El sindicato de policía Yiddish (40 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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Mediante el silencio que sigue a continuación, proporciona una tercera razón para que Dick les diga lo que sabe.

—Me estás diciendo —dice Dick— que lo tengo que hacer por ti.

—Eso te estoy diciendo.

—Por todo lo que significamos el uno para el otro en la primavera de nuestras vidas.

—Yo no llegaría tan lejos.

—Esto es conmovedor, joder —dice Dick. Se inclina hacia delante y pulsa el botón de su intercomunicador—. Minty, saca mi piel de oso de la basura y tráemela para que pueda vomitar encima. —Suelta el botón antes de que Minty pueda responder—. No pienso mover un puto dedo por ti, detective Berko Shemets. Pero debido a que me caía bien tu hermana, Landsman, te voy a armar el mismo enredo en el cerebro que esas ardillas han armado en el mío, y te voy a dejar que intentes resolver qué demonios significa.

Se abre la puerta y entra una mujer joven y ancha, una vez y media tan alta como su jefe, trayendo la capa de piel de oso como si contuviera el fotorresiduo del cuerpo resucitado de Jesucristo. Dick se pone de pie de un salto, agarra la capa y haciendo una mueca, como si temiera contaminarse, se la ata alrededor del cuello con la correa.

—Encuéntrale a ese un abrigo y un gorro —dice señalando a Landsman con el pulgar—. Algo que eche una buena peste, a tripas de salmón o a vino dulce. Quítale el abrigo a Marvin Klag, está inconsciente en la A7.

34

En verano de 1897, varios miembros del equipo del montañero italiano Abruzzi, recién llegados de su conquista del monte Saint Elias, enardecieron a los parroquianos y operadores telegráficos del pueblo de Yakutat con la historia de que habían visto, desde las laderas del segundo pico más alto de Alaska, una ciudad en el cielo. Calles, casas, torres, árboles, multitudes de gente en movimiento y chimeneas soltando columnas de humo. Una gran civilización en medio de las nubes. Un miembro del equipo llamado Thornton pasó una fotografía entre los presentes. La ciudad captada por la placa borrosa de Thornton fue después identificada como Bristol, Inglaterra, situada a unos cuatro mil kilómetros transpolares de distancia. Diez años más tarde, el explorador Peary se fundió una fortuna en el intento de llegar a Crocker Land, una tierra de picos elevados que él y sus hombres habían divisado colgando del cielo en una expedición anterior al norte. Fata morgana, se llamó al fenómeno. Un espejo hecho de condiciones climáticas y luz y de la imaginación de unos hombres criados a base de cuentos sobre el paraíso.

Meyer Landsman ve vacas, vacas lecheras blancas con manchas rojizas que retozan como ángeles en un amplio más allá de hierba verde.

Los tres policías han recorrido en coche todo el camino hasta el estrecho de Peril para que Dick los pudiera cautivar con esta visión dudosa. Apretados durante dos horas en la cabina de la camioneta de Dick, se han dedicado a fumar, a insultarse entre ellos y a dar tumbos por la Ruta Tribal 2. A través de kilómetros y kilómetros de bosque profundo. Baches del tamaño de bañeras. Lluvia arrojada vandálicamente a puñados sobre el parabrisas. Han cruzado la aldea de Jims, una hilera de tejados de acero a lo largo de una ensenada, casas apelotonadas como las diez últimas latas de judías de la estantería de una tienda de alimentación antes de que llegue el huracán. Perros y niños y aros de baloncesto, una vieja camioneta invadida de hierbas y ramilletes puntiagudos de empetro, una quimera de camión y hojas. Nada más pasar la iglesia portátil de la Asamblea de Dios, la ruta tribal pavimentada ha dejado paso a la arena y la grava. Ocho kilómetros más adelante, se ha convertido en una simple abertura a cuchillo en el lodo. Dick se ha puesto a soltar palabrotas y a luchar con su palanca de marchas mientras su enorme GMC navegaba por las corrientes de barro y arena. El freno y el acelerador estaban ajustados a un hombre de su estatura, y él los ha manejado como si fuera Horowitz navegando a través de una tormenta de Liszt. Cada vez que pillaban un bache, algún trozo crítico de Landsman quedaba aplastado por una losa caída de Shemets.

Cuando se les ha acabado el barro, han abandonado la camioneta y han seguido a pie por un denso bosquecillo de cicuta. El suelo estaba resbaladizo y el sendero era una mera insinuación hecha por trozos de cinta policial amarilla pegada a los árboles. El sendero los ha llevado, después de chapotear y salpicar durante diez minutos en el seno de una densa neblina que de vez en cuando desembocaba en una lluvia de verdad, hasta la verja electrificada donde están ahora. Los pilones de cemento bien hundidos en el suelo y la alambrada bien tensa y regular. Una verja bien colocada, una verja severa. Un gesto brutal teniendo en cuenta que lo han hecho unos judíos en territorio indio, y que por lo que sabe Landsman carece por completo de precedentes o autorización.

Al otro lado de la verja electrificada, la fata morgana reverbera. Hierba. Pastos ricos y resplandecientes. Un centenar de vacas moteadas y saludables de cabezas delicadas.

—Vacas —dice Landsman, y la palabra suena como un mugido de duda.

—Parecen vacas lecheras —dice Berko.

—Son vacas Ayrshire —dice Dick—. Saqué unas fotos la última vez que vine. Un profesor de agricultura de Davis, California, las identificó para mí. «Una variedad escocesa.» —Dick pone voz nasal para burlarse del profesor californiano—. «Conocidas por su resistencia y su capacidad para subsistir en latitudes septentrionales.»

—Vacas —vuelve a decir Landsman. No se puede sacar de encima la extraña sensación de desubicación, de espejismo, de estar viendo algo que en realidad no está ahí. Algo que sin embargo conoce, que reconoce, una realidad que recuerda a medias de cuentos sobre el paraíso o de su propio pasado. Desde la época de las «universidades Ickes», cuando la Corporación para el Desarrollo de Alaska repartía tractores y semillas y sacos de fertilizante entre los fugitivos desembarcados, los judíos del distrito han soñado con la granja judía y han desesperado de ella—. Vacas en Alaska.

La generación del Oso Polar sufrió dos grandes decepciones. La primera y la más estúpida se debió a la ausencia total, aquí en el norte de las fábulas, de icebergs, osos polares, morsas, pingüinos, tundras, nieve en grandes cantidades y, por encima de todo, esquimales. Millares de comercios de Sitka todavía llevan nombres fantasiosos y resentidos como Farmacia La Morsa, o Pelucas y Peluquines El Esquimal, o Taberna de Nanook.

La segunda decepción se conmemora en canciones populares de la época, como «A Cage of Green». Dos millones de judíos se bajaron de los barcos y no encontraron ninguna pradera inmensa salpicada de búfalos. Ningún indio con plumas a caballo. Solamente una cordillera de montañas inundadas y a cincuenta mil aldeanos tlingit ya en posesión de casi toda la tierra llana y aprovechable. Ningún sitio donde desplegarse, donde crecer ni hacer nada que no fuera apelotonarse todos al mismo estilo bullicioso que en Vilna y en Lodz. Los sueños de colonización de un millón de judíos sin tierra, alimentados por las películas, las novelas ligeras y los folletos informativos que repartía el Departamento del Interior de Estados Unidos, segados nada más llegar. Después, cada cierto tiempo, alguna que otra asociación utópica adquiría un trozo de tierra verde que a algún soñador le recordaba un pasto de vacas. Fundaban una colonia, importaban ganado y escribían un manifiesto. Y por fin el clima, los mercados y la vena de fatalismo que impregnaba la vida judía obraban su magia. El sueño granjero languidecía y fracasaba.

Landsman tiene la sensación de estar contemplando ese sueño, lustroso y verde. Un espejismo del viejo optimismo, la esperanza en el futuro con que lo criaron a él. El futuro en sí, piensa ahora, era la fata morgana.

—Esa de ahí tiene algo raro —dice Berko mirando por los prismáticos que ha traído Dick, y Landsman oye el tirón en su voz, como una cuerda de pescar al final de la cual juega un pez.

—Dame eso —dice Landsman cogiendo los prismáticos y poniéndoselos ante la cara. Intenta ver algo, pero todas le parecen vacas normales.

—Esa de ahí. La que hay al lado de esas dos, mirando para el otro lado.

Berko guía los prismáticos con un gesto brusco de la mano, hasta enfocar una vaca cuyo pellejo moteado es tal vez de un rojo más intenso que el de sus hermanas, de un blanco más deslumbrante, y que tiene una cabeza más robusta, menos de señorita. Sus labios se dedican a arrancar la hierba como dedos ávidos.

—Es un poco distinta —admite Landsman—. ¿Y qué?

—No estoy seguro —dice Berko. No acaba de sonar sincero del todo—. Willie, ¿estás seguro de que estas vacas pertenecen a nuestros judíos misteriosos?

—Vimos a los pequeños vaqueros judíos con nuestros propios ojos —dice Dick—. Los del campamento o la escuela o lo que sea. Juntándolas. Conduciéndolas en aquella dirección, hacia el campus. Usaban a una especie de perro escocés mandón para ayudarlos. Mis chicos y yo los seguimos un trecho.

—¿Y ellos no os vieron?

—Estaba oscureciendo. Además, ¿tú qué coño crees? Claro que no nos vieron, somos indios, maldita sea. A menos de un kilómetro adentro, hay una lechería ultramoderna. Un par de silos. Es una explotación de tamaño medio, y está claro que es todo judío.

—Y entonces, ¿qué está pasando aquí? —dice Landsman—. ¿Es un centro de rehabilitación o una granja lechera? ¿O una especie de centro extraño de entrenamiento de comandos que finge ser ambas cosas?

—A tus comandos les gusta beber la leche recién ordeñada —dice Dick.

Se quedan mirando las vacas. Landsman combate el deseo de apoyarse en la verja electrificada. Hay un demonio estúpido dentro de él que quiere sentir el zumbido de la corriente. Y hay una corriente dentro de él que quiere sentir al demonio de la alambrada. Algo le inquieta, le irrita, algo que hay en esa visión, en esa Crocker Land de vacas. Por real que pueda ser, también es imposible. No debería estar aquí; ningún
yid
tendría que haber sido capaz de llevar a cabo semejante gesta inmobiliaria. Landsman ha conocido a muchos de los más grandes y malvados judíos de su generación o bien ha tenido trato con ellos: los ricos, los utópicos locos, los supuestos visionarios y los políticos que hacen girar la ley en sus tornos. Landsman piensa en los señores de la guerra de los vecindarios rusos con sus reservas de armas, diamantes y huevas de esturión. Repasa mentalmente su lista de reyes del contrabando y magnates del mercado gris, gurús de pequeñas sectas. Hombres con influencia, con contactos, con fondos ilimitados. Ninguno de ellos podría haber conseguido algo como esto, ni siquiera Heskel Shpilman o Anatoly Moskowits la Bestia Salvaje. Por muy poderosos que sean, todos los
yids
del distrito están atados con la correa de 1948. Su reino está confinado a su cáscara de nuez. Su cielo es un techo pintado y su horizonte una verja electrificada. El único vuelo que tienen y la única libertad que conocen son los de un globo sujeto con su cordel.

Entretanto, Berko se está dando tirones del nudo de su corbata de una forma que Landsman ha llegado a asociar con la emergencia inminente de una teoría.

—¿Qué pasa, Berko? —dice.

—Que no es una vaca blanca con manchas rojas —dice Berko en tono concluyente—. Es una vaca
roja
con manchas blancas.

Se coloca el sombrero en la parte de atrás de la cabeza y frunce los labios. Da varios pasos atrás para alejarse de la verja y se levanta las perneras de los pantalones. Lentamente al principio, empieza a dar zancadas hacia la verja. Y después, para horror de Landsman, para su espanto y su leve euforia, Berko da un salto. Su mole despega del suelo. Levanta una pierna y dobla la otra detrás de sí. Los bajos de sus pantalones se retraen para revelar unos calcetines verdes y unos tobillos pálidos. Luego desciende, soltando el aire poderosamente, al otro lado de la verja. Se tambalea como resultado de su propio impacto y por fin se sumerge en el mundo de las vacas.

—¿Qué coño has hecho? —dice Landsman.

—Técnicamente, ahora tengo que detenerlo —dice Dick.

Las vacas reaccionan a la intrusión con quejas y protestas, pero sin demasiada emoción. Berko va directo a la que lo está inquietando y se detiene junto a ella. La vaca se aparta con timidez, mugiendo. Él levanta los brazos, con las palmas hacia fuera. Habla con el animal en yiddish, en americano, en tlingit y en bovino antiguo y moderno. Camina a su alrededor lentamente, mirándola de arriba abajo. Landsman ve que Berko tiene razón: esa vaca no es como las demás, ni por su contorno ni por su coloración.

La vaca se somete al examen de Berko. Él le pone una mano sobre el pelo corto y ella espera, con los cascos despatarrados, patizamba y con la cabeza inclinada a un lado para escuchar. Berko se agacha y la mira por debajo. Le pasa los dedos por las costillas, por el cuello y por los tocones de los cuernos, después otra vez por el flanco hasta llegar al armazón, parecido a una tienda de campaña, de las caderas. Allí su mano se detiene, en medio de un trozo de pellejo blanco. Berko se lleva los dedos de la mano derecha a la boca, se humedece las yemas y luego frota en sentido circular el trozo blanco del trasero de la vaca. Aparta los dedos, los contempla, sonríe y frunce el ceño. Luego regresa andando pesadamente por el prado y se detiene frente a la verja, delante de Landsman.

Levanta la mano derecha como si estuviera llevando a cabo una parodia solemne de un indio de cava de puros y Landsman ve que tiene los dedos manchados de blanco.

—Manchas falsas —dice Berko.

Retrocede y va otra vez hasta la verja. Landsman y Dick se apartan de su camino, él salta por los aires y su impacto resuena en el suelo.

—Chuleta —dice Landsman.

—Siempre lo fue —dice Dick.

—Así pues —dice Landsman—, ¿qué me estás diciendo? ¿Que la vaca va disfrazada?

—Eso es lo que digo.

—Alguien le ha pintado manchas blancas a una vaca roja.

—Eso parece.

—Ese dato es relevante para ti.

—En cierto modo —dice Berko—. Y en cierto contexto. Creo que esa vaca podría ser una vaquilla roja.

—Imagino que esto es algo judío —dice Dick.

—Cuando se restaure el Templo de Jerusalén —dice Berko—, y sea hora de hacer las tradicionales ofrendas por los pecados, la Biblia dice que hará falta una vaca de un tipo concreto. Una vaquilla roja, impoluta. Pura. Supongo que son bastante escasas, las vaquillas rojas puras. De hecho, creo que solamente ha habido nueve desde el principio de la historia. Estaría muy bien encontrar una. Sería como encontrar un trébol de cinco hojas.

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