—¿La has encontrado? —preguntó Fabel.
—Sí… bueno, técnicamente no; no a Vera Reinartz, supongo. Pero ahora sé por qué no podíamos encontrarla en ningún cambio de domicilio registrado: Vera Reinartz, en realidad, ya no existe. Se cambió el nombre en 2000. Un cambio de nombre legal y total.
—Está claro que quiso poner tierra por medio entre ella y lo que le había ocurrido —dijo Fabel.
—Eso es lo extraño —dijo Tansu—. Hubiera imaginado que se había marchado lo más lejos posible, pero se ha quedado aquí, en Colonia. ¿Por qué cambiar de nombre pero no de sitio?
—Supongo que tienes su dirección —le pidió Fabel.
—Sí. He pensado que intentaría ir a verla hoy.
—Si no te importa, me gustaría ir contigo —dijo Fabel—. Y con Herr Scholz, por supuesto.
—De acuerdo. —Fabel creyó detectar cierto deje a la defensiva en el tono de Tansu.
—Estoy seguro de que puedes tener algo y que podría ser nuestra mayor pista.
Fabel se volvió hacia Scholz.
—He leído la información que ha reunido Tansu sobre el caso y estoy de acuerdo con ella: creo que hay muchas posibilidades de que esta agresión tenga relación con los asesinatos.
—¿Y con el asesinato del año siguiente? Annemarie Küppers, la chica a la que mataron a golpes —preguntó Tansu.
—Eso ya no lo sé. Tiene puntos en común con el encarnizamiento de la paliza que le dieron a Vera Reinartz, pero en cambio no cuadra con los otros dos asesinatos. No obstante, no lo descarto. Lo principal es que si Vera Reinartz fue realmente víctima de nuestro sujeto y sobrevivió, entonces probablemente sea la única persona que lo ha visto.
—Concretaré su paradero y podremos ir a verla esta tarde, o al anochecer —dijo Tansu.
Cogieron el Volkswagen de Scholz. La dirección que tenía Scholz de «
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, agencia de contactos» estaba en Deutz, de modo que sólo tardaron unos minutos en llegar. La calle era una mezcla de pequeños negocios y edificios de viviendas. Había un restaurante, un bar, una charcutería y una tienda de productos de informática con taller de reparaciones. Scholz consultó su libreta y llevó a Fabel hasta una puerta que quedaba entre la tienda de informática y la charcutería. En el panel del interfono había varios nombres profesionales.
—Aquí están —dijo Scholz—.
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, agencia de con tactos. Segunda planta…
Todos los detalles querían transmitir que aquélla era uní empresa seria y profesional. Leo Nielsen iba vestido con un traje oscuro y las oficinas de
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podían haber sido las de una ingeniería. No había nadie con pinta de putón en recep ción, y la propia recepcionista iba vestida de modo más bien conservador. Nielsen se ocupaba de casi todo y podría haber sido un empresario cualquiera si no fuera porque tenía el cuello tan grueso como la cabeza y los hombros apenas le cabían dentro de la chaqueta del traje. Además, tenía una línea en una mejilla con la piel más clara que la del resto de su cara. Fabel pensó que tal vez la experiencia en recursos humanos de Nielsen había empezado recogiendo el dinero a golpes entre las putas drogadictas que merodeaban de noche por la estación central de la ciudad.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó Nielsen de una manera poco propia de un hombre de negocios.
—Hubo un altercado —empezó Fabel— en el hotel Linden. Una de sus chicas dijo que un cliente la había mordido muy fuerte. Nos gustaría hablar con ella.
—Ese asunto ya quedó zanjado —dijo Nielsen con un suspiro de cansancio—. No estamos interesados… Ella no está interesada en presentar una denuncia.
—Eso ya lo entendemos. —Scholz estaba sentado en una esquina del escritorio de Nielsen y tiró todos los bolígrafos que había encima, junto a una calculadora que parecía buena, al suelo—. Pero… ¿cómo se lo podría decir? Nos importa una mierda.
Quiero que me dé el nombre de esa chica de inmediato o revisaré todas las carpetas y todos los recibos de tarjeta de crédito de sus clientes y luego visitaré personalmente a cada putero que haya metido la polla en una de tus putas.
—No tengo por qué aguantar amenazas —dijo Nielsen, mientras mantenía la compostura y sonreía a Scholz con desdén.
—Nadie está amenazando a nadie —dijo Fabel, mirando a Scholz con intención—. Sólo necesitamos el nombre de esa señorita. Puede tener información importante relacionada con un caso de asesinato en el que estamos trabajando.
Nielsen hizo ademán de buscar en los archivos de su ordenador.
—A veces estas mujeres no nos dan su nombre real —explicó.
—Bueno, espero que ésta lo hiciera, Herr Nielsen —dijo Fabel—. De lo contrario, las cosas se podrían complicar. Mire, no nos interesa ni usted ni su negocio. Ni siquiera estamos especialmente interesados en la chica. Es a su cliente a quien buscamos. Pero, si lo prefiere, podemos examinar más de cerca toda su operación, hablar con algunos de sus clientes…
Después de fulminar a Fabel con la mirada, Nielsen cedió.
—Está bien. Le pediré que se ponga en contacto con ustedes…
—No —dijo Fabel—. Eso no nos basta. Necesitamos una dirección y queremos hablar con ella ahora.
Nielsen suspiró, garabateó una dirección en su cuaderno y luego arrancó la página para ofrecérsela a Fabel.
—Está con un cliente. Cuando lleguen ya habrá terminado. La avisaré de que van de camino y le diré que les espere en el vestíbulo del hotel.
—Creo que a Herr Nielsen no le hemos caído bien —dijo Scholz con una sonrisa mientras volvían al coche—. Dios, cómo me gustaría desmontar ese sitio. Apuesto a que hay un montón de miserias ocultas tras esos archivadores. Si nuestros chicos del crimen organizado y la Agencia Federal contra el Crimen tienen razón,
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es uno de los usuarios finales de la operación de tráfico humano de Vitrenko.
Fabel se acordó del dossier Vitrenko. No recordaba haber visto
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en la lista de negocios relacionados con la operación de tráfico, aunque también era cierto que había montones. Quien fuera que facilitara la información a la Agencia Federal valía su peso en oro. Fabel había pedido ver la versión íntegra del dossier, pero el nombre del informador y todas las referencias que podían dar alguna pista de su identidad habían sido eliminados.
Sonó el móvil de Scholz.
—Era Tan su —dijo después de colgar—. Ha investigado a nuestro colega Nielsen.
Cumplió una condena de tres años en Francfort hace unos diez años: agresión violenta relacionada con las drogas. Nada más desde entonces, pero para mí que huele a crimen organizado.
—Para mí también —dijo Fabel—. Pero no parece el típico soldado raso de Vitrenko. Es como si el negocio de nuestro amigo ucraniano se estuviera globalizando realmente. Tal vez algunas de sus operaciones actúen bajo franquicia.
—Tansu dice también que no ha podido hablar con Vera Reinartz, o como sea que se llame ahora, pero que tiene una dirección de una casa y otra de la empresa. Me pregunta si podemos encontrarnos con ella hacia las cuatro de la tarde, pero creo que antes deberíamos visitar esa empresa de Internet. El hotel en el que está la puta nos queda de camino.
El hotel era uno de los más lujosos que había a esa orilla del Rin. Fabel y Scholz la esperaron, como habían acordado, cerca de la entrada. Toda la parte frontal de la zona de recepción estaba acristalada y Fabel se deleitó con la vista del puente Hohenzollern y, en la otra orilla, el Altstadt y la torre de St. Martins. Y por supuesto, dominándolo todo, estaba la presencia imponente de la catedral de Colonia.
—Espectacular —dijo Fabel.
—Sí —dijo Scholz, sin prestar ningún interés mientras miraba por la zona de recepción—. Ésa parece nuestra chica.
Una mujer joven se les acercó con una expresión entre aprensiva y desconfiada. Iba vestida con más sobriedad de lo que Fabel hubiera esperado pero, pensándolo bien, ese hotel no era de los que animan cierto tipo de comercio. Mientras se les acercaba, Fabel se fijó en su figura, delgada excepto por el bulto pronunciado de sus caderas: exactamente igual que las víctimas del caníbal del carnaval.
—¿Es usted Lyudmila Blyzniuk? —Scholz se esforzó por pronunciar correctamente el apellido.
—Sí. Pero nunca utilizo mi nombre entero. Me conocen como Mila. ¿Qué he hecho?
Tengo los papeles en regla.
—¿Utiliza usted también el nombre profesional de Anastasia?
—Sí. A los clientes no les doy nunca mi nombre real. ¿Qué quieren saber?
—Déjeme ver sus papeles —dijo Scholz, tendiendo la mano.
—¿Cómo? ¿Aquí en medio? —La mujer miró nerviosamente hacia el mostrador de recepción. Scholz hizo un gesto de impaciencia y Mila sacó su documento de identidad y un par de papeles de inmigración de su bolso.
—Tal vez deberíamos sentarnos en algún lugar un poco más discreto… —sugirió Fabel, al tiempo que señalaba un grupo de sofás bajos que había junto a la ventana—. Mila, queremos hablar del incidente con el cliente de hace unas semanas. El hombre que te mordió. —Fabel trató de ser menos agresivo que Scholz—. Eso no tiene nada que ver con lo que haces para ganarte la vida. Creemos que el tipo que te mordió es peligroso.
—A mí no hace falta que me lo digan —dijo Mila, con la expresión todavía dura y defensiva—. Todo el mundo creyó que era muy divertido. Que me mordieran en el… he olvidado la palabra en alemán… el
sraka
.
—Culo —dijo Scholz.
—Sí, qué gracia. Tengo el culo grande y él me lo muerde. Muy divertido. Pero él es un hombre muy malo. Hombre peligroso. Me tuvieron que poner puntos. Era como un animal, no un ser humano. Luego le vi la cara cubierta de sangre.
—Vayamos paso a paso, Mila —dijo Fabel—. Descríbanos a ese hombre.
—Tenía entre treinta y treinta y cinco años, poco menos de dos metros de altura.
Complexión mediana… parecía en forma, como si hiciera mucho ejercicio. Pelo oscuro, ojos azules. Era guapo. No era el tipo de cliente habitual.
—¿Qué tipo de persona era? Quiero decir, ¿parecía rico, pobre, una persona educada…?
—Era claramente un tipo educado y con dinero. Al menos, por la manera de vestir.
—¿Pagó en efectivo? —preguntó Scholz.
—Sí, y me dio una propina. Yo sabía que tenía antojos especiales; me lo habían dicho en la agencia.
—¿Que le gustaba morder?
—Que le gustaban los culos grandes como el mío.
—¿Qué ocurrió? En el hotel, quiero decir.
—Subimos a la habitación y me pidió que me desnudara. Entonces empezó a tocarme el culo. —Mila hablaba como si estuviera describiendo algo de lo más normal, sin el menor signo de pudor—. Luego se desnudó y pensé que ya estaba, que entonces querría penetrarme de la manera habitual. Pero entonces me dio un empujón y me tiró sobre la cama, de una forma muy brusca. Empecé a preocuparme, pero él seguía hablando con una calma total y me pidió si me podía morder el culo.
Yo creí que se refería a mordiscos fingidos; pero entonces me atacó, como un animal.
Me mordió con muchísima fuerza; les juro que trató de arrancarme un trozo de carne.
Fabel y Scholz se miraron.
—Continúe, Mila —dijo Fabel.
—Me puse a gritar y se detuvo, pero sólo para abofetearme. Lo aparté de un empujón y volví a gritar. Había cerrado la puerta de la habitación, pero pude abrir y salí corriendo pasillo abajo. Entonces fue cuando esa chica polaca y los otros del hotel salieron a ayudarme. Cuando volvimos a la habitación el tipo ya se había marchado.
—¿Por qué no le contó nada de eso a la policía cuando vinieron al hotel? —preguntó Fabel.
—El director del hotel me dijo que no quería problemas, y los de la agencia me llamaron y me advirtieron de que no contara nada. No querían que ustedes, la policía, quiero decir, les creara problemas.
—Y usted lo aceptó —dijo Scholz.
—Tuve que hacerlo. Pero no era lo que yo quería. —Mila miró por la ventana, a la catedral de Colonia al otro lado del río, una silueta oscura con el cielo de fondo. Cuando volvió a mirarlos había en su rostro una expresión de gravedad—. Todos pensaron que era una tontería, que al tipo, sencillamente, ¿cómo lo dicen ustedes?, se le fue un poco la olla. Pero ellos no lo vieron; no vieron su cara ni sus ojos después de morderme. Había dejado de ser humano. Se había convertido en un… No sé cómo se llama en alemán. En ucraniano los llamamos
vovkuláka
. ¿Sabe…? El hombre que se convierte en lobo.
—Un hombre lobo —dijo Fabel, y luego miró a Scholz.
Ansgar sabía dónde trabajaba. El lunes la siguió hasta allí desde los mayoristas.
Se quedó sentado en el coche y la esperó. No fue algo premeditado; simplemente, el instinto lo había guiado por un trayecto sin destino. Tal vez pudiera realmente tener una relación normal con Ekatherina; tal vez pudiera mantener el orden en su vida cotidiana si se permitía esa pequeña parcela de caos. Al fin y al cabo, con ésa ya lo había hecho antes: el hecho de volvérsela a cruzar, después de todo aquel tiempo, era como una señal. Era obvio que trabajaba en un restaurante o un hotel; una idea que no se le había ocurrido nunca, que pudiera volvérsela a encontrar porque estaba en el mismo negocio que él. Ansgar la siguió mientras ella empujaba su carro repleto de compras por el asfalto, hasta donde tenía estacionado su pequeño furgón. Luego la siguió por la ciudad hasta su cafetería, en el extremo noroeste del Altstadt.
Y hoy había vuelto. El café tenía el aspecto anónimo de casi todas las cafeterías modernas, y el nombre AMAZONIA CYBERCAFÉ estampado encima de un gran ventanal. Ansgar sonrió al ver el nombre. Pensó en entrar en el café: lo más probable era que ella no lo reconociera, pero no podía correr el riesgo. Decidió vigilar desde la acera de enfrente.
Ansgar consultó su reloj. Su turno empezaba dentro de un par de horas.
Tenía tiempo hasta entonces.
—Esos papeles parecían bastante auténticos —dijo Scholz en el coche, mientras cruzaban el puente hasta el margen izquierdo de Colonia—. Pero me juego lo que quieras a que no lo son.
—No lo sé —dijo Fabel. Mila había insistido en que estaba en Alemania por voluntad propia y que había elegido hacer lo que hacía para ganarse la vida. Desde luego, no parecía explotada, pero también era cierto que no era algo fácil de determinar. La prostitución, legal o no, raramente se elegía voluntariamente como actividad profesional. Además, la reticencia de Míla a que la vieran hablando con dos policías tenía que estar relacionada con algo más que el negocio al que se dedicaba.