El sindicato de policía Yiddish (37 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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De niño, en la escuela, a Landsman le ponían buenas notas en física. La mecánica de Newton, los cuerpos en reposo y en movimiento, las acciones y reacciones, la gravedad y la masa. A la física le encontraba más sentido que a ninguna otra cosa que intentaron enseñarle. A ideas como por ejemplo el impulso, la tendencia de un cuerpo en movimiento a seguir en movimiento. Así que tal vez Landsman no debería mostrarse tan sorprendido cuando el somier del camastro no se contenta con hacer añicos la ventana. Experimenta un tirón brusco de los huesos del hombro que le disloca la articulación y nuevamente lo acomete la emoción indescriptible que sintió cuando estaba intentando subirse a la limusina en movimiento de la señora Shpilman: la conciencia repentina, como un
satori
a la inversa, de que acaba de cometer un error grave, si no fatídico.

Esta es la suerte de Landsman: que aterriza en un montón de nieve. Se trata de un montón furtivo e irreductible, cobijado en las profundidades de las sombras del lado norte de los barracones. La única nieve visible en todo el complejo y Landsman cae justo en ella. Sus mandíbulas chocan con un chasquido, haciendo que cada uno de sus dientes resuene con su propio tono puro, mientras el impacto de su culo contra el suelo ejerce el efecto newtoniano sobre el resto de su esqueleto.

Levanta la cabeza para sacarla de la nieve. El aire frío le sopla en el pescuezo. Por primera vez desde que alzó el vuelo, cae en la cuenta de que hace un frío glacial. Se pone de pie, con la mandíbula todavía repicando. En la espalda tiene tiras de nieve que parecen verdugones provocados por un látigo de alambre. Camina dando tumbos y tambaleándose hacia la izquierda bajo el peso del somier del camastro. Este se ofrece para ayudarlo a sentarse de nuevo sobre la nieve. A hundirse en ella, a sumergir su cabeza dolorida en el montón frío y limpio de nieve. A cerrar los ojos y relajarse.

Y en ese momento oye un chirrido suave de suelas que se acercan doblando la esquina del edificio, un par de gomas de borrar borrando las huellas de su propio paso. Unos andares defectuosos, el brinco y el arrastre de un hombre que cojea. Landsman contempla el somier, lo levanta a pulso y retrocede hasta la pared cubierta de guijarros del barracón. En cuanto ve asomar un borceguí, seguido de los bajos de tweed de la pernera de Fligler, arroja el somier. Fligler no ha doblado todavía el recodo cuando el borde de acero del somier del camastro le da en toda la cara. Una mano roja de sangre le extiende los dedos por las mejillas y la frente. Su bastón sale volando y golpea el pavimento con una nota de marimba. El somier del camastro, como si le diera vergüenza ir sin su mejor amigo, arrastra a Landsman consigo, encima de Fligler, todos amontonados. El olor de la sangre de Fligler llena las narices de Landsman. Landsman se pone de pie con dificultad y con la mano que tiene libre le quita el
sholem
de los dedos inertes a Fligler.

Levanta la automática, contemplando la posibilidad de disparar al tipo en el suelo con cierta oscura determinación. Luego echa un vistazo al edificio principal, que está a ciento cincuenta metros de allí. Varias formas oscuras se mueven detrás de las puertas vidrieras de su lado. La puerta se abre de golpe y las jetas boquiabiertas de varios jóvenes
yids
corpulentos y trajeados llenan el umbral. Landsman les envidia su capacidad juvenil de asombrarse, pero aun así apunta con la pistola en su dirección. Ellos agachan la cabeza y se apartan, y al separarse, dejan al descubierto a un joven alto y de pelo rubio. Se trata del recién llegado, salido hace bien poco de la bodega de su hidroavión de color blanco brillante. Su pelo es digno de verse, como el destello de la luz del sol sobre una lámina de acero. Lleva un jersey de pingüinos y pantalones anchos de pana. Durante un instante el hombre del jersey de pingüinos se queda mirando a Landsman con el ceño fruncido y expresión desconcertada. Luego alguien tira de él para apartarlo de la puerta mientras Landsman intenta apuntar.

A Landsman se le clava la esposa en la muñeca, lo bastante afilada como para hundirse en la carne. Desvía el cañón del arma y apunta a su propio brazo. Lleva a cabo un solo disparo con cuidado y las esposas se parten, dejándole una pulsera en la muñeca. Deja el somier en el suelo con aire de ligero pesar, como si se tratara del cuerpo de un criado de la familia torpe pero leal que ha servido bien a los Landsman. Luego se adentra en el bosque en dirección a un claro que queda entre los árboles. Debe de haber por lo menos veinte judíos jóvenes y saludables persiguiéndolo, gritando, soltando palabrotas y dando órdenes. Durante el primer minuto espera ver el relámpago ramificado de una bala en su cerebro y ser abatido por el redoble de su trueno. Pero no pasa nada. Les deben de haber dado órdenes de que no disparen.

«Lo último que él quiere ahora es alguna clase de lío.»

Landsman se encuentra a sí mismo corriendo por un camino sin asfaltar, limpio y bien cuidado, marcado con reflectores rojos sobre estacas de metal. Se acuerda de la zona de hierba lejana que divisó desde el aire, más allá del bosque, salpicada de montones de nieve. Se imagina que este camino debe de llevar allí. En todo caso, a algún sitio tiene que llevar.

Corre y corre por el bosque. El camino sin asfaltar está alfombrado de agujas de pino que amortiguan el ruido de sus talones desnudos. Casi puede ver cómo el calor abandona su cuerpo, ondas reverberantes del mismo que forman un rastro detrás de él. Nota un sabor en el paladar que es como el recuerdo del olor de la sangre de Fligler. Los eslabones de la cadena rota cuelgan de la esposa, tintineando. En alguna parte hay un pájaro carpintero estampándose los sesos contra el costado de un árbol. Los sesos de Landsman están trabajando a marchas forzadas, intentando entender quiénes son esos hombres y a qué se dedican. Esa especie de profesor lisiado cuya TEC-9 ahora está en manos de Landsman. El médico de la frente de cemento. El centro de rehabilitación que no lo es. Los tipos fornidos que esperan con impaciencia en las instalaciones. El hombre dorado con su jersey de pingüinos que no quiere ninguna clase de lío.

Entretanto, otra región de su cerebro está ocupado intentando calcular la temperatura del aire —que debe de ser unos tres o cuatro grados centígrados—, y a partir de eso calcular o recordar una tabla que cree haber visto hace mucho y que daba el tiempo que la hipotermia tarda en matar a un policía judío en calzoncillos. Pero las células gobernantes de ese gran órgano en ruinas, confundidas y drogadas, únicamente le contestan que corra y que siga corriendo.

El bosque se termina de repente y él se queda plantado delante de un cobertizo de maquinaria, paneles grises moldeados de acero, sin ventanas, con el tejado de plástico acanalado. Una pareja escrotal de tanques de propano acurrucada contra el costado del edificio. Aquí el viento es más afilado, y Landsman lo siente como un chorro de agua hirviendo sobre su carne. Da la vuelta corriendo hasta el otro lado del cobertizo. Este se encuentra al borde de una extensión yerma de suelo cubierto de paja. Muy a lo lejos, una franja de hierba verde se funde con la niebla movediza. Un camino de grava parte del cobertizo y se aleja bordeando el campo vacío de paja. Cincuenta metros más allá, el camino se bifurca. Un brazo se dirige al este, en dirección a la franja de hierba. El otro continúa hacia delante y desaparece en una arboleda oscura. Landsman se vuelve hacia el cobertizo. Una puerta enorme con ruedas. Landsman la arrastra con gran estruendo a un lado. Equipo desmontado de refrigeración, piezas crípticas de maquinaria, una pared cubierta de garabatos árabes escritos con tramos de manguera de goma negra. Y junto a la puerta, uno de esos coches eléctricos de tres ruedas llamados Zumzums (la exportación número dos del distrito, después de los teléfonos móviles de la marca Shofar). A este le han incorporado una plataforma de carga cuya superficie está recubierta de una lámina de goma negra manchada de barro. Landsman se pone al volante. Por muy frío que ya tenga el culo, por muy frío que sople el viento del Yukon, el asiento de vinilo del Zumzum está todavía más frío. Landsman pulsa la llave de encendido. Pisa el acelerador, y con un golpe sordo y un zumbido de marchas diferenciales, arranca. Avanza ronroneando hasta la bifurcación del camino y vacila entre el bosque y la franja tranquila de hierba verde, que desaparece como una promesa de paz dentro de la niebla. Luego pisa el acelerador a fondo.

Justo antes de meterse bajo los árboles, Landsman echa un vistazo por encima del hombro y ve a los
yids
del estrecho de Peril persiguiéndolo al volante de un enorme Ford Caudillo negro, soltando una rociada de grava al doblar la esquina del cobertizo de los suministros. Landsman no tiene ni idea de dónde ha salido ese Ford ni, ya puestos, de cómo ha llegado hasta aquí. Desde el aire no vio ningún coche. Ahora está a quinientos metros del Zumzum y ganando terreno sin problemas.

En el bosque, la grava deja paso a un tosco sendero de tierra apisonada que se escurre por entre bonitas piceas de Sitka, altas y enigmáticas. Mientras Landsman avanza zumbando, divisa entre los árboles una alambrada alta rematada por volutas relucientes y festivas de alambre de púas. La alambrada de acero tiene entretejidos listones de plástico verde. Aquí y allí se ven huecos en el tejido verde de la reja. A través de esos huecos, Landsman divisa otro cobertizo de acero, un claro del bosque, postes, vigas y cables entrelazados. Una enorme estructura sobre la que hay extendida una red de carga, rollos distendidos de alambre de púas, columpios de cuerda. Es posible que sean unas instalaciones deportivas, o alguna clase de patio terapéutico para pacientes en recuperación. Claro, y es posible que la gente del Caudillo solo le estén trayendo sus pantalones.

Ahora el coche negro está a menos de doscientos metros de él. El pasajero que va junto al conductor baja su ventanilla y trepa al exterior hasta sentarse sobre su portezuela, manteniendo el equilibrio con una mano en el portaequipajes del techo. La otra mano, observa Landsman, está ocupada en prepararse para disparar un arma de fuego. Se trata de un joven rubio y con barba, traje negro, pelo al rape y una corbata seria como la de Roboy. Se toma su tiempo para preparar el disparo, calculando la distancia que no para de reducirse. Un destello florece en su mano, y la parte de atrás del Zumzum estalla con un ruido seco y una lluvia de astillas de fibra de vidrio. Landsman suelta un grito y levanta el pie del acelerador. ¿Qué pasó con lo de no montar ninguna clase de lío?

Sigue avanzando por inercia durante otros dos o tres metros y por fin se detiene. El joven que está colgando de la ventanilla del Caudillo levanta la mano que empuña la pistola y evalúa el efecto de su disparo. Es probable que al pobre chaval le resulte decepcionante el simple agujero irregular en la carrocería de fibra de vidrio del Zumzum. Pero tiene que alegrarse del hecho de que su objetivo en movimiento se haya vuelto estacionario. Su próximo disparo va a ser mucho más fácil. El chaval vuelve a bajar la mano de la pistola con una lentitud que resulta casi ostentosa, casi cruel. En su cuidado y su actitud parsimoniosa hacia las balas, Landsman percibe el sello distintivo del entrenamiento riguroso y del conocimiento de la eternidad que tienen los atletas.

La rendición se despliega por el corazón de Landsman como la sombra de una bandera. No hay forma de que pueda ganarle la carrera al Caudillo, no en un Zumzum que ha recibido un disparo y que en su mejor momento alcanza como máximo veinticinco kilómetros por hora. Una manta cálida, tal vez una taza de té caliente: esa es la recompensa que le parece adecuada a su fracaso. El Caudillo se abalanza sobre él y se detiene provocando una cascada de agujas de pino caídas. Tres de sus puertas se abren y tres hombres salen, jóvenes
yids
corpulentos con trajes que les caen mal, zapatos negros como meteoritos y pistolas automáticas que ahora dirigen hacia Landsman. Las pistolas parecen latir en sus manos como si estas contuvieran animales salvajes o giroscopios. Los pistoleros apenas pueden refrenarlas. Muchachos duros, corbatas al viento, con las barbas bien recortadas bien cerca de la mandíbula, y unos solideos que son como platillos diminutos de ganchillo.

La portezuela de atrás del lado más cercano permanece firmemente cerrada, pero detrás de ella Landsman distingue el perfil de un cuarto hombre. Los chicos duros se acercan a Landsman con sus trajes idénticos y con sus peinados serios.

Landsman se incorpora y se da la vuelta con las manos en alto.

—Sois clones, ¿verdad? —dice mientras los tres chicos duros lo rodean—. Al final, siempre resulta que son clones.

—Cállate —dice el chico duro que está más cerca, hablando americano, y Landsman está a punto de expresar su conformidad cuando oye un ruido parecido al que haría algo al mismo tiempo fibroso y blando al ser rasgado lentamente por la mitad.

En el tiempo que tarda en observar en los ojos de los chicos duros que ellos también lo oyen, el ruido se afila y sube de intensidad hasta convertirse en un golpeteo continuo, una hoja de papel atrapada en las palas de un ventilador. El ruido sube de volumen y adquiere más capas. La tos rasposa de un viejo. Una pesada llave inglesa sonando sobre un suelo frío de cemento. La flatulencia de un globo reventado que sale disparado a través de la sala de estar y derriba una lámpara. A través de los árboles aparece una luz, parpadeando y bamboleándose como un abejorro, y de pronto Landsman se da cuenta de lo que es.

—Dick —dice simplemente, y no sin asombro, y un estremecimiento lo recorre hasta los mismos huesos.

La luz es una vieja lámpara de seis voltios, no más potente que una linterna grande, parpadeante y tenue en la penumbra del bosque de piceas. El motor que conduce la luz hacia el grupo de judíos es un V-Twin, hecho a medida. Se puede oír cómo los muelles de la horquilla delantera registran hasta la última sacudida de la carretera.

—Que se vaya a la mierda —murmura uno de los chicos duros—. Él y su puta motocicleta de juguete.

Landsman ha oído distintas historias sobre el inspector Willie Dick y su motocicleta. Hay quien dice que fue construida para un millonario adulto de Bombay de estatura por debajo de la media, otros que originalmente le fue presentada como regalo por su decimotercer cumpleaños al príncipe de Gales, y todavía hay quien dice que una vez perteneció a un fenómeno de feria que realizaba hazañas temerarias en un circo de Texas o de Alabama o de algún lugar igualmente exótico. A primera vista, se trata de una Royal Enfield Crusader normal y corriente de 1961, de color gris plomo bajo el sol y con sus espectaculares adornos cromados restaurados con meticulosidad. Hay que acercarse a ella, o verla al lado de una moto de tamaño normal, para darse cuenta de que ha sido construida a escala dos tercios. Willie Dick, aunque ya es adulto y tiene treinta y siete años, solo mide metro cuarenta.

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