La Espada de Disformidad

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: La Espada de Disformidad
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En el Viejo Mundo no existe una raza tan cruel ni malvada como la de los elfos oscuros. Su malevolencia y odio son legendarios, pero hay un nombre que se destaca por encima de todos los demás: Malus Darkblade.

¡Poseído por el ancestral demonio Tz'arkan, Darkblade debe emprender una peligrosa búsqueda para recuperar cinco objetos de poder o condenar su alma para siempre! ¡Ahora, su atención se centra en la legendaria Espada de Disformidad de Khaine, un arma de inimaginable poder que podría significar la diferencia entre la condenación y la supervivencia!

Dan Abnett, Mike Lee

La Espada de Disformidad

Crónicas de Malus Darkblade 4

ePUB v1.0

Bercebus
25.11.11

1. El zurrón de huesos

Dos lunas llenas flotaban bajas en el cielo del anochecer, relucientes como perlas bruñidas en una mano de añil, justo por encima de los afilados riscos de las montañas situadas al oeste. Su luz iluminaba la inquieta superficie del Mar Maligno con un resplandor de oro pálido, y el aire que llegaba desde el agua era frío y húmedo. A lo largo de la rocosa costa se enroscaban jirones de niebla que se adentraban, inseguros, hacia el norte a través de los susurrantes campos de hierba amarilla y acariciaban levemente las oscuras piedras del camino de los Esclavistas. A medida que avanzara la noche, la niebla se haría cada vez más densa hasta ocultar completamente el camino y adentrarse con voracidad en los bosques de oscuros pinos situados al otro lado.

Los integrantes del pequeño grupo druchii que avanzaba por el sinuoso camino observaban la niebla creciente con algo parecido a desconfiado temor. Tras numerosos días de viaje a lo largo de la costa, sabían que el viento y la niebla penetrarían a través de las finas capas de verano como el cuchillo de un asesino, y les calarían los huesos. Eran todos jóvenes y fuertes —cosa que habían demostrado en más de una ocasión desde que habían salido del hogar—, pero les dolían los músculos y tenían las articulaciones rígidas tras semanas de dormir sobre la húmeda tierra fría. Así que cuando uno de ellos reparó en una pequeña zona despejada con un agujero para fuego de campamento en la linde de los árboles, los miembros del grupo se detuvieron de inmediato para hablar entre sí en voz baja y grave.

La jefa, una mujer alta que llevaba huesos de dedos sujetos en las trenzas de cabello negro, se volvió a mirar a lo largo del camino en dirección norte, en busca de algo que les indicara que su punto de destino podría estar a corta distancia. Ella quería continuar avanzando durante un rato más, pero cuando el hombre que había avistado el claro avanzó hacia el pozo para fuego y señaló un montón de leña preparada que había debajo de un pino cercano, acabó el debate. Con una última mirada inquisitiva hacia el norte, la mujer se reunió con sus compañeros junto al pozo, se echó atrás la capa y se deshizo de los zurrones que le colgaban de los hombros. Los troncos resonaron al ser arrojados a la pequeña depresión del suelo, mientras los druchii murmuraban tranquilamente unos con otros, complacidos ante el pensamiento de un fuego cálido que mantuviera la niebla a raya.

Debido a lo concentrados que estaban en el yesquero y la leña, y en desempaquetar lo que les quedaba de las magras raciones de comida, ninguno de ellos reparó en la delgada figura macilenta que se aproximaba silenciosamente desde las nieblas cercanas a la costa que la ocultaban. La pesada capa forrada de piel de Malus Darkblade estaba cubierta de gotas de agua que destellaban como esquirlas de vidrio y bajaban en regueros por sus gastadas botas de costuras reventadas. El largo pelo negro le colgaba en una espesa mata enredada, casi indistinguible de la piel de lobo que descansaba sobre sus estrechos hombros. La luz lunar le iluminaba el curtido rostro y afilaba los huesudos ángulos de los pómulos y el pálido mentón puntiagudo.

Con las sumidas mejillas y las hundidas cuencas oculares en sombras, se puso a estudiar a los cuatro hombres y dos mujeres que formaban un círculo en torno al pozo para fuego, a pocos metros de él. Uno de los druchii metió un manojo de ramas finas debajo de la leña apilada, cogió el yesquero e hizo saltar un reguero de chispas con unos cuantos golpes diestros, para luego inclinarse a soplar la leña menuda que ya humeaba. Al cabo de unos instantes, una lengua de fuego se alzó de las ramitas y lamió la leña seca, y todos los druchii se inclinaron hacia adelante con expectación al tiempo que tendían las delgadas manos pálidas para sentir el calor que no tardó en aparecer. Malus sonrió con frialdad y apenas notó en la cara los gélidos dedos húmedos con que lo acariciaba la brisa procedente del mar. Unos pocos momentos más, pensó, al tiempo que asentía con la cabeza para sí. Habían mordido el cebo, pero ahora tenía que poner el anzuelo.

Al cabo de pocos momentos, los druchii ya habían logrado un rugiente fuego que iluminaba el claro y pintaba con oscilante luz anaranjada los troncos de los oscuros pinos. Los druchii tomaron una comida fría de galletas duras, pescado seco y queso, y extendieron los pies con cautela hacia las llamas. Tras un largo y duro día de viaje, los hombres y mujeres parecieron relajarse con la embriagadora sensación del calor y la comida en el estómago. Ninguno reparó en que Malus se aproximaba hasta que entró cojeando como un muerto ambulante en el círculo de luz del fuego.

Las conversaciones cesaron. Varios de los druchii se irguieron al tiempo que tendían una mano hacia la espada. Las expresiones de los rostros eran cuidadosamente neutras, pero Malus percibió el destello calculador de los ojos. Estaban midiéndole, decidiendo si debían tratarlo como a un depredador o como a una presa. Sacó ambas manos de debajo de los pliegues de la capa para enseñarles las palmas vacías.

—Bienhallados, hermanos y hermanas —dijo, cautelosamente, con voz baja y ronca; tras dos meses y medio de vivir como un animal en los bosques que flanqueaban el camino de los Esclavistas, había perdido el hábito de conversar—. ¿Podría un compañero de viaje compartir durante un rato vuestro fuego?

Sin aguardar respuesta, se soltó el broche de la capa y se la quitó de los hombros. Debajo llevaba una andrajosa cota de malla ennegrecida y un vapuleado kheitan de piel humana, cortado al estilo rústico del territorio del norte. Una ancha espada recta de la misma procedencia, además de un juego de cuchillos, pendía del cinturón encima de un conjunto de ropones de lana desgarrados y desteñidos. Las negras botas también estaban en pésimas condiciones, con la suela desprendida en las afiladas puntas. Salvo por el anillo grande de rubí que brillaba intensamente en la mano derecha y la banda de plata que destellaba en la izquierda, parecía un autarii medio muerto de hambre o un demente eremita de la montaña.

Malus extendió cuidadosamente la capa sobre el suelo y se descolgó del hombro el zurrón de tela lisa que llevaba. Agudos ojos calculadores fueron de la cara de Malus al zurrón pardo y manchado, para regresar luego a su rostro. Todos los viajeros llevaban zurrones similares que mantenían junto a sí. Al igual que Malus, los druchii vestían ropa sencilla: ropón liso y kheitan, unos con armadura ligera, otros sin ella, y una sola espada o un cuchillo ancho para tratar con los malos encuentros del camino. Si hubieran llevado caballos y tintineantes manojos de grilletes de hierro para esclavos, habrían podido ser comerciantes que se dirigían a Karond Kar en previsión de la cosecha de carne del otoño.

Pasado un momento, la jefa del pequeño grupo se inclinó hacia adelante con un suave susurro de lana, y estudió pensativamente a Malus. Llevaba el cabello recogido en la nuca en una serie de apretadas trenzas que acentuaban su largo rostro de facciones severas. Los ojos color latón de la mujer brillaban como monedas pulimentadas a la luz del fuego.

—¿Has viajado desde muy lejos, hermano? —preguntó.

El noble miró a la mujer a los ojos y se esforzó por ocultar la sorpresa que sentía. Aquellos ojos la señalaban como una suma sacerdotisa de Khaine, el Dios de Manos Ensangrentadas. La distinguían incluso entre otros miembros del templo de Khaine como alguien especialmente favorecida por el Señor del Asesinato.

Malus asintió con lentitud.

—Desde Naggor —replicó, pensando en describir la ruta por el camino de la Lanza hasta más allá de Naggarond, pero se contuvo en el último momento. «No digas más de lo imprescindible», se advirtió a sí mismo—. ¿Y vosotros?

—Venimos del templo de Clar Karond —respondió la mujer, y luego inclinó la cabeza hacia dos hombres que tenía a la derecha—. Y ellos, desde Hag Graef.

Malus continuó asintiendo con la cabeza y mantuvo una expresión cuidadosamente neutra, al tiempo que les dedicaba a ambos la más breve mirada. Su mente trabajaba a toda velocidad y un puño se cerró en torno a su corazón. Dentro de la cabeza le susurró una voz como el sonido de una espada deslizándose sobre hueso desnudo.

—Te advertí sobre esto, pequeño druchii —dijo el demonio, con una voz que destilaba desprecio—. Te reconocerán de un momento a otro, y tu patético plan quedará desbaratado.

—Después de esta noche, no podrás regresar a Hag Graef-le había dicho su madre, cuya voz atravesaba el aullante viento mientras la ciudad ardía en torno a ellos—. Debes buscar la
Espada de Disformidad
de Khaine en la ciudad de Har Ganeth. Tu hermano Urial te espera allí, con la intención de quedarse con la espada.

Así que se había encaminado al nordeste, tras escabullirse fuera del Valle de las Sombras sembrado de cadáveres, con provisiones recogidas entre las ruinas del campamento Naggorita. Viajaba de noche y se mantenía fuera del camino siempre que podía, sabedor de que los suyos irían tras su rastro en cuanto les fuera posible. Una vez que se hubieran apagado los incendios y restaurado el orden en la ciudad, su medio hermano Isilvar enviaría a sus soldados al valle para que examinaran cada cuerpo desgarrado e hinchado con el fin de ver si él yacía entre los caídos. Cuando se dieran cuenta de que había escapado, correría la voz y todos los druchii de la Tierra Fría estarían alerta, porque el hombre o la mujer que entregara a Malus Darkblade —vivo o muerto— a las garras del Rey Brujo, recogería un rescate de drachau en riquezas y favor. No por el hecho de que Malus hubiese conducido un ejército contra su antigua ciudad de origen, sino por el crimen de haber acabado con la vida de su padre, Lurhan, el Vaulkhar de Hag Graef y, por extensión, de un vasallo jurado del propio Malekith. Nadie mataba a alguien propiedad del Rey Brujo sin su licencia, y por eso Malus lo había perdido todo: posición, propiedades, riqueza y ambición, todo le había sido arrebatado por un solo tajo de espada.

Se había creído listo, pero al final les había hecho el juego a sus enemigos. Ahora, Isilvar era el Vaulkhar de Hag Graef, y no sólo poseía las riquezas de Lurhan, sino también las de Malus. Su media hermana Nagaira había conspirado con Isilvar; entre ambos sabían más de lo que Malus había imaginado acerca de su secreta búsqueda por cuenta del demonio Tz'arkan. Tenían conocimiento de las cinco reliquias que necesitaba encontrar con el fin de liberar al demonio de su prisión y recobrar su alma robada. Sabían que buscaría la
Daga de Torxus
en la tumba de Eleuril el Maldito, así que dispusieron las cosas para que Lurhan la consiguiera antes. Y él, ciego ante cualquier cosa que no fuera recuperar las reliquias y librarse del demonio, había rematado los planes de ellos como un perro bien adiestrado.

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