—No, camarada Elías.
—Eso quiere decir que no te han hecho para que lo comprendas. Acepta mi palabra de que si fueses un hombre lo comprenderías.
Daneel inclinó la cabeza en signo de aquiescencia y permaneció de pie e inmóvil, mientras Baley se dirigía lentamente hacia la puerta de la estancia. Los tres robots se separaron para dejarle pasar, manteniendo sus ojos fotoeléctricos clavados en Daneel.
Baley iba al encuentro de la libertad, y su corazón palpitaba tumultuosamente ante esta idea. De pronto, casi cesaron sus latidos. Otro robot se aproximaba a la puerta desde el lado opuesto. ¿Se había estropeado su plan?
—¿Qué quieres, muchacho? —le espetó.
—Ha llegado un mensaje para usted, señor, de las oficinas de la Dirección General de Seguridad.
Baley cogió la cápsula personal que el robot le tendía, y ésta se abrió de inmediato. Una tira de papel finamente inscripta se desenrolló. (Aquello no le sorprendió lo más mínimo. Solaria tendría ya registradas sus huellas dactilares, y la cápsula había sido ajustada para que se abriese al contacto de sus circunvoluciones personales.)
Leyó el mensaje y su semblante alargado brilló de satisfacción. Era el permiso oficial para celebrar entrevistas
visuales
, de acuerdo siempre con los deseos de los entrevistados, a quienes, sin embargo, se pedía que prestasen
a los agentes Baley y Olivaw
la mayor cooperación.
Attlebish había capitulado llegando hasta el extremo de anteponer el nombre del terrestre. Se presagiaba un excelente comienzo y, por fin, podría llevar la investigación como él deseaba.
Baley se encontraba de nuevo en un vehículo aéreo que le recordaba su viaje de Nueva York a Washington. Esta vez, sin embargo, había una diferencia; sus ventanas eran transparentes.
Hacía un día claro y radiante, y desde su asiento Baley veía las ventanillas como manchas de azul. Manchas sin relieve y sin rasgos característicos, y se esforzó por no dejarse intimidar ni acurrucarse en su asiento. Sólo ocultaba la cara entre las rodillas cuando le era absolutamente imposible seguir soportando la luz.
Había decidido pasar aquella prueba por su propia elección. Su sentimiento de triunfo y libertad, después de derrotar a Attlebish y a Daneel, y su convicción de haber defendido la dignidad terrestre ante los hombres del espacio, así lo exigían.
Empezó dirigiéndose a pie por el terreno abierto hacia el avión que le esperaba, con una especie de jubilosa embriaguez que resultaba casi agradable, y ordenó que no tapasen las ventanas, poseído de una gran confianza en sí mismo.
Tengo que acostumbrarme a la luz, se dijo, y se puso a mirar el azul hasta que su corazón empezó a latir con fuerza y se le hizo un nudo en la garganta.
De vez en cuanto tenía que cerrar los ojos y ocultar la cara bajo la cubierta protectora de sus brazos. Poco a poco fue desapareciendo su confianza, y ni siquiera el contacto de la funda de su desintegrador nuevamente cargado podía devolverle el aplomo.
Trató de concentrarse en su plan de ataque. Ante todo, enterarse de las costumbres del planeta. Esbozar el cuadro general de su vida y colocar a cada cual en dicho cuadro de manera lógica y coherente.
¡Tenía que ver a un sociólogo!
Pidió a un robot que le nombrase al sociólogo más eminente de Solaria. Por lo menos, los robots tenían una cosa buena: no hacían preguntas innecesarias.
El robot le dio el nombre pedido y sus estadísticas vitales, e hizo una pausa para observar que probablemente el sociólogo estaría almorzando y, por lo tanto, era posible que no desease establecer contacto hasta más tarde.
—¡Almorzando! —exclamó Baley—. No digas ridiculeces. Aún faltan dos horas para el mediodía.
El robot repuso:
—Utilice la hora local, señor.
Baley se le quedó mirando hasta que lo comprendió. En la Tierra, con sus ciudades enterradas, el día y la noche, la vigilia y el sueño constituían períodos convencionales, ajustados a las necesidades de la comunidad y del planeta. En un mundo como aquel, expuesto sin protección a los rayos solares, el día y la noche no podían fijarse caprichosamente, sino que la naturaleza los imponía
velis nolis
al hombre.
Baley trató de imaginarse un mundo como una esfera iluminada y oscura, alternativamente, a medida que giraba. Esto le fue muy difícil y sintió gran desprecio por los hombres del espacio, que se las daban de superiores, pero dejaban que cosas tan esenciales como el tiempo les fuesen impuestas por los caprichos de los movimientos planetarios.
—Es igual. Ponme en contacto con él —ordenó.
Varios robots esperaban el avión cuando éste aterrizó. Baley salió de nuevo al aire libre y se puso a temblar como un azogado.
Dirigiéndose al robot más próximo, murmuró:
—Deja que me apoye en tu brazo, muchacho.
El sociólogo le esperaba al fondo de un vestíbulo, sonriendo forzadamente.
—Buenas tardes, señor Baley.
Baley asintió sin aliento.
—Buenas tardes, señor. ¿Le importaría tapar las ventanas?
—Ya las he mandado tapar. Algo sé acerca de las costumbres de la Tierra. Tenga la bondad de seguirme.
Baley le siguió sin requerir la ayuda de ningún robot. Su anfitrión le precedía a considerable distancia por un verdadero laberinto de vestíbulos. Cuando tomó asiento en una estancia amplia y de complicado adorno, se alegró de poder descansar por fin.
En las paredes de la sala se abrían pequeños nichos cóncavos, cada uno de los cuales se hallaba ocupado por estatuillas de color rosa y oro. Eran figuras abstractas muy agradables de mirar, aunque de momento no se adivinaba su significado. Un enorme mueble cuadrado sobre el que se alzaban objetos cilíndricos blancos y oscilantes y del que surgían numerosos pedales, hacía pensar en un instrumento musical.
Baley miró al sociólogo, que permanecía de pie ante él. Aquel hombre del espacio era exactamente igual a como lo había visualizado por la mañana: alto, delgado y de nívea cabellera. Su cara era afilada como una cuña, tenía la nariz prominente y los ojos, hundidos y vivaces. Se llamaba Anselmo Quemot.
Cambiaron una mirada sostenida hasta que Baley creyó que ya podía confiar en su voz, que adquiriría su tono normal. La primera observación que hizo nada tenía que ver con la investigación, y surgió de un modo completamente fortuito:
—¿Me permite beber algo?
—¿Beber algo? —La voz del sociólogo era demasiado estridente para resultar agradable—. ¿Quiere agua?
—Preferiría una bebida alcohólica.
El sociólogo demostró una gran turbación, como si las obligaciones de la hospitalidad fuesen algo desconocido para él.
Desde luego, pensó Baley; era de imaginar. En un mundo donde la visualización imperaba, a nadie se le ocurriría invitar a otra persona a beber o a comer.
Un robot le sirvió una tacita de bruñido esmalte que contenía un líquido de color ligeramente rosado. Baley lo olió cautelosamente y lo probó aún con mayores precauciones. El pequeño sorbo de líquido se evaporó en su boca con un efecto de agradable calor, esparciendo un aroma delicioso. El siguiente sorbo fue más sustancioso.
Quemot le dijo:
—Si desea usted más...
—No, gracias, de momento no. Le agradezco mucho, señor Quemot, que haya accedido a verme.
Quemot se esforzó en sonreír, pero fracasó en su intento.
—Hacía mucho tiempo que no veía a nadie. Puede usted creerme.
Casi se estremeció al pronunciar estas palabras.
—Imagino que esta entrevista le resultará muy difícil.
—Efectivamente.
Quemot se volvió con brusquedad y se refugió en una silla situada en el extremo opuesto de la habitación. Colocó la silla de manera que casi le daba la espalda a Baley, y se sentó. Cruzó con nerviosismo sus manos enguantadas, mientras las aletas de su nariz temblaban.
Baley terminó de beber, notando un agradable calorcillo esparcirse por sus miembros, mientras parecía recuperar parte de su perdida confianza.
—Exactamente, ¿qué efecto le produce mi presencia aquí, doctor Quemot? —le preguntó.
El sociólogo murmuró:
—Me hace usted una pregunta de lo más inadecuado y personal.
—Lo sé. Pero creo haberle explicado, cuando le visualicé esta mañana, que estoy llevando a cabo una pesquisa criminal y que tendré que hacerle muchas preguntas, algunas de las cuales serán forzosamente personales.
—Haré lo posible por ayudarle. Sólo le ruego que procure hacerme preguntas decentes.
Hablaba sin mirarle. Cuando su mirada se cruzaba con la de Baley, la apartaba al instante. El terrestre dijo:
—No le pregunto sobre sus sentimientos personales por simple curiosidad, sino porque esto es de un interés esencial para mi investigación.
—No lo comprendo.
—Tengo que saber el mayor número de cosas sobre este mundo, y comprender los sentimientos de los solarianos en los aspectos más corrientes de la vida. ¿Comprende usted?
Quemot no miró en absoluto a Baley al decir, lentamente:
—Mi esposa falleció hace diez años. Verla me resultaba bastante embarazoso, pero, como es natural, me acostumbré con el tiempo, y mi mujer, afortunadamente, era muy discreta. Desde que falleció, no me han asignado otra esposa porque ya he pasado la edad de... de... —miró implorante a Baley, como suplicándole que le dispensara de pronunciar aquella palabra, y viendo que éste no lo hacía, completó, en voz más baja—:engendrar. Al no tener esposa, me he ido acostumbrando a no ver a nadie.
—Pero, ¿qué siente usted ahora? —insistió Baley— ¿Experimenta pánico, acaso?
Pensó en sí mismo cuando se hallaba en el avión.
—No. No siento pánico—. Quemot volvió la cabeza para dirigir una furtiva mirada a Baley y, casi de inmediato, desvió la vista—. Le seré franco, señor Baley. Me da la impresión de que puedo olerle.
Baley se recostó maquinalmente en su asiento, estupefacto.
——¿Olerme?
—Pura imaginación, desde luego —dijo Quemot—. No puedo decir si realmente huele ni precisar siquiera si ese olor, en caso de existir, es fuerte, porque mis filtros nasales me protegerían. Sin embargo, la imaginación basta para...
Y se estremeció.
—Comprendo.
—Aún es peor. Le ruego que me perdone, señor Baley, pero en presencia de otro ser humano me domina la desagradable sensación de que algo viscoso puede tocarme. Esto hace que me encoja amedrentado. Es una sensación muy penosa.
Baley se frotó pensativo la oreja, esforzándose por no mostrar disgusto. Después de todo, se trataba de la reacción de un neurótico ante una costumbre convencional.
—Si es eso cierto, me sorprende que accediese a verme con tal prontitud. Ya podía usted imaginar lo mal que iba a pasarlo.
—Así es, pero no pude dominar mi curiosidad al pensar que era usted un terrestre.
Baley reflexionó irónicamente que esa era una razón más para evitar verle, pero se limitó a preguntar:
—Yeso ¿qué importa?
En la voz de Quemot vibró una especie de entusiasmo espasmódico.
—No es fácil de explicar. Ni siquiera para mí. Pero me dedico a la sociología desde hace diez años. He trabajado muy en serio en el desarrollo de postulados del todo nuevos y sorprendentes, pero que en el fondo son absolutamente ciertos. Debido a uno de estos postulados, se ha despertado en mí un extraordinario interés por la Tierra y los terrestres. Tenga en cuenta que si se consideran cuidadosamente la sociedad de Solaria y su modo de vida, se pone de manifiesto que una y otro se basan en los de la Tierra.
Baley no pudo evitar una exclamación de sorpresa.
Quemot le miró de soslayo, en silencio. Por último dijo:
—No me refiero a la cultura de la Tierra. No.
Baley lanzó un suspiro más apagado.
—Me refiero a la antigüedad, a la antigua historia de la Tierra, que usted, como terrestre, debe conocer.
—Sí, he visto algunos libros—aventuró Baley.
—Entonces, me comprenderá.
Baley, que en realidad no le comprendía, dijo:
—Permítame que le explique cuál es el objeto de mi visita, doctor Quemot. Quiero que me diga por qué Solaria es tan diferente de los restantes Mundos Exteriores, por qué existen tantos robots en ella, y por qué se comporta usted de un modo tan extraño. Discúlpeme por cambiar de tema.
En realidad, Baley deseaba desviar la conversación. Si se ponían a hablar de las semejanzas y diferencias existentes entre las culturas de Solaria y de la Tierra, se pasaría el día entero allí y se quedaría tan informado como antes.
Quemot sonrió.
—¿Quiere usted comparar Solaria con los restantes Mundos Exteriores o Solaria con la Tierra?
—La Tierra ya la conozco, doctor Quemot.
—Como usted desee. —El solariano tosió ligeramente—. ¿Le importaría que me volviese completamente de espaldas? Me sentiría más..., más a gusto.
—Como usted desee, doctor Quemot —repuso Baley secamente.
—Gracias.
Un robot giró la silla, obedeciendo la orden que le dio Quemot en voz baja, y el sociólogo permaneció sentado y oculto a la vista de Baley por el alto respaldo de la silla. Entonces, su voz adquirió más animación e incluso se hizo más profunda y más fuerte, a1 decir:
—Solarla fue colonizada hace unos trescientos años. Los primeros colonos que vinieron eran nexonianos. ¿Conoce usted Nexon?
—Creo que no.
—Está cerca de Solaria, a una distancia de sólo dos
parsecs
. En realidad, Solaria y Nexon representan toda la Galaxia. Solaria, incluso antes de que la habitase el hombre, tenía vida propia y era muy apta para el asentamiento humano. Representó un evidente espejuelo para los magnates de Nexon, a los que resultaba difícil mantener su elevado nivel de vida debido al exceso de población de su planeta.
—¿Exceso de población? —Le interrumpió Baley— Creía que los hombres del espacio practicaban el control de natalidad.
—Solaria lo practica, en efecto, pero el resto de Mundos Exteriores, en general, lo practican de una manera harto negligente. La población de Nexon alcanzaba ya los dos millones por aquella época, lo cual hacía necesario empezar a regular el número de robots que podía poseer una familia. Entonces, aquellos nexonianos que pudieron hacerlo, establecieron residencias veraniegas en Solaria, que era fértil, templada y sin fauna peligrosa.