El sindicato de policía Yiddish (38 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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Dick pasa retumbando junto al Zumzum, se detiene con un chirrido y apaga el anciano motor británico. Se baja de la moto y se acerca con andares chulescos a Landsman.

—¿Qué coño es esto? —dice quitándose los guantes, unos guanteletes de cuero negro que muy bien podría llevar Max von Sydow si interpretara a Erwin Rommel. Su voz siempre resulta sorprendentemente intensa y profunda, teniendo en cuenta su cuerpo de niño. Traza un lento recorrido calculador alrededor de la flor y nata de la fuerza policial judía—. ¡Detective Meyer Landsman! —Se gira hacia los chicos duros y hace un estudio de su dureza—. Caballeros.

—Inspector Dick —dice el chico que le acaba de decir a Landsman que se calle. Tiene un aire carcelario, curtido y furtivo, un cepillo de dientes afilado hasta convertirse en arma blanca de fabricación casera—. ¿Qué le trae por nuestros pagos?

—Con todos los respetos, señor Gold… se llama Gold, ¿verdad? Sí… estos son
mis putos
pagos. —Dick sale del grupo de personas que tiene por centro a Landsman. Se asoma para echar un vistazo a la sombra que lo observa todo desde el interior de la portezuela cerrada del Caudillo. Landsman no puede estar seguro, pero quien sea que hay ahí dentro no parece lo bastante grande como para ser Roboy o el hombre dorado del jersey de pingüinos. Una pequeña sombra encorvada, furtiva y atenta—. Yo llegué antes que vosotros y seguiré aquí mucho después de que los
yids
os hayáis ido.

El detective inspector Wilfred Dick es un tlingit purasangre, descendiente del Jefe Dick que infligió la última fatalidad registrada de la historia de las relaciones ruso-tlingits, cuando disparó y mató a un submarinista ruso atrapado y medio muerto de hambre al que sorprendió saqueando sus trampas para cangrejos en la bahía de Stag en 1948. Willie Dick está casado y tiene nueve hijos de su primera y única mujer, a quien Landsman nunca ha visto. Naturalmente, ella tiene reputación de ser una giganta. En 1993 o 1994, Dick completó con éxito la carrera de trineos de Iditarod, quedando noveno entre los cuarenta y siete participantes que terminaron. Tiene un doctorado en criminología por la Universidad de Gonzaga en Spokane, Washington. La primera acción de Dick como hombre adulto de su tribu fue viajar, en un viejo ballenero de Boston, desde la aldea de Dick hasta la bahía de Stag y luego a la sede central de la Policía Tribal de Angoon, con el objeto de persuadir al superintendente de que dejara de lado, en su caso personal, los requisitos de altura mínima para ser agente de la Policía Tribal. Los relatos de cómo esto se llevó a cabo son difamatorios, salaces, difíciles de creer, o bien una combinación de las tres cosas. Willie Dick tiene todos los defectos habituales de los hombres muy bajitos y muy inteligentes: vanidad, arrogancia, exceso de competitividad y una gran memoria para las heridas y los desaires. Al mismo tiempo, es honrado, obstinado y temerario, y le debe un favor a Landsman; Dick también tiene mucha memoria para los favores.

—Estoy intentando imaginar qué estáis tramando, hebreos locos, y cada una de mis teorías es más chunga que la anterior —dice.

—Este hombre es un paciente de aquí —dice Gold—. Estaba intentando darse de alta un poco antes de tiempo, eso es todo.

—Así que le ibais a pegar un tiro —dice Dick—. Menuda puta terapia más chunga, colegas. ¡Joder! Freudiana estricta, ¿no?

Se gira hacia Landsman y lo mira de arriba abajo. La cara de Dick resulta atractiva, en cierta forma, con unos ojos ávidos que operan desde el resguardo de una mente de sabio, un hoyuelo en la barbilla y una nariz recta y regular. La última vez que Landsman lo vio, Dick se veía obligado todo el tiempo a sacar unas gafas de leer del bolsillo de su camisa y a ponérselas. Ahora se ha rendido ante la senectud y ha adoptado unas elegantes gafas italianas de acero negro bruñido, de esas que llevan en las entrevistas sesudas los guitarristas británicos de rock envejecidos. Echada sobre los hombros lleva, como de costumbre, una capa corta, sostenida por una correa trenzada de cuero sin curtir, hecha con la piel de un oso que cazó y mató en persona. Se trata de una criatura afectada, Willie Dick —fuma cigarrillos negros—, pero es un buen detective de homicidios.

—Me cago en la puta, Landsman. Pareces a un puto feto de cerdo que vi una vez dentro de un frasco de conservas.

Se desata la correa trenzada con los dedos de una mano y se quita la capa con un encogimiento de hombros. Luego se la tira a Landsman. Durante un instante Landsman nota la capa tan fría como el acero sobre su cuerpo, pero después se vuelve maravillosamente cálida. Dick mantiene su sonrisa de burla en su sitio, pero, para beneficio de Landsman —y solo Landsman lo puede ver—, extingue hasta el último asomo de humor de sus ojos.

—He hablado con tu ex mujer —dice casi susurrando, con la misma voz que utiliza para amenazar a los sospechosos e intimidar a los testigos—. Después de recibir tu mensaje. Tienes menos derecho a estar aquí que un puto topo africano sin ojos, joder. —Levanta la voz casi hasta el punto de la declamación teatral—. Detective Landsman, ¿qué le dije que iba a hacerle a su culo judío la próxima vez que lo pillara corriendo por territorio indio sin el beneficio de la ropa?

—N-no me acuerdo —dice Landsman acometido por un violento temblor de gratitud y congelación—. D-dijiste muchas cosas.

Dick camina hasta el Caudillo y llama a la portezuela cerrada como si quisiera entrar. La portezuela se abre y Dick permanece detrás de ella y conversa en voz baja con quien sea que está sentado dentro, protegiéndose del frío. Al cabo de un momento Dick regresa y le dice a Gold:

—Su jefe quiere hablar con usted.

Gold rodea la portezuela abierta para hablar con su jefe. Cuando regresa, tiene pinta de que le han arrancado los senos nasales por las orejas y de que culpa a Landsman de ello. Le hace una señal con la cabeza a Dick.

—Detective Landsman —dice Dick—, me temo mucho que está usted arrestado, joder.

32

En la sala de urgencias del hospital indio de Saint Cyril, el médico indio le echa un vistazo a Landsman y lo declara apto para ser encarcelado. El médico se llama Rau y es de Madrás, y ha oído todas las bromas posibles. Es guapo al estilo Sal Mineo, con grandes ojos de obsidiana y una boca que parece una rosa de glaseado de pastel. Congelación leve, le dice a Landsman, nada grave, aunque una hora y cuarenta y siete minutos después de su rescate, Landsman todavía parece incapaz de refrenar los temblores que se elevan desde sus fallas internas para agitarle todo el cuerpo. El frío le llega al tuétano de los huesos.

—¿Dónde está el perrazo con la cosita esa de coñac alrededor del cuello? —dice Landsman después de que el médico le diga que se puede quitar la manta y ponerse la indumentaria carcelaria que hay formando un montón pulcro al lado del fregadero—. ¿Cuándo aparece?

—¿Le gusta a usted el coñac? —dice el doctor Rau como si estuviera leyendo de un libro de frases, como si no tuviera el menor interés ni en su pregunta ni en ninguna respuesta que Landsman pudiera darle. Landsman lo etiqueta de inmediato como un tono clásico de interrogador, tan frío que deja una quemadura. La mirada del doctor Rau permanece decididamente fija en un rincón vacío de la sala—. ¿Es algo que siente usted que necesita?

—¿Quién ha dicho nada de necesitar? —dice Landsman manoseando el botón de la bragueta de unos pantalones raídos de sarga.

Una camisa de trabajo de algodón y zapatillas deportivas de lona sin cordones. Quieren vestirlo como si fuera un borracho de la calle, o un vagabundo de los que duermen en las playas, o alguna otra clase de perdedor que aparece desnudo en el mostrador de admisiones, sin hogar, sin medios visibles de sustento. Las deportivas le vienen grandes, pero todo lo demás le sienta perfecto.

—¿No tiene mono? —Hay un copo de ceniza en la A de la etiqueta identificativa del médico. Él se la quita con una uña—. ¿No está sintiendo ahora mismo que necesita una copa?

—Tal vez solo la
quiero
—dice Landsman—. ¿Se le ha ocurrido esa posibilidad?

—Tal vez —dice el médico—. O tal vez solo le gustan los perros grandes y babosos.

—Muy bien, vale ya, doctor —dice Landsman—. Dejémonos de juegos.

—De acuerdo. —El doctor Rau vuelve su cara gordezuela hacia Landsman. Los iris de sus ojos son como hierro forjado—. Basándome en mi examen, yo diría que está usted experimentando síndrome de abstinencia alcohólica, detective Landsman. Además de la congelación, también sufre usted deshidratación, temblores, palpitaciones y tiene las pupilas dilatadas. Está bajo de azúcar en la sangre, lo cual me dice que probablemente no haya estado usted comiendo. La pérdida de apetito es otro síntoma del síndrome de abstinencia. Su presión sanguínea es alta y su conducta reciente parece haber sido, por lo que veo, bastante errática. Hasta violenta.

Landsman se da un tirón de las solapas arrugadas del cuello de su camisa de trabajo de cambray, intentando alisarlas. Y como persianas baratas, ellas se vuelven a doblar todo el tiempo.

—Doctor —dice—. De un hombre con rayos X en los ojos a otro, respeto su agudeza, pero dígame, por favor, si estuvieran cancelando el país entero de la India y dentro de dos meses lo fueran a arrojar a usted y a todos sus seres queridos dentro de la boca del lobo, sin ningún sitio adonde ir y sin que a nadie le importe una mierda, y encima la mitad del mundo se acabara de pasar los últimos mil años intentando matar hindús, ¿no cree usted que se tiraría a la bebida?

—O eso, o a soltarles el peñazo a médicos desconocidos.

—El perro del coñac nunca va de listillo con el tipo congelado —dice Landsman en tono triste.

—Detective Landsman.

—Sí, doctor.

—Llevo los últimos once minutos examinándolo, y en ese tiempo me ha soltado usted tres extensos discursos. Peñazos, los llamaría yo.

—Sí —dice Landsman, y ahora la sangre le empieza a fluir por primera vez: ruborizándole las mejillas—. Pasa a veces.

—¿Le gusta a usted soltar discursos?

—De vez en cuando.

—Diatribas verbales.

—He oído que las llaman así.

Por primera vez Landsman se da cuenta de que el doctor Rau está masticando algo en secreto, mordisqueándolo con las muelas. Un ligero olor a anís emana de sus labios de color rosa glaseado.

El doctor anota algo en el registro médico de Landsman.

—¿Está usted en la actualidad bajo los cuidados de un psiquiatra o tomando alguna medicación para la depresión?

—¿Depresión? ¿Es que le parezco deprimido?

—En realidad no es más que una palabra —dice el médico—. Estoy contemplando síntomas posibles. Por lo que me ha dicho el inspector Dick, y por el examen que he realizado de usted, parece por lo menos posible que esté usted experimentando tal vez alguna clase de desorden emocional.

—No es usted el primero que me lo dice —dice Landsman—. Siento comunicárselo.

—¿Está tomando medicación?

—No, más bien no.

—¿Más bien no?

—No. Es que no quiero.

—No quiere.

—Es que verá usted. Tengo miedo de perder la gracia.

—Eso explica su afición a la bebida —dice el médico. Sus palabras parecen teñidas de un aroma sardónico a regaliz—. He oído que lo vuelve a uno muy gracioso. —Va hasta la puerta, la abre y un
noz
indio entra para llevarse a Landsman—. En mi experiencia, detective Landsman, si me lo permite —el médico concluye su propia diatriba—, la gente a quien le preocupa perder la gracia a menudo no consigue ver que hace mucho tiempo que perdió todo asomo de la misma.

—Ya habló el swami.

—Encerradlo —dice el médico tirando el registro de Landsman a la bandeja que hay montada en la pared.

El
noz
indio tiene una cabeza que parece un bulbo de secoya y el peor peinado que Landsman ha visto nunca, una especie de híbrido infame entre peinado de cadete y tupé de rockero. Conduce a Landsman por una serie de pasillos vacíos, por un tramo de escaleras de acero y hasta una sala que hay en la parte de atrás de la cárcel de Saint Cyril. La puerta es de acero normal y corriente, sin barrotes. El camastro tiene colchón, almohada y una manta, pulcramente doblada. El retrete tiene asiento. Hay un espejo metálico atornillado a la pared.

—La suite VIP —dice el
noz
indio.

—Tendrías que ver dónde vivo —dice Landsman—. Es casi tan bonito como esto.

—No es nada personal —dice el
noz
—. El inspector quería asegurarse de que lo supiera usted.

—¿Dónde está el inspector?

—Ocupándose de esto. Si recibimos una queja de esa gente, tenemos nueve sabores de mierda de que ocuparnos. —Una sonrisa forzada contorsiona su cara—. Ha dejado usted bastante hecho polvo al judío ese pequeñajo y cojo.

—¿Quiénes son? —dice Landsman—. Sargento, ¿a qué cojones se dedican esos judíos allí arriba?

—Es un centro de retiro —dice el sargento con la misma falta acuciante de emoción que el doctor Rau ha puesto en sus preguntas por el alcoholismo de Landsman—. Para jóvenes judíos díscolos atrapados por la lacra del crimen y las drogas. O por lo menos es lo que yo he oído. Que tenga una buena siesta, detective.

Después de que se marche el
noz
indio, Landsman se arrastra al camastro, se tapa la cabeza con la manta y, antes de que pueda hacer nada para evitarlo, sin que le dé tiempo siquiera de sentir nada y saber que lo está sintiendo, un sollozo se desgaja de algún nicho profundo y le llena la tráquea. Las lágrimas que le inundan los ojos son como sus temblores alcohólicos: no sirven para nada y él no parece capaz de vencerlos. Se aprieta la cara con la almohada y siente por primera vez cuán absolutamente solo lo dejó Naomi.

Para tranquilizarse, regresa a Mendel Shpilman en su cama de la habitación 208. Se imagina a sí mismo tumbado en la cama abatible de aquella celda de paredes empapeladas, repasando los movimientos de la segunda partida de Alekhine contra Capablanca en Buenos Aires en 1927, mientras el caballo convertía su sangre en una riada de azúcar y su cerebro en una lengua que lo lamía. Eso es. Al principio le había sentado bien el traje del Tzaddik Ha-Dor, pero de repente decidió que era una camisa de fuerza. Muy bien. Después vinieron un montón de años desperdiciados. Jugando al ajedrez a cambio de dinero para drogas. Hoteles baratos. Esconderse de los destinos incompatibles que habían elegido para él sus genes y su Dios. Y luego un día unos hombres lo desentierran y le quitan el polvo y lo llevan al estrecho de Peril. Un sitio con un médico, unas instalaciones construidas gracias a la generosidad de los Barry y los Marvin y las Susie de la América judía, donde pueden limpiarlo y remendarlo. ¿Por qué? Porque lo necesitan. Porque tienen la intención de restaurarlo para darle un uso práctico. Y él quiere ir con ellos, con esos hombres. Y acepta hacerlo. Naomi nunca habría llevado en avioneta a Shpilman y a sus acompañantes si se hubiera olido alguna clase de coacción en el asunto. Así que Shpilman tiene algo que ganar en el trato: dinero, la promesa de que lo curen o de recuperar su gloria, la reconciliación con su familia, o una recompensa en drogas al final de todo. Pero cuando llega al estrecho de Peril para empezar su nueva vida, algo hace cambiar de opinión a Shpilman. Algo que descubre, que comprende o que ve. O tal vez simplemente le entra el canguelo. Y se vuelve en busca de ayuda a la mujer que ha hecho de única amiga en el mundo para tanta gente, por lo general para la más perdida. Naomi lo saca de allí con la avioneta, cambiando su plan de vuelo sobre la marcha, y consigue que lo lleve en coche a un motel barato la hija del vendedor de tartas. A modo de pago por la hybris de ella, esos judíos misteriosos hacen que se estrelle su avioneta. Luego salen a cazar a Mendel Shpilman, que se ha vuelto a esconder. A ocultarse de sus yos posibles. Allí tirado en su habitación del Zamenhof, boca abajo en la cama, demasiado colocado para pensar en Alekhine y en Capablanca y en la Defensa de la Reina India. Demasiado colocado para oír que llaman a la puerta.

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