El sindicato de policía Yiddish (52 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—O sea, que a la mierda mis quejas, para empezar.

—Para empezar.

—¿A ti cómo te ha ido?

—Han sido muy amables —dice Bina en tono amargo—. Me he venido abajo por completo. Se lo he contado todo.

—Yo también.

—Así pues —dice ella, señalando la sala donde están con las manos vueltas hacia arriba, como si acabara de hacer desaparecer algo. Su tono jocoso no señala nada bueno—. A ver si lo adivinas.

—Estoy muerto —sugiere Landsman—. El comité me ha rociado con cal y me ha sepultado.

—Pues mira, de hecho —dice ella—, esta mañana me han llamado al móvil, en esta misma sala, a las ocho y cincuenta y nueve. Después de haber hecho un ridículo espantoso y gritado como una posesa hasta que me han dejado salir del Edificio Federal, para poder venir aquí y asegurarme de estar en esa silla detrás de ti, a tiempo y lista para plantarme y defender a mi detective.

—Mmm…

—Han cancelado tu audiencia.

Bina mete la mano en su bolso, hurga en el interior y saca una pistola. La añade a la batería compuesta de su mirada de rifle y las puntas de sus zapatos puntiagudos. Una M-39 recortada. De su cañón cuelga por un cordelito una etiqueta de papel Manila. Ella la mueve trazando una curva en dirección a la cabeza de Landsman. Él consigue cazar la pistola al vuelo, pero no puede atrapar el portainsignias que viene volando detrás de ella. Luego viene una bolsita que contiene el broche de Landsman. Otro breve registro de su bolso produce un impreso de aspecto asesino y sus secuaces triplicados.

—Después de que se haya devanado usted los sesos con este DPD-2255, detective Landsman, habrá sido reincorporado, con paga completa y prestaciones, como miembro activo de la Policía del distrito, División Central de Sitka.

—Vuelvo a trabajar.

—¿Cuánto tiempo? ¿Cinco semanas más? Que lo disfrutes.

Landsman sopesa el
sholem
como un héroe shakespeariano que contempla un cráneo.

—Tendría que haber pedido un millón de dólares —dice—. Apuesto a que habría aceptado.

—Que se vaya a la mierda —dice Bina—. Que se vayan todos a la mierda. Siempre he sabido que estaban ahí. Ahí abajo en Washington. Ahí arriba por encima de nuestras cabezas. Manejando los hilos. Trazando las directivas. Por supuesto que sabía eso. Lo sabíamos todos. Todos hemos crecido sabiendo eso, ¿verdad? Nos dejan estar aquí de mala gana. Somos invitados. Pero hacía tanto tiempo que nos dejaban en paz, que no se metían en nuestras cosas, que era fácil engañarse a uno mismo. Creerse que uno tenía un poco de autonomía, una pizca, nada espectacular. Yo creía que estaba trabajando para
todo el mundo
. Ya sabes. Sirviendo al público. Defendiendo la ley. Pero en realidad solamente estaba trabajando para Cashdollar.

—Tú crees que me tendrían que haber despedido, ¿verdad?

—No, Meyer.

—Sé que me paso un poco de la raya. Que me guío por presentimientos. Que voy de bala perdida.

—¿Crees que estoy enfadada porque te han devuelto la placa y la pistola?

—Bueno, no tanto por eso, no. Pero lo de que cancelen la audiencia… Yo sé que a ti te gusta hacer las cosas siguiendo el manual.

—Me gusta seguir el manual —dice ella con voz tensa—. Yo creo en el manual.

—Ya lo sé.

—Si tú y yo hubiéramos seguido un poco más el manual… —dice ella, y entre ellos parece elevarse algo peligroso—. Tú y tus presentimientos, mal rayo los parta.

Entonces él siente el deseo de contársela a ella: la historia que lleva contándose a sí mismo los últimos tres años. Que después de que le arrancaran a Django del cuerpo a ella, Landsman detuvo al médico en el pasillo de delante del quirófano. Bina le había dado instrucciones a Landsman de que le preguntara a aquel buen médico si le podían dar alguna utilidad, para algún proyecto o estudio, a los huesecillos y órganos a medio formar.

—Mi mujer se estaba preguntando… —empezó a decir Landsman, luego le falló la voz.

—¿Si había algún defecto visible? —dijo el médico—. No. Nada de nada. El bebé parecía ser normal. —Y añadió, demasiado tarde, al ver la expresión de horror que floreció en la cara de Landsman—: Por supuesto, eso no quiere decir que no hubiera ningún defecto.

—Por supuesto —dijo Landsman.

Nunca volvió a ver a aquel médico. El destino final del pequeño cuerpo, del niño que Landsman sacrificó al dios de sus oscuros presentimientos, fue algo que él nunca tuvo corazón ni estómago para investigar.

—Yo he hecho el mismo puto trato, Meyer —dice Bina antes de que él se pueda confesar con ella—. Por mi silencio.

—¿Que te dejen seguir siendo poli?

—No. Que te dejen a ti.

—Gracias —dice Landsman—. Muchas gracias, Bina. Te lo agradezco.

Ella se aprieta la cara con las manos y se masajea las sienes.

—Yo también te lo agradezco a ti —dice ella—. Te agradezco que me recuerdes la mierda que es todo esto.

—No se merecen —dice él—. Me alegro de haber sido útil.

—Puto señor Cashdollar. No se le mueve ni un pelo de la cabeza. Es como si los tuviera soldados.

—A mí me ha dicho que no tuvo nada que ver con lo de Naomi —dice Landsman. Hace una pausa y se mordisquea el labio—. Me ha dicho que fue el hombre que había en su puesto antes que él.

Intenta mantener la cabeza alta mientras lo dice, pero al cabo de un momento se encuentra a sí mismo mirándose las costuras de los zapatos. Bina estira la mano, vacila y por fin le da un apretón cariñoso en el hombro. Le deja la mano sobre el cuerpo durante un par de segundos, el tiempo suficiente para desgarrar un par de costuras en Landsman.

—También ha negado estar involucrado en lo de Shpilman. Aunque me he olvidado de preguntarle por Litvak. —Landsman levanta la vista y ella aparta la mano—. ¿No te ha dicho a ti Cashdollar adónde se lo han llevado? ¿Está de camino a Jerusalén?

—Ha intentado hacerse el misterioso sobre la cuestión, pero creo que simplemente no tiene ni idea. Le he oído hablar por su teléfono móvil y decirle a alguien que iban a traer un equipo forense de Seattle para que inspeccionara la habitación del Blackpool. Tal vez lo ha dicho para que yo lo oyera. Pero tengo que decir que todos parecían desconcertados en relación con nuestro amigo Alter Litvak. Parece que no tienen ni idea de dónde está. Tal vez ha cogido el dinero y se ha largado. A estas alturas ya podría estar a medio camino de Madagascar.

—Tal vez —dice Landsman, y luego, más despacio—: tal vez.

—Que Dios me asista, noto que se acerca otro presentimiento.

—Me has dicho que me dabas las gracias.

—Lo decía con ironía, sardónicamente. Sí.

—Mira, me iría bien un poco de apoyo. Quiero echarle otro vistazo a la habitación de Litvak.

—No podemos ir al Blackpool. Todo el establecimiento está sellado por alguna clase de operación federal secreta.

—Pero es que yo no quiero entrar en el Blackpool. Quiero ir debajo del Blackpool.

—¿Debajo?

—He oído que podría haber, bueno, túneles allí abajo.

—Túneles.

—Túneles Varsovia, creo que se llaman.

—Necesitas que te coja la mano —dice ella—. En un viejo túnel oscuro y terrible.

—Solo en sentido metafórico —dice él.

43

En lo alto de las escaleras, Bina saca una linterna-llavero de su bolso de piel de borrego y se la pasa a Landsman. La linterna anuncia, o tal vez representa a modo de alegoría, los servicios de una funeraria de Yakovy. Luego aparta a un lado unos cuantos expedientes, un fajo de documentos judiciales, un cepillo para el pelo de madera, un boomerang momificado que muy bien podría haber sido un plátano dentro de una bolsa con autocierre, un ejemplar de
People
, y por fin saca un arnés negro y blando que sugiere juegos sexuales sadomasoquistas y equipado con una especie de botecito redondo. Mete la cabeza en él y se envuelve el pelo con la redecilla negra. Cuando se incorpora y gira la cabeza, una lente plateada reluce y se apaga, peinando con su luz la cara de Landsman. Landsman nota la inminencia de la oscuridad, siente que la misma palabra «túnel» le abre un surco en la caja torácica.

Bajan las escaleras y cruzan la sala de objetos perdidos. La marta disecada les dedica una sonrisa lasciva cuando pasan a su lado. El lazo de cuerda de la portezuela del hueco se balancea. Landsman trata de recordar si lo devolvió a su gancho antes de su poco gloriosa retirada del pasado jueves por la noche. Permanece allí de pie, peinando sus recuerdos, y por fin se rinde.

—Yo voy primero —dice Bina.

Se apoya en sus rodillas desnudas y se introduce lentamente por el hueco. Landsman se queda esperando atrás. Su pulso acelerado, su lengua seca, sus sistemas autónomos están atrapados en la tediosa historia de su fobia, pero la radio a galena que le entregan a todos los judíos al nacer, sintonizada para recibir transmisiones del Mesías, resuena al ver el culo de Bina, su larga curva hendida que parece alguna clase de letra de un alfabeto mágico, una runa con poder para mover a un lado la losa de piedra tras la cual él ha sepultado su deseo de ella. Le traspasa el corazón la idea de que, por potente que sea el hechizo que ese culo sigue ejerciendo sobre él, ya nunca más volverá a tener permiso, maravilla de maravillas, de morderlo. Luego el trasero desaparece en la oscuridad, junto con el resto de ella, y Landsman se queda abandonado a su suerte. Murmura para sí mismo, razona consigo mismo, se desafía a sí mismo a ir detrás de ella, y entonces Bina dice: «Entra», y Landsman obedece.

Ella abarca con las yemas de los dedos un arco del disco de contrachapado, lo levanta y se lo pasa a Landsman, con el resplandor de la linterna de él parpadeando sobre su cara y con una solemnidad traviesa que él llevaba años sin ver. Cuando eran chavales, él se colaba en el dormitorio de ella por la noche, entrando y saliendo a hurtadillas por la ventana para dormir con ella, y aquella era la cara que ella ponía al levantar la ventana de guillotina.

—¡Hay una
escalera de mano
! —dice ella—. Meyer, ¿no bajaste por ella la noche que estuviste aquí?

—Bueno, no, es que yo no, la verdad es que no estaba…

—Ya, vale —dice ella en tono amable—. Ya lo sé.

Ella desciende poco a poco, un peldaño de acero tras otro, y nuevamente Landsman la sigue. Cuando Bina se deja caer al fondo, él oye su gruñido y el ruido metálico de sus zapatos. Luego él cae a la oscuridad. Ella lo atrapa y consigue a medias mantenerlo de pie. La lámpara que tiene Bina en la frente salpica de luz aquí, aquí y allí, trazando un rápido bosquejo del túnel.

Se trata de otra tubería de aluminio, que discurre en perpendicular a la tubería por la que acaban de bajar. Cuando Landsman se incorpora, su sombrero roza el arco superior de la misma. Por detrás de ellos termina en una cortina de tierra negra y húmeda y por el otro lado se aleja de ellos en línea recta, por debajo de la calle Max Nordau y en dirección al Blackpool. El aire es frío y errático, con un matiz a hierro. Hay colocado un suelo de enchapado, y mientras avanzan por el mismo repiqueteando, sus luces captan las huellas de los hombres que han pasado por allí.

Cuando calculan que deben de andar por la mitad de Max Nordau, se cruzan con otra tubería que discurre hacia el este y hacia el oeste, conectando el túnel en el que están con la red instalada para defenderse de la probabilidad de la futura aniquilación. Túneles que llevan a túneles, almacenes y búnkers.

Landsman piensa en la cohorte de
yids
que llegaron con su padre, aquellos que no estaban rotos por el sufrimiento ni el horror, sino más bien llenos de decisión. Los antiguos partisanos, los miembros de la resistencia, pistoleros comunistas, saboteadores sionistas de izquierdas —la chusma, como se les caracterizaba en los periódicos del sur— que aparecieron en Sitka después de la guerra con sus almas vulcanizadas y que libraron con los Osos Polares como Hertz Shemets su breve batalla destinada al fracaso por el control del distrito. Lo sabían, aquellos hombres osados y devastados, sabían igual que conocían el sabor de sus lenguas en sus bocas que un día sus salvadores los traicionarían. Llegaron a aquel país salvaje que nunca había visto a un judío y se dedicaron a prepararse para el día en que se les juntaría a todos, se les expulsaría, se les obligaría a plantarse. Luego, uno por uno, aquellos hombres y mujeres listos como el hambre y llenos de rabia serían captados por el sistema, disuadidos, engordados, enfrentados los unos a los otros, o bien desdentados por el tío Hertz y sus interminables operaciones.

—No todos —dice Bina con una voz, como la de Landsman, que rebota haciendo carambolas en las paredes de aluminio del túnel—. Algunos de ellos simplemente se acomodaron aquí. Empezaron a olvidarse un poco. Se sintieron en casa.

—Supongo que eso es lo que pasa siempre —dice Landsman—. Egipto. España. Alemania.

—Se debilitaron. Es humano debilitarse. Tenían sus vidas. Venga ya.

Siguen los plafones hasta que llegan a otra tubería que sube hacia arriba, también recorrida por una escalera de mano.

—Esta vez ve tú primero —dice Bina—. Deja que sea yo quien te mira el culo para variar.

Landsman sube a pulso hasta el peldaño más bajo y luego trepa hasta lo alto. A través de una grieta o un agujero de la tapa que cierra el extremo superior de la tubería se entrevé un resquicio de luz débil. Landsman hace fuerza contra la trampilla y esta le devuelve la presión, una gruesa lámina de contrachapado que se niega a moverse y a doblegarse. Él la empuja con el hombro.

—¿Qué pasa? —dice Bina desde debajo de los pies de él, con la luz de su lámpara temblándole en los ojos.

—No se mueve —dice Landsman—. Debe de haber algo encima. O tal vez…

Busca a tientas el agujero y su mano roza algo frío y rígido. Se aparta instintivamente y al cabo de un momento sus dedos regresan para distinguir el tacto de una vara de hierro, un cable, muy tenso. Lo enfoca con su linterna. Un cable encauchado, anudado y pasado por el interior del agujero de la tapa, luego tensado al máximo y amarrado al peldaño superior de la escalera de mano que hay debajo.

—¿Qué hay, Meyer? ¿Qué han hecho?

—La han amarrado bien para que nadie pueda bajar detrás de ellos —dice Landsman—. La han atado con una buena cuerda.

44

Un viento
ganef
ha llegado procedente del continente para saquear el tesoro de lluvia y niebla de Sitka, dejando atrás nada más que telarañas y un penique reluciente dentro de una bóveda de azul pulimentado. A las 12.03 el sol ya ha fichado a la salida del trabajo. Al hundirse, mancha los adoquines y el estuco de la plaza con una vibración de luz color violín que habría que ser una piedra para no encontrar conmovedora. Puede que Landsman, mal rayo lo parta, sea un
shammes
, pero no es una piedra.

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