Oliver se acabó el café. Se puso unos guantes de cirujano de un látex especialmente duro y se abrochó las mangas de su bata protectora. Cruzó la puerta y entró en una sala iluminada con luz triste y dura procedente de unos fluorescentes alargados. La bandeja metálica ya estaba dispuesta con todas las cuchillas e instrumentos que necesitaría.
En el aire había cierto olor a putrefacción, todavía leve pero creciente. Oliver sabía su causa, comprendía la ciencia que había detrás: el olor de la degradación celular que emanaba de las grandes heridas abiertas, de los charcos de sangre enquistados en manchas lívidas en los puntos inferiores, el olor que desprendía la piel. Pero, por muy científica que fuera la explicación o profesional la comprensión, seguía siendo, sencillamente, hedor a muerte. Respiró profundamente, cogió un bisturí de hoja grande y lo mantuvo un momento en posición mientras contemplaba el cadáver, ya abierto con grandes cortes, que yacía ante él.
25 26 de enero
En el Speisekammer no había nada parecido a un día tranquilo y Ansgar Hoeffer siempre llegaba al restaurante un poco antes de empezar su turno. Era el jefe de cocina y se tomaba su deber más allá del inicio y el final de su jornada. Al fin y al cabo, su reputación era lo que explicaba el éxito creciente del Speisekammer. El restaurante estaba viviendo su mejor temporada en los diez años que llevaba abierto. Cuando Ansgar se puso al frente de su cocina cerraba los miércoles; ahora, a media semana el negocio funcionaba a todo trapo tanto al mediodía como a la hora de cenar. La gente venía de todas partes de la ciudad y más allá para saborear la cocina fusión de Ansgar, que combinaba lo mejor de la cocina alemana con influencias tan variadas como la cocina tailandesa, la francesa y la japonesa. Y eso era todo un logro en Colonia: la ciudad tenía treinta o más restaurantes de primera. Hasta la charcutería anexa al Speisekammer gozaba de lo que Ansgar había hecho para elevar la fama del restaurante entre los gourmets más exigentes de Colonia. Y no era que no se lo hubieran reconocido: Ansgar figuraba entre los chefs mejor pagados de Colonia y los propietarios del restaurante, Herr y Frau Gallwitz, incluso habían hablado de hacerle socio. Ansgar reaccionó positiva pero cautelosamente a su propuesta: tenía el suficiente sentido común para darse cuenta de que la oferta de los Gallwitz estaba tan motivada por el afán de publicidad como por cualquier afecto hacia Ansgar, quien, como hasta él mismo admitía, era un hombre más bien frío y distante cuya entera pasión parecía entregada totalmente a la gastronomía. Todo el mundo sabía que, si Ansgar cambiaba de restaurante, la mayor parte de la clientela cambiaría con él.
Cuando Ansgar llegó, Ekatherina, la subchef ucraniana, lo esperaba con jadeante impaciencia. Todavía no se había puesto el delantal y llevaba una camiseta cortita que le destacaba el volumen de los pechos y le dejaba la barriga al aire: Ansgar trató de no mirar el aro que le atravesaba la carne del ombligo. Ella lo miró con sus ojos ucranianos azul claro que todavía brillaban más con su excitación morbosa.
—¿Has oído lo del Biarritz? —preguntó en su alemán con fuerte acento que lo hacía muy sexy. Ansgar negó con la cabeza. Conocía el Biarritz, pero ese restaurante pertenecía a la llamada liga del
Gulaschsuppe
: turistas y mentís de mediodía para oficinistas.
—¿Qué ha pasado en el Biarritz? —preguntó, y echó un fugaz vistazo a los pechos de Ekatherina.
—Asesinaron a un empleado de la cocina antes de ayer. —Asintió con gravedad, como si eso añadiera credibilidad a su afirmación.
—¿Cómo?
—Triturado —dijo Ekatherina deliciosamente.
—¿Qué quieres decir? —Ansgar sintió que el corazón se le empezaba a acelerar.
Miró a los ojos azul eléctrico de Ekatherina. ¿Por qué tenían los ucranianos unos ojos tan brillantes?
—Alguien lo cortó de arriba abajo con un cuchillo de carnicero. —La joven estaba claramente alterada.
«No —pensó Ansgar—. No, no me hagas esto. Cualquier cosa menos eso. No me hables de eso».
—Fue horrible —dijo Ekatherina—. Y ocurrió en la cocina. Había trozos de él por todas partes, como si fuera carne.
Ansgar se había quitado el abrigo y lo había echado por encima del brazo delante de él, ocultando su erección.
—¿Saben quién ha sido?
—No. La víctima era ucraniana, ilegal. —Ekatherina dijo esto último con otro gesto de solemnidad. Ella estaba orgullosa de su estatus legal. Llevaba cinco años en Alemania y miraba a los recién llegados del Este con cierto desdén—. Pero es horrible, ¿no cree, Herr Hoeffer? Quiero decir, con un cuchillo de carnicero…
Ansgar asintió con un gesto cortante y se dirigió a la cocina, con el abrigo todavía sujeto delante de él.
María se sentó frente al bar. Supuso que, al vivir tan cerca, Viktor debía de frecuentarlo. No se equivocaba. Anotó la hora que salía del apartamento con su novia putilla; era casi exactamente la misma hora a la que había entrado en el bar el domingo. María se sintió mareada. El peso de lo que había comido le incomodaba los intestinos. Había cenado en el restaurante antes de salir y eso, combinado con las otras dos comidas que había tomado aquel día, provocaba las protestas de su poco habituado cuerpo. Pero lo que le provocaba las náuseas eran más bien los nervios. No podía creerse que estuviera a punto de hacer lo que estaba a punto de hacer. Se había pasado toda la tarde experimentando con su nueva paleta de cosméticos y probándose las distintas pelucas y trajes, pero el instinto le dijo que siguiera su idea inicial en su forma más pura. Ahora se parecía a Anna Wolff. Anna, por supuesto, era pequeñita y tenía los ojos castaño oscuro, pero María había acertado a convertirse en una versión más alta de su amiga y colega. Se había aplicado un autobronceador en la cara y el cuerpo, y se había peinado el pelo recién teñido hacia arriba hasta obtener el aspecto engominado, casi pelopincho, que Anna llevaba a menudo. Se había pintado los labios con el mismo tono rojo caldera que Anna usaba y destacó los ojos con una cantidad de sombra y lápiz de ojos que jamás en su vida había utilizado. Llevar tanto maquillaje en la cara le resultaba desconcertante. Hasta se había comprado una cazadora de cuero tipo ciclista que le quedaba demasiado grande encima de su flaca complexión, y se puso un sujetador acolchado para potenciar sus insulsas curvas debajo de la camiseta negra.
Ya estaba. Era la mayor prueba a la que se podía someter. Salió del coche, lo cerró y cruzó la calle en dirección al bar.
Y María se sorprendió cuando vio que las dos primeras caras que se volvían a mirarla al entrar en el bar eran las de los dos borrachos de la última vez. El que ella había golpeado con el vaso de cerveza la miró hoscamente, con un vendaje de gasa pegado a la mejilla hinchada y descolorida. El corazón le dio un vuelco: eso podía abortar su pequeña aventura antes de que empezara. Los dos hombres la miraron y luego se volvieron hacia sus copas. Era obvio que estaban escarmentados por su experiencia de la noche anterior. O eso, o todavía no estaban lo bastante borrachos para sentirse con el coraje de meterse con una mujer. Pero quedó claro que no la habían reconocido y María sintió un pequeño subidón de satisfacción ante la imagen de la herida que le había hecho al obeso. El barman era de lejos el mayor reto. A diferencia de los otros dos, el domingo estaba sobrio y era el único camarero que estaba de servicio. En vez de sentarse a una mesa como lo hizo la otra vez, eligió un taburete en la barra. Le alivió comprobar que las miradas que recibía de las rubias ordinarias del fondo de la barra eran todavía más hostiles.
—¿Qué le pongo? —le preguntó el barman.
María esbozó una amplia sonrisa. Tenía los dientes bonitos y le sorprendió lo mucho que el pintalabios se los acentuaba y le daba un aspecto sexy a su boca.
—Vodka con cocacola, por favor. —María se esforzó por sonar menos de Hanover y más de Colonia—. He quedado con un amigo. Me ha citado en este bar, pero me ha costado encontrarlo y llego tarde. ¿Sabe si alguien me ha dejado un mensaje?
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el barman.
—Anna.
Se lo consultó a otro empleado.
—No. No hay ningún mensaje. ¿Te pongo el vodka igualmente?
—¿Por qué no? —María volvió a sonreír. Los músculos de su cara le recordaron lo poco acostumbrada que estaba a hacerlo.
María esperaba y se tomaba el vodka a sorbos, sin creerse menos llamativa que la noche anterior, aunque esta vez se sentía al mando de la situación. Su ansiedad empezó a disiparse. Había una cantidad considerable de gente repartida por las me sas, la barra y hasta en animados corros que charlaban animadamente. Era un follaje lo bastante denso que le permitía pasar todo lo desapercibida que una mujer joven sola podía pasar en un bar como aquél. María advirtió que unas cuantas conversa ciones a su alrededor tenían lugar en un idioma eslavo. No distinguía si se trataba de polaco, ruso o ucraniano; todos le parecían iguales.
Miró un momento a los dos hombres que la habían acosado el domingo por la noche. El tipo de la herida seguía con su actitud autocompasiva, y su compañero de barra tenía el mismo aspecto tristón, pero parecía estar consolándolo.
María se volvió disimuladamente en su taburete. Tardó un rato en localizar a Viktor. Estaba sentado a una mesa del fondo, envuelto en humo de cigarrillo. María se animó al ver que estaba hablando con otro hombre mientras su novia permanecía triste y aburrida. Había algo en el lenguaje corporal de Viktor que sugería que María había dado en el clavo: su compañero era claramente alguien a quien tenía un temor considerable. El hombre estaba de espaldas a ella, pero María veía lo bastante de su perfil, complexión y color del pelo como para estar segura de poder identificarlo una vez fuera del bar. Se acabó la copa y se levantó.
—¿Qué pasa con tu amigo? —le preguntó el barman.
—A la mierda. Él se lo pierde —dijo, sonriendo, y se marchó del bar.
Era miércoles 25 de enero. Buslenko había podido dar a su equipo tres días enteros de instrucción. Seguía sin ser suficiente, pero sabía que Vitrenko tenía tantos informadores y agentes dobles colocados por todo el aparato de seguridad ucraniano que actuar con rapidez y sorprenderlo sería su única ventaja posible.
Buslenko, sin embargo, estaba impresionado: Sasha había hecho una magnífica selección. Después de sólo tres días, parecía como si los ocho miembros del equipo hubieran trabajado juntos durante años. La única pequeña excepción era Olga Sarapenko. Su pasado como policía de la milicia municipal de Kiev la diferenciaba levemente de los demás. Sasha la había recomendado y Buslenko la aceptó. No había duda de que era lo bastante dura, y Buslenko se esforzaba por verla así, luchando constantemente contra la atracción que sentía por ella.
Pero el equipo tenía que capear con otro enemigo todavía más impredecible que Vitrenko: el tiempo había empeorado y la nieve había vuelto la pista impracticable.
Buslenko supo desde el principio que elegir un lugar tan remoto en medio del invierno ucraniano conllevaba este riesgo. Se había concedido un par de días de margen para establecer el inicio de la misión. Aun así, si seguía nevando, deberían empezar a apartar la nieve con palas para salir de allí.
Buslenko decidió que la tercera noche era mejor no hablar más de la peligrosa misión que tenían delante. Stoyan, el tártaro crimeo, recalentó los restos de
varenyky
.
Cenaron y jugaron a las cartas, haciendo turnos para las labores de vigilancia en el frío aire de la noche. Buslenko se sentía siempre más protegido cuando era Vorobyeva quien les custodiaba las espaldas. Este era uno de los miembros del equipo seleccionado por Buslenko e iba a ser el responsable de seguridad de la misión. La experiencia de Vorobyeva en una unidad especial Titán significaba que sabía leer cualquier entorno e identificar exactamente de dónde era más probable que surgieran las amenazas, y eso era tan cierto en una ciudad alemana desconocida como aquí, en un bosque cubierto de nieve. Vorobyeva había estado haciendo una ronda de dos horas y llegaba un par de minutos tarde.
Olga Sarapenko, envuelta en su abrigo de borreguillo, volvió a entrar en el pabellón. Dijo que quería tomar el aire y salió a fumar un cigarrillo.
—¿Has visto a Vorobyeva? —preguntó Buslenko.
Ella se encogió de hombros.
—No. Pero sólo he salido al porche. Tal vez esté más abajo del sendero.
Buslenko miró el reloj.
—Llega tarde. El nunca se retrasa. —Cogió la radio, tocó el botón de transmisión y llamó a Vorobyeva. Silencio. Volvió a llamar. De nuevo, sin respuesta.
Buslenko no necesitó dar la orden. Tenishchev y Serduchka abrieron la cremallera de la gran bolsa de lona del rincón y empezaron a repartir rifles de asalto y cargadores nuevos
Vepr
ucranianos antes de coger un par de AK74M para ellos.
—¡Luces! —dijo Buslenko, desenfundando su pistola Fortl7. La noche se apoderó del pabellón. La luna todavía no era llena, pero se reflejaba con fuerza en la nieve.
Alumbraba los bordes del sendero redondeados por la nieve y Buslenko siguió su curso hasta donde desaparecía en medio de la densidad boscosa. No había huellas recientes. Miró a cada uno de los miembros de su equipo, uno tras otro. Ahora sabría lo buenos que eran. Le hizo un gesto a Tenishchev, que le pasó el visor nocturno.
Buslenko oteó el bosque y los límites del sendero en busca de movimiento. Nada.
Utilizó las manos para ordenar a su equipo que se separaran e iniciaran la búsqueda. Indicó que Olga permaneciera en el pabellón.
Resultaba imposible moverse sin hacer ruido. La nieve había dejado de caer, pero la bajada nocturna de temperatura había formado una capa helada que brillaba bajo la luz de la luna y crujía bajo los pies. Cualquiera que los esperara podría verlos y oírlos.
La mente de Buslenko funcionaba a mil por hora. Sabía que algo se había torcido.
Vorobyeva llevaba ya mucho retraso. Mandó a dos parejas a cubrir los laterales: Te nishchev y Serduchka por el lado del bosque que daba al sendero, Stoyan y el agente del Berkut, Belotserkovsky por el lado que daba al río. Él avanzaba por el centro de la pista, expuesto, mientras los otros lo cubrían balanceando sus armas de un lado a otro. Buslenko peinaba la noche en busca de cualquier sonido que delatara a un enemigo escondido en el bosque, y el sonido del río a su izquierda se volvió ensordecedor.