho que puedas ofrecer esta información ni que tengas acceso directo a la misma. He dicho que puedes ser el medio para ese fin. Y la otra cosa para la que puedes servir vendrá al final… Tengo la intención, cuando acabe contigo, de convertirte en un ejemplo. Como he hecho con otros, incluido Buslenko, te utilizaré para mostrar lo que le ocurre a cualquiera que se ponga en mi contra. ¿Qué creías que podrías conseguir? —La miró con desprecio, como sí fuera incapaz de comprender su estupidez—. Te dejé con vida aquella noche en el prado, cuando trataste de detenerme. ¿Crees que fue casualidad que mi cuchillo no te atravesara el corazón?
¿Tienes idea de la cantidad de corazones que he cortado, que he abierto como si fueran una manzana?
María trató de levantarse. Intentó no pensar en el aspecto que debía de tener su cuerpo descarnado y cianótico por el frío.
—¿Por qué no lo haces ya? —le dijo, desafiante—. ¿Por qué no me matas? De nuevo, Vitrenko cruzó la cara de María con un bofetón. Ella se sintió mareada y se tambaleó por la fuerza del golpe. Algo le cayó por la frente y la mejilla.
—¿No has escuchado nada de lo que te he dicho? Quiero que me proporciones el acceso al llamado dossier Vitrenko que tiene el BKA.
—¿Por qué? No necesitas leerlo… Yo puedo decirte todo lo que hay que saber de ti.
Te crees que eres Gengis Khan, o Alejandro Magno o cualquier chorrada. ¿Sabes lo que dicen en esos informes? Que no eres más que un chiflado, un antiguo oficial de segunda con complejo de Napoleón. No eres ni soldado, Vitrenko. Eres un delincuente común.
María se sintió bien porque su voz no delataba lo asustada que estaba. Vitrenko sonrió.
—Bueno, gracias por la información, Frau Klee, pero estoy mucho más interesado en saber la información que ha reunido la fuerza policial sobre mis operaciones.
Necesito acceder a ese dossier, no al que le quitamos a Buslenko. La versión íntegra en alemán.
—Dime una cosa, Vitrenko, si eres un criminal tan genial, ¿cómo se explica que me dejaras matar a tu mano derecha?
—¿A Molokov? —Vitrenko sonrió—. No te dejé matarlo… te hice matarlo. Y lo hice porque creo que Molokov hizo un pacto con las autoridades alemanas. Planeaba entregarme. No estoy seguro, pero creo que era él quien pasaba la información. Era ambicioso y traidor, necesitaba sacármelo de encima y me divirtió hacer que lo ejecutaras tú. Además, cuadraba con nuestra pequeña comedia. Dime, Frau Klee, tu disposición a perder la vida cuando estábamos allí en el taller con Molokov… ¿era fruto de tu entusiasmo para salvarme como Buslenko, o para matarme como Vitrenko?
—Dedúcelo tú mismo.
—¿Te gustó el paisaje, por cierto? —De nuevo hizo esa sonrisa cruel, que resultaba tan fría como la propia nevera industrial—. Me refiero al prado y todo eso. Convoqué la reunión con Molokov allí porque sabía que te gustaría. Te destrocé del todo en aquel prado del norte, ¿no, María? Lo sé todo de tu novio psicópata, de tu baja por enfermedad, del doctor Minks y su tratamiento. No creo que precisamente tú estés en posición de llamarme chiflado. En fin, empecemos con todos los códigos de acceso y contraseñas que sabes para acceder al sistema de la Agencia Federal contra el Crimen.
—Con eso no vas a llegar muy lejos —dijo María.
—Oh, no te preocupes, ya sabemos que eres un pececito muy pequeño. No es así como nos ayudarás a acceder al dossier. Pero, mientras tanto, ¿qué códigos y contraseñas sabes? ¿Los tienes memorizados o apuntados en algún sitio?