El sindicato de policía Yiddish (3 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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La oscuridad lo sigue escaleras arriba hasta el vestíbulo, intentando cogerle el cuello de la camisa, tirándole de la manga.

—Nada —le dice a Tenenboym, recobrando la compostura. Le da a la palabra un retintín jovial. Podría ser una predicción de lo que su investigación del asesinato de Emanuel Lasker está destinada a revelar, una declaración de aquello por lo que él cree que vivió y murió Lasker, un descubrimiento de lo que va a quedar de la ciudad natal de Landsman después de la Revocación—. Nada.

—Ya sabe lo que dice Kohn —dice Tenenboym—. Kohn dice que tenemos un fantasma en la casa. —(Kohn es el encargado de día)—. Que coge cosas y las cambia de sitio. Kohn cree que es el fantasma del profesor Zamenhof.

—Si le pusieran mi nombre a un cuchitril como este —dice Landsman—, yo también lo rondaría.

—Nunca se sabe —observa Tenenboym—. Sobre todo hoy día.

Hoy día nunca se sabe. En Povorotny, un gato se apareó con un conejo y produjo unos monstruitos adorables cuyas fotos adornaron la portada del
Sitka Tog
. El febrero pasado, quinientos testigos de todos los rincones del distrito juraron que bajo el resplandor de la aurora boreal, durante dos noches seguidas, habían observado el contorno de una cara humana con barba y tirabuzones. Estallaron violentas discusiones sobre la identidad del sabio con barba del cielo, sobre si la cara estaba o no sonriendo (o simplemente sufriendo un ligero ataque de gases), y también sobre el significado de la extraña manifestación. Y la semana pasada sin ir más lejos, en medio del pánico y de las plumas del matadero kosher de la avenida Zhitlovski, un pollo se volvió hacia el
shochet
mientras este levantaba su cuchillo ritual y anunció en arameo la llegada inminente del Mesías. De acuerdo con el
Tog
, el pollo milagroso profirió una serie de predicciones asombrosas, aunque olvidó mencionar la sopa de la cual, tras quedar una vez más silencioso como el mismo Dios, acabó formando parte. Hasta el estudio más informal de los anales, piensa Landsman, demostraría que los tiempos extraños para ser judío casi siempre han sido también tiempos extraños para ser un pollo.

3

En la calle, el viento se sacude la lluvia de los faldones del abrigo. Landsman se cobija en la entrada del hotel. Dos hombres, uno con la funda de un violonchelo atada a la espalda y el otro con un violín o una viola en brazos, forcejean con el viento en contra para llegar a la puerta del Pearl of Manila, que está en la acera de enfrente. El auditorio se encuentra a diez manzanas y a un mundo de distancia de esta parte de la calle Max Nordau, pero el ansia de un judío por la carne de cerdo, sobre todo si esta ha pasado por una freidora, es más fuerte que la noche o que la distancia o que una ráfaga helada procedente del golfo de Alaska. El propio Landsman está luchando contra su deseo de regresar a la habitación 505, a su botella de
slivovitz
y a su vaso de recuerdo de la Exposición Universal.

Pero lo que acaba haciendo es encender un
papiros
. Después de una década de abstinencia, Landsman empezó a fumar otra vez hace menos de tres años. Por entonces la que todavía era su esposa estaba embarazada. Era un embarazo del que habían hablado mucho y que en cierto sentido llevaban mucho tiempo deseando —el primero de ella—, pero no lo habían planeado. Y como pasa con muchos embarazos de los que se ha hablado durante demasiado tiempo, el padre potencial se había mostrado tradicionalmente ambivalente al respecto. A las diecisiete semanas y un día —el día en que Landsman compró su primer paquete de Broadways en diez años— obtuvieron un mal resultado. Algunas de las células, aunque no todas, que componían el feto, cuyo nombre en clave era Django, tenían un cromosoma extra en la pareja veinte. Aquello se llamaba mosaicismo. Podía causar anomalías graves. Y podía no tener ningún efecto en absoluto. En la literatura disponible sobre el tema, una persona que tuviera fe podía encontrar ánimos, y una que no tuviera podía encontrar razones de peso para el desaliento. La perspectiva de Landsman —ambivalente, desanimado y sin fe en nada— prevaleció. Un médico con media docena de dilatadores cervicales rompió el sello de la vida de Django Landsman. Tres meses más tarde, Landsman y sus cigarrillos se marcharon de la casa de la isla de Tshernovits que él y Bina habían compartido durante casi todos los quince años de su matrimonio. No es que él no pudiera soportar la culpa. Simplemente no podía vivir con ello, ni Bina tampoco.

Un anciano, avanzando con esfuerzo como si fuera una carretilla maltrecha, se abre camino hacia la puerta del hotel. Es un hombre muy pequeño, de menos de metro y medio, y arrastra una maleta grande. Landsman observa su largo abrigo blanco, que el tipo lleva abierto por encima de un traje blanco con chaleco, y el sombrero blanco de ala ancha que tiene calado sobre las orejas. Barba y tirabuzones blancos, al mismo tiempo ralos y tupidos. La maleta, una vetusta quimera de brocado manchado y cuero lleno de arañazos. Todo el costado derecho del cuerpo del hombre está cinco grados más hundido que el izquierdo, donde la maleta, que debe contener toda la colección de lingotes de plomo del vejestorio, tira de él hacia abajo. El hombre se detiene y levanta un dedo, como si tuviera una pregunta que hacerle a Landsman. El viento juguetea con las patillas del tipo y con el ala de su sombrero. De su barba, sobacos, aliento y piel, el viento arranca un olor intenso a tabaco rancio y a franela mojada y al sudor de un hombre que vive en la calle. Landsman se fija en el color de las botas anticuadas del hombre, marfil amarillento, igual que su barba, unas botas con punteras finas y botones en los costados.

Landsman recuerda que solía ver muy a menudo a este chiflado, en la época en que él se dedicaba a detener a Tenenboym por hurto y posesión de drogas. El
yid
ya no era joven por entonces y tampoco parece más viejo ahora. La gente solía llamarlo Elías, porque aparecía en toda clase de lugares improbables con su caja
pushke
y su aire indefinible de tener algo importante que decir.

—Querido —le dice ahora a Landsman—, este es el hotel Zamenhof, ¿verdad?

Su yiddish le suena un poco exótico a Landsman, quizá con matices de holandés. Se le ve encorvado y frágil, pero su cara, aparte de las patas de gallo alrededor de los ojos azules, tiene un aspecto juvenil y sin arrugas. Los ojos en sí albergan una llamita de afán que desconcierta a Landsman. No sucede a menudo que la idea de pasar una noche en el Zamenhof despierte semejante entusiasmo.

—Eso mismo. —Landsman le ofrece al profeta Elías un Broadway y el hombrecillo coge dos y se mete uno en el relicario que lleva en el bolsillo de la pechera—. Agua fría y caliente.
Shammes
con licencia en el mismo recinto.

—¿Acaso eres el encargado, cariño?

Landsman no puede evitar que la idea le haga sonreír. Se aparta a un lado y hace un gesto en dirección a la puerta.

—El encargado está dentro —dice.

Pero el hombrecillo se limita a quedarse allí plantado bajo la lluvia, con la barba revoloteando como una bandera de tregua. Levanta la mirada para ver la fachada anónima del Zamenhof, de color gris bajo la luz turbia de las farolas. Un montón estrecho de ladrillos de color blanco sucio y ventanas que parecen rendijas, situado a tres o cuatro manzanas de la parte más escabrosa de la calle Monastir, el lugar presenta el mismo atractivo que un deshumidificador. Su letrero de neón tortura con su parpadeo los sueños de los perdedores que duermen en la acera de enfrente en el Blackpool.

—«El Zamenhof» —dice el anciano, haciéndose eco de las letras intermitentes del letrero de neón—. No el Zamenhof. «El» Zamenhof.

Ahora el
latke
, un novato llamado Netsky, llega al trote, sujetándose su gorra de policía redonda, plana y de visera ancha.

—Detective —dice el
latke
, sin aliento, y luego mira al anciano con el ceño fruncido y lo saluda con la cabeza—. Buenas noches, abuelo. Vaya, eh, detective, lo siento, acabo de recibir la llamada, me han retenido durante un minuto. —A Netsky le huele el aliento a café y tiene azúcar en polvo en el puño derecho de la chaqueta azul—. ¿Dónde está el
yid
muerto?

—En la doscientos ocho —dice Landsman, abriendo la puerta para el
latke
y luego volviéndose hacia el anciano—. ¿Entra usted, abuelo?

—No —dice Elías con un leve asomo de emoción que Landsman no acaba de descifrar. Podría ser remordimiento, o alivio, o la satisfacción sombría de un hombre a quien le gusta decepcionar. El destello que el anciano tenía atrapado en la mirada ha dejado paso a un velo de lágrimas—. Solo tenía curiosidad. Gracias, agente Landsman.

—Ahora soy detective —dice Landsman, asombrado de que el anciano haya recordado su nombre—. ¿Se
acuerda
usted de mí, abuelo?

—Yo me acuerdo de todo, querido. —Elías se mete la mano en un bolsillo de su abrigo amarillo descolorido y saca su
pushke
, un cofre de madera, más o menos del tamaño de una caja para tarjetas clasificadoras, pintado de negro. En la parte frontal de la caja hay pintadas unas palabras en hebreo:
«L’ERETZ YISROEL»
. En la parte superior hay perforada una estrecha ranura para monedas o para billetes de un dólar doblados—. ¿Una pequeña donación? —dice Elías.

La Tierra Sagrada nunca ha parecido más remota o inalcanzable que a los ojos de un judío de Sitka. Está en la otra punta del planeta, un lugar desdichado y gobernado por hombres a quienes solamente los une su decisión de no dejar entrar más que a un puñado exhausto de judíos de poca monta. Durante medio siglo, los hombres fuertes árabes y los partisanos musulmanes, los persas y los egipcios, los socialistas y los nacionalistas y los monárquicos, los panarabistas y los panislamistas, los tradicionalistas y el partido de Alí, todos han clavado los dientes en Eretz Yisroel y lo han roído hasta no dejar más que hueso y cartílago. Jerusalén es una ciudad de sangre y eslóganes pintados en las paredes, de cabezas cortadas sobre postes telefónicos. Los judíos observantes de todo el mundo no han abandonado su esperanza de habitar un día en la tierra de Sión. Pero a los judíos ya los han echado de allí tres veces: en 586 a.C., en 70 d.C., y de forma salvajemente definitiva en 1948. Hasta para los fieles es difícil no notar cierta sensación de desaliento acerca de sus posibilidades de volver a calzar alguna vez la puerta con el pie.

Landsman saca la cartera y mete un billete doblado de veinte dólares en el
pushke
de Elías:

—Mucha suerte —dice.

El hombrecillo levanta su pesada maleta y empieza a alejarse arrastrando los pies. Landsman estira el brazo y agarra a Elías de la manga, formulando una pregunta con el corazón, una pregunta infantil sobre el viejo deseo de su pueblo de tener un hogar. Elías se gira con una mirada de recelo ensayada. Tal vez Landsman sea alguna clase de tipo problemático. Landsman siente que la pregunta se desvanece como la nicotina de su sangre.

—¿Qué tiene en la maleta, abuelo? —dice Landsman—. Parece que pesa.

—Es un libro.

—¿Un solo libro?

—Es muy grande.

—¿Una historia larga?

—Muy larga.

—¿De qué trata?

—Trata del Mesías —dice Elías—. Ahora, por favor, quítame la mano de encima.

Landsman lo suelta. El anciano pone la espalda recta y levanta la cabeza. Las nubes de sus ojos se disipan y de pronto parece furioso, lleno de desdén y en absoluto viejo.

—El Mesías está cerca —dice. No es exactamente una advertencia y, sin embargo, para ser una promesa de redención le falta cierta calidez.

—No hay ningún problema —dice Landsman haciendo un gesto con el pulgar en dirección al vestíbulo del hotel—. Porque esta noche tenemos una vacante.

Elías parece dolido, o tal vez solo asqueado. Abre la caja negra y mira el interior. Saca el billete de veinte dólares que le ha dado Landsman y se lo devuelve. Luego coge su maleta, se encasqueta en la cabeza el sombrero blanco y blando y se aleja caminando con dificultad bajo la lluvia.

Landsman arruga el billete de veinte y se lo mete en el bolsillo del pantalón. Aplasta el
papiros
con el zapato y entra en el hotel.

—¿Quién es ese chiflado? —dice Netsky.

—Lo llaman Elías. Es inofensivo —dice Tenenboym desde detrás de la rejilla metálica de la ventanilla de la recepción—. Antes venía por aquí. Siempre vendiendo al Mesías. —Tenenboym hace repiquetear un palillo de oro contra sus muelas—. Escuche, detective, no le debería decir nada. Pero se lo voy a decir de todos modos. La dirección va a mandar una carta mañana.

—Me muero de ganas de oírlo —dice Landsman.

—Los propietarios han vendido el hotel a una empresa de Kansas City.

—Nos echan a la calle.

—Tal vez —dice Tenenboym—. Tal vez no. No está clara la situación de nadie. Pero no hay que descartar la posibilidad de que tengan ustedes que marcharse.

—¿Es eso lo que va a decir en la carta?

Tenenboym se encoge de hombros.

—La carta está toda escrita en jerga de abogados.

Landsman pone a Netsky el
latke
en la puerta principal.

—No les digas qué es lo que han visto u oído —le recuerda—. Y no se lo hagas pasar mal, aunque tengan pinta de que se lo merecen.

Menashe Shpringer, el criminólogo que trabaja en el turno de noche, entra de golpe vestido con un abrigo negro y un gorro de piel y en medio de un repiqueteo de lluvia. En una mano lleva un paraguas goteando. Con la otra tira de un carrito de acerocromo al que van sujetos con una cuerda elástica su caja de herramientas de vinilo negro y un cubo de plástico con agujeros que hacen las veces de asas. Shpringer es una boca de riego, con unas piernas encorvadas y unos brazos de simio que le unen al cuello sin que parezca gozar del beneficio de unos hombros. Su cara es casi toda carrillos colgantes, y su frente llena de surcos parece una de esas colmenas abombadas que uno encuentra representando la industria en los grabados medievales. El cubo está decorado con la palabra «
PRUEBAS
» escrita con letras azules.

—¿Se marcha usted de la ciudad? —dice Shpringer.

Un saludo bastante habitual últimamente. Mucha gente se ha marchado de la ciudad en los dos últimos años, abandonando el distrito con rumbo a la breve lista de lugares que o bien están dispuestos a acogerlos o bien se han cansado de conocer los pogromos solamente de oídas y quieren empezar uno ellos mismos. Landsman dice que, por lo que él sabe, no se va a ningún sitio. La mayoría de los lugares que aceptan a judíos requieren que tengas un pariente cercano viviendo en ellos. Todos los parientes cercanos de Landsman están o bien muertos o bien afrontan ellos también la Revocación.

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