El sindicato de policía Yiddish (36 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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A Baronshteyn se le van los dedos hacia la cintura, después se echa hacia atrás en su asiento y hace una mueca que parece una sonrisa.

—¿Quién sabe que está usted aquí? —dice—. Además del piloto.

Landsman siente una punzada de miedo por Rocky Kitka, que voló boca abajo durante cientos de kilómetros sin darse cuenta. Landsman no sabe gran cosa de estos
yids
del estrecho de Peril, pero parece bastante claro que son capaces de tratar horriblemente mal a un piloto de la tundra.

—¿Qué piloto? —dice.

—Creo que tenemos que asumir lo peor —dice el doctor Roboy—. Está claro que este centro ya no es seguro.

—Ha pasado usted demasiado tiempo con esa gente —dice Baronshteyn—. Ya empieza a hablar como ellos. —Sin apartar la vista de Landsman, se desabrocha el cinturón y se lo pasa por la trabilla que se ha saltado—. Puede que tenga usted razón, Roboy. —Se ajusta el cinturón, bien prieto, con gesto claro de autocastigo—. Pero yo estaría dispuesto a apostar que Landsman no se lo ha dicho a nadie. Ni siquiera a ese compañero suyo, el indio gordo. Landsman está en la estacada, y lo sabe. No tiene apoyo de nadie. Ni jurisdicción, ni prestigio, ni siquiera una placa. No le contaría a nadie que iba a los territorios
indianer
por miedo a que intentaran disuadirlo. O peor, prohibirle que fuera. Le dirían que su juicio se estaba viendo afectado por el deseo de vengar la muerte de su hermana.

Roboy retuerce las cejas por encima de su nariz como si fueran un par de manos angustiadas.

—¿Su hermana? —dice—. ¿Quién es su hermana?

—¿Tengo razón, Landsman?

—Me gustaría poder tranquilizarlo, Baronshteyn. Pero he escrito un relato completo de todo lo que sé sobre usted y su operación.

—¿Ah, sí?

—El falso centro de desintoxicación de jóvenes.

—Ya veo —dice Baronshteyn con gravedad burlona—. El falso centro de desintoxicación para jóvenes. Un relato escalofriante.

—Una tapadera de su asociación con Roboy y Fligler y sus poderosos amigos. —A Landsman le da un vuelco el corazón de tanto que se está aventurando con sus conjeturas. Se pregunta por qué unos judíos querrían un complejo tan grande aquí arriba y cómo consiguieron convencer a los nativos para que les dejaran construirlo. ¿Es posible que compraran una parte de los territorios
indianer
para construir un nuevo McShtetl? ¿O acaso este lugar está destinado a ser el punto de transferencia para una operación de contrabando de hombres, una especie de corredor aéreo
verbover
para salir de Alaska sin necesidad de visados ni pasaportes?—. El hecho de que matara usted a Mendel Shpilman y a mi hermana para impedirles que hablaran de lo que estaba usted haciendo aquí. Y que luego usara sus contactos con el gobierno a través de Roboy y de Flingler para encubrir el choque.

—Y todo esto lo tiene escrito, ¿no?

—Sí, y se lo he mandado a mi abogado para que lo abra en caso de que de repente yo, por ejemplo, desaparezca de la faz de la tierra.

—Su abogado.

—Eso es.

—¿Y qué abogado es ese?

—Sender Slonim.

—Sender Slonim, ya veo —dice Baronshteyn, asintiendo como si la afirmación de Landsman lo hubiera convencido del todo—. Un buen judío, pero un mal abogado. —Se baja deslizándose del taburete y el golpe de sus botas contra el suelo pone punto y final a su examen del prisionero—. Ya tengo bastante. Amigo Fligler.

Se oye un snik y el chirrido de una suela sobre el linóleo, y lo siguiente que sabe Landsman es que una sombra se acerca ominosamente a su ojo derecho. El espacio entre la punta de acero y su córnea se puede medir con un simple pestañeo. Landsman aparta bruscamente la cabeza, pero al otro extremo del cuchillo, Fligler le agarra la oreja y da un tirón. Landsman se encoge de dolor y trata de bajar rodando de la encimera. Fligler le da un golpe a la herida vendada de Landsman con el pomo de su bastón y hace que le estalle una estrella dentada por detrás de los ojos. Mientras está ocupado tañendo como una campana de dolor, Fligler pone a Landsman boca abajo. Se sube encima de él, le tira de la cabeza hacia atrás y le pone el cuchillo en la garganta.

—Puede que no tenga placa —dice Landsman con dificultades. Se dirige al doctor Roboy, que le parece el
yid
menos decidido de todos los que están en la sala—. Pero sigo siendo un
noz
. Si me matáis, os van a llover los problemas sobre lo que sea que tenéis aquí.

—No me parece probable —dice Fligler.

—Es más que improbable —coincide Baronshteyn—. Dentro de dos meses todos vais a
dejar
de ser policías.

La fina cadena de átomos de carbono y de hierro que constituye el rasgo relevante del filo del cuchillo sube un grado de temperatura contra la tráquea de Landsman.

—Fligler… —dice Roboy limpiándose la boca con una mano gigante.

—Por favor, Fligler —dice Landsman—. Degüélleme. Se lo agradeceré. Adelante, nenaza.

Del otro lado de la puerta de la cocina viene un revuelo de voces masculinas nerviosas. Unos pies chirrían en el suelo, listos para llamar a la puerta, y después vacilan. No pasa nada.

—¿Qué pasa? —dice Roboy en tono resentido.

—Tengo que decirle algo, doctor —dice una voz, joven, americana, hablando americano.

—No hagan nada —dice Roboy—. Esperen.

Justo antes de que la puerta se cierre detrás de Roboy, Landsman oye una voz que empieza a hablar, un chorro de sílabas angulosas que su cerebro solo registra como ruido gutural.

Fligler afianza su peso más todavía sobre la parte baja de la espalda de Landsman. A continuación se produce entre ellos esa pequeña incomodidad de los desconocidos que coinciden dentro de un ascensor. Baronshteyn consulta su elegante reloj de pulsera suizo.

—¿En cuánto he acertado? —dice Landsman—. Por curiosidad.

—Ja —dice Fligler—. Me río.

—Roboy es un psicólogo experto en rehabilitación —dice Baronshteyn con aire de paciencia tolerante, y su tono se parece notablemente al de Bina cuando está hablando con una de las cinco mil millones de personas que hay en el mundo a las que considera en última instancia idiotas—. Estaban realmente intentando ayudar al hijo del rabino. La presencia de Mendel aquí era del todo voluntaria. Cuando tomó la decisión de marcharse, no pudieron hacer nada para impedírselo.

—Estoy seguro de que la noticia le rompió a usted el corazón —dice Landsman.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Supongo que un Mendel Shpilman desintoxicado no suponía ninguna amenaza para usted, ¿no? A la condición de usted como heredero natural.


Oy
—dice Baronshteyn—. Hay que ver cuánto sabe usted.

Se abre la puerta de la cocina y Roboy vuelve a entrar con sigilo y con las cejas arqueadas. Antes de que la puerta se cierre de un golpe, Landsman acierta a entrever a dos jóvenes con barba y vestidos con trajes oscuros que les sientan mal. Unos muchachos corpulentos, uno de ellos con el caracol negro de un auricular enroscado en el caparazón de la oreja. En el exterior de la puerta hay una plaquita que dice: «
COCINA EQUIPADA GRACIAS A LA GENEROSIDAD DEL SEÑOR LANCE PEARLSTEIN Y SEÑORA DE PIKESVILLE, MARYLAND
».

—Ocho minutos —dice Roboy—. Diez como mucho.

—¿Viene alguien? —dice Landsman—. ¿Quién? ¿Heskel Shpilman? ¿Por causalidad sabe él que está usted aquí, Baronshteyn? ¿Acaso ha hecho usted un trato con esta gente? ¿Acaso van a entrar en los negocios
verbover
? ¿Y qué querían de Mendel? ¿Iba usted a usarlo para forzar la mano del rabino?

—Me parece a mí que va a tener que releer esa carta que ha escrito —observa Baronshteyn—. O hacer que Sender Slonim le cuente qué es lo que pone.

Landsman oye a gente que va y viene, patas de sillas que chirrían sobre un suelo de madera. A lo lejos, el zumbido y el clic de un motor eléctrico, un carrito de golf que se aleja a toda velocidad.

—Esto no lo podemos hacer ahora —dice Roboy acercándose a Landsman e irguiéndose imponente a su lado. La barba tupida le abarrota la cara entera de los pómulos para abajo, floreciendo en sus orificios nasales, retorciéndose en forma de finos zarcillos desde los lóbulos de sus orejas—. Lo último que él quiere ahora es alguna clase de lío. Muy bien, detective.

Su lenta voz adopta la textura del jarabe y se vuelve repentinamente más cálida. Un afecto mecánico la impregna y Landsman se pone rígido, esperando la cosa mala de la que eso es seguramente indicio, y que resulta ser únicamente un palo que alguien empuña, rápido y experto.

En los segundos soñolientos que preceden a su pérdida de conocimiento, el lenguaje gutural que Landsman ha oído a Roboy le suena como una grabación en los oídos, y es entonces cuando da un salto deslumbrante a la comprensión imposible, como la conciencia repentina que uno tiene dentro de un sueño de haber inventado una gran teoría o haber escrito un elegante poema que por la mañana resulta ser jerigonza. Están hablando, esos judíos que hay al otro lado de la puerta, de rosas e incienso. Están de pie bajo el viento del desierto bajo las palmeras datileras, y Landsman está allí, con una túnica ondeante que lo protege del sol bíblico, hablando hebreo, y todos son amigos y hermanos, y las montañas dan brincos como si fueran carneros y las colinas corderitos.

31

Landsman se despierta de un sueño en que le está dando de comer su oreja derecha a las palas de la hélice de un Cessna 206. Se revuelve bajo una manta pegajosa, eléctrica pero desenchufada, en un cuarto no mucho más grande que el camastro en el que está echado. Se toca con un dedo cauteloso el costado de la cabeza. Allí donde Fligler le ha golpeado originalmente, la carne está hinchada y húmeda. El hombro izquierdo también lo está matando.

En un ventanuco estrecho que hay delante del camastro, una persiana de lamas metálicas deja pasar el gris decepcionado de una tarde de noviembre del sudeste de Alaska. Lo que se filtra en el interior no es tanto luz como un residuo de luz, un día atormentado por el recuerdo del sol.

Landsman intenta incorporarse y descubre que la razón de que le duela tanto el hombro es que alguien ha tenido la amabilidad de esposar su muñeca izquierda a una de las patas de acero del somier del camastro. Con el brazo extendido sobre la cabeza, Landsman ha estado llevando a cabo una especie de quiropráctica brutal sobre su propio hombro al agitarse y dar vueltas mientras dormía. La misma alma caritativa que lo ha encadenado ha sido lo bastante considerada como para quitarle los pantalones, la camisa y la chaqueta, reduciéndolo una vez más a un hombre en calzoncillos.

Se pone en cuclillas en la cabecera del camastro. A continuación se aparta con cuidado del colchón para poder agacharse con el brazo izquierdo en un ángulo más natural y apoyar la mano esposada en el suelo. El suelo es de linóleo amarillo, del color del interior de un filtro de cigarrillo usado, y tan frío como el estetoscopio de un médico forense. En él hay una extensa colección de lemmings de polvo y pelucas de polvo y una mancha con alas de grasa de mosca. Las paredes son de bloques de hormigón pintadas de un tono intenso y brillante de azul dentífrico. En la pared que Landsman tiene junto a la cabeza, una mano familiar ha dejado escrito un mensaje diminuto para él en la franja de mortero que separa dos bloques de hormigón: «
ESTA CELDA DE DETENCIÓN ES CORTESÍA DE LA GENEROSIDAD DE NEAL Y RISA NUDELMAN, SHORT HILLS, NUEVA JERSEY
». Quiere reírse, pero la imagen del alfabeto estrafalario de su hermana en este lugar le pone de punta los pelos de la nuca.

Aparte de la cama, el único mueble que hay en el cuarto, en la esquina de al lado de la puerta, es una papelera de metal. Se trata de una papelera infantil, azul y amarilla y con el dibujo de un perro retozando en un prado de margaritas. Landsman se la queda mirando un largo rato, sin pensar en nada, pensando en la basura de los niños y en los perros de los dibujos animados. La extraña incomodidad que Pluto le ha inspirado siempre, un perro cuyo propietario era un ratón, y que todos los días se tenía que enfrentar con el horror mutacional de Goofy. Un gas invisible le empaña los pensamientos, procedente del tubo de escape de un autobús que alguien ha dejado aparcado con el motor en marcha en medio de su cerebro.

Landsman pasa un minuto o dos más en cuclillas junto al camastro, recogiendo lo que queda de sí mismo como un mendigo que persigue monedas desperdigadas por la acera. Luego arrastra el camastro hasta la puerta y se sienta en él. De una forma que resulta al mismo tiempo metódica y salvaje, se pone a darle patadas a la puerta con los talones desnudos. La puerta es de acero hueco, y el estruendo que hace al recibir las patadas resulta agradable durante un momento, pero enseguida se hace pesado. Luego Landsman prueba con gritos fuertes y repetidos de: «¡Ayuda, me he cortado y estoy sangrando!». Grita hasta quedarse afónico y da patadas hasta que le duelen los pies. Por fin se cansa de gritar y dar patadas. Necesita orinar. Tiene muchas ganas. Mira la papelera primero y la puerta después. Puede que sean los restos de la droga en su sistema, o el odio que siente hacia ese cuartucho donde su hermana pasó su última noche en el mundo y hacia los hombres que lo han encadenado en calzoncillos al mismo. Tal vez todos sus gritos furiosos hayan acabado por engendrar una furia verdadera. Pero la idea de verse obligado a mear dentro de una papelera del Perro Shnapish enfada de verdad a Landsman.

Arrastra la cama hasta la ventana y aparta la persiana traqueteante a un lado. La hoja de la ventana es de vidrio granulado. Ondas de un mundo verde y gris encajadas dentro de un pesado marco de acero. En algún momento —tal vez hasta hace muy poco— hubo un pestillo, pero sus considerados anfitriones lo han sacado. Ahora solamente hay una forma de abrir la ventana. Landsman va a buscar la papelera, arrastrando el camastro de un lado a otro detrás de sí como si fuera un símbolo que le viene a mano. Levanta la papelera, apunta y la lanza contra el vidrio granulado de la ventana alta. La papelera rebota, regresa volando hacia Landsman y le golpea de lleno en la frente. Un momento más tarde, nota el sabor de la sangre por segunda vez en lo que va de día, cuando un hilo de esta le cae por la mejilla hasta la comisura de los labios.

—Shnapish, hijo de puta —dice.

Empuja el camastro hasta apoyarlo contra la pared más larga y luego, trabajando con la mano libre, levanta el colchón del somier. Lo deja de pie, arrimado a la pared de enfrente. Luego agarra el somier por ambos lados y, apoyándolo en las rodillas, lo levanta del suelo. Se queda así un momento, sosteniendo el armazón desvencijado en paralelo a su cuerpo. Se tambalea bajo el peso repentino, que no es enorme pero aun así le cuesta mucho sostener. Da un paso atrás, agacha la cabeza y estrella el somier contra la ventana. En el campo visual deslumbrado de Landsman aparecen de golpe el césped verde y la niebla. Árboles, cuervos, avispones flotantes de cristal roto, las aguas del estrecho grises como el cañón de un arma, un hidroavión de color blanco brillante con detalles rojos. Luego el somier se suelta de las manos de Landsman y se abalanza por entre los colmillos del cristal boquiabierto hacia la mañana.

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