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Authors: Andrés Vidal

Tags: #Narrativa, #Historica

El sueño de la ciudad (20 page)

BOOK: El sueño de la ciudad
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—Sí, no está mal. Las armas son un buen negocio: seguro, fiable, sin riesgos… Pero muy trillado, Ferran, muy trillado. Yo sé de uno mejor. Más inofensivo, más discreto, menos comprometedor… ¿Otra copa, amigo Ferran?

Dimas esperaba sentado sobre el capó del Hispano-Suiza. El goteo de personalidades había dejado el aparcamiento casi vacío. Durante la espera, los empleados habían ido agrupándose y parecían articular una pequeña celebración similar a la que tenía lugar dentro. Casi todos eran chóferes y muchos iban con uniforme. Todos ellos lo miraban raro; le concedían una posición de superioridad por ir vestido elegantemente de calle y sentían hacia él cierta envidia. En general, estas actitudes y las complicidades o el respeto entre ellos se traslucían en sus conversaciones y dependían en gran medida de la importancia del jefe de quien hablase. Con la mayoría el trato fue cordial, pero la charla con los acompañantes de los otros prohombres fue muriendo con las deserciones. Dimas se incorporó al ver una figura tambaleante que se acercaba. Parecía su jefe, Ferran.

—Oye, Dimas, al final me quedo a dormir —dijo en cuanto llegó—. Puedes irte. Llévate el coche y mañana me recoges a una hora prudente. ¿De acuerdo? Vaya, que mañana no madrugo, no sé si me explico… —acompañó este último comentario con un gesto del pulgar señalando a sus espaldas.

Dimas miró hacia las escaleras pero no vio nada. Ferran subió por ellas, vacilante, de vuelta al suntuoso local. Detrás de la balaustrada superior una silueta femenina se asomó un momento. Ferran se aferró a su cintura en cuanto la tuvo cerca y se alejaron hasta desaparecer de la vista de Dimas por detrás del pretil.

Cuando ya no los veía, se volvió y se despidió de los que quedaban a la espera de sus jefes. Ya era tarde para bajar en los coches que ponía el Casino a disposición de sus clientes y llegaban hasta el Portal del Ángel. Alguno de los conductores pasaría incluso la noche allí arriba, descabezando un sueño en el asiento delantero, siempre pendiente de que no le pillaran en esa falta.

Puso en marcha el motor y se alejó por las curvas de la carretera de la Rabasada. A cierta altura un conejo cruzó por delante de las luces de sus faros como una aparición. Tras la siguiente curva, Barcelona apareció en todo su esplendor. Ahora ya sí se veían las estrellas. Las farolas más luminosas estaban alrededor de la plaza de Cataluña, como si, al irradiar desde el centro, esas pocas transmitieran su energía al resto de la ciudad.

Ya al pie de la montaña viró a la derecha y se fue a aparcar a San Gervasio. Desde allí todavía le quedaba un trecho por caminar hasta poder llegar a su cama y dar por concluido el día. Dejó el coche frente a la mansión de los Jufresa. Todo estaba a oscuras.

Luego se dirigió a casa. Sus pasos resonaban por entre las calles solitarias, sin tranvías, sin gente.

Capítulo 17

A la mañana siguiente Dimas fue a recoger el Hispano-Suiza a casa de los Jufresa. Ya al volante, ascendió de vuelta por la carretera de la Rabasada, mucho menos imponente que por la noche. Adelantó al tranvía mientras tintineaban sus campanillas y enseguida divisó la cumbre del Tibidabo. Allí se había creado a principios de siglo otro lugar de diversión que parecía ser un signo más de la modernidad de los nuevos tiempos. Se podía acceder a él mediante una entrada de dos reales y era por tanto popular y accesible para las clases medias de Barcelona. Dejó el desvío a un lado y siguió la carretera hasta llegar al edificio del Casino, más recogido pero también más lujoso. Todo acompañaba, hasta el paisaje, a la hora de hacerlo exclusivo.

Aminoró la velocidad y superó con cuidado la espectacular reja de hierro forjado de varios metros de altura. En una de las taquillas había un vigilante que decidía quién podía entrar y en la otra se vendían los tiques para las atracciones. A esas horas ya había familias haciendo cola para acceder al recinto. Sus atracciones eran más novedosas que las del Tibidabo.

Dimas, desde la comodidad de su asiento, sonrió al ver a la gente excitada. Aunque a él no le atraía demasiado ese tipo de diversión, entendía el nerviosismo. Recordó la primera vez que subió al
Water Chute
; una rampa por la que una barcaza descendía a toda velocidad hasta amarar sobre una especie de balsa. La barca se soltaba desde lo alto cargada con las cinco o seis personas que cabían en ella. El efecto de la caída y la sensación de riesgo, del impacto sobre el agua, provocaba que la gente chillara y riera emocionada.

A un lado del Casino se alzaba el hotel. Formaba parte del mismo edificio, pero disponía de una entrada diferente. En sus habitaciones se había quitado la vida más de un cliente que lo había perdido todo en las mesas de juego durante la noche anterior. Ferran tenía una habitación fija. Pagaba aunque no la utilizara con tal de no tener que llamar al 6204 y arriesgarse a quedarse sin estancia. Dimas saludó al botones de la entrada llevándose la mano al ala del sombrero.

Miró su reloj de bolsillo y calculó que todavía era demasiado temprano para entrar. Optó por dar un paseo por los alrededores y se dirigió al recinto de las atracciones. A pesar de estar en octubre y de que las mañanas se levantaban frescas, ya había entrado algún grupo dispuesto a probar el
Water Chute
. Oyó por encima de su cabeza el ruido metálico de la montaña rusa. Pasó por delante del
Palais du Rire
, una sala con espejos cóncavos y convexos que, vistas las expresiones de los que salían, provocaba gran hilaridad. Los que probaban suerte con el arco o con el fusil pasaban de la seriedad concentrada, extraña en aquel lugar, a la felicitación o la mofa dependiendo del resultado.

Deshizo sus pasos y se dirigió hacia el hotel. Fue saludado de nuevo por el botones, que se cuadró en un gesto militar. Evitó uno de los ascensores, que iba lleno de extranjeros, y esperó a subirse en otro. Iba ocupado tan sólo por una de las mujeres del servicio, reconocible por su uniforme negro con cofia y mandil blancos. Lo estaba limpiando.

—Buenos días —saludó la mujer de mediana edad y grandes ojos pardos.

Dimas le respondió quitándose el sombrero. Ella apenas se atrevió a mirarlo, aunque sonrió agradecida. En más de una ocasión recibía la indiferencia como respuesta.

—Parece que la mañana está fresquita, ¿verdad? —continuó la mujer tratando de rellenar el pesado vacío que se suele crear en los ascensores.

—Es agradable, a mí ya me gusta así —contestó Dimas serio pero amable.

—Sí, ¿verdad? Hemos tenido un verano demasiado largo; ya toca que el otoño haga de las suyas. Lo que tampoco entiendo es esa gente que se sube en el
gúat
… en eso, ya sabe… Eso del agua…

—Sí. He visto que ya estaban haciendo cola.

La mujer sonrió, aliviada al ver que la habían entendido.

—¡Pues como alguno se caiga al agua menuda gracia, pagar para mojarse!

La risa de la mujer la hizo parecer más joven. Dimas no era muy dado a la cháchara intrascendente, pero se sintió cómodo.

—Los diamantes no se arrugan ni se encogen, no se apure —respondió.

Dejó a la mujer riendo en el ascensor y fue hacia la habitación dando vueltas al sombrero entre sus manos. En la puerta no había ningún aviso: Ferran ya estaría solo, pensó. Llamó con los nudillos y se abrió la puerta. Dimas entró con cautela y vio con alivio que su jefe estaba ya listo y despejado y se anudaba la corbata frente al espejo del baño. Se dirigió a él a través de su imagen en el reflejo:

—Buenos días. Has venido justo a tiempo. Voy al restaurante, a desayunar. ¿Has comido algo? ¿Sí? Está bien. Baja mis cosas si eres tan amable y espérame en el coche, ¿de acuerdo? —Salió de la habitación con paso resuelto.

El ambiente dentro de la estancia estaba algo cargado. Dimas abrió las ventanas y dejó entrar el aire fresco. Miró a través de ellas, contemplando el frondoso paisaje de la sierra de Collserola. Parecía imposible que un poco más allá la gran ciudad con su humo, su ruido y su prisa extendiera sus zarpas. Dejó el sombrero sobre una silla y se sentó un momento al borde de la cama. Pensó en la mujer del ascensor; la humildad era algo que no le dejaba indiferente. Durante toda su vida la había respirado en casa, a través de su padre. Y, como él, pese a sus circunstancias aquella mujer también poseía su fuerza, su dignidad soterrada. Pero Dimas Navarro no pensaba en ser mejor persona. No quería ser como su padre, aunque lo admirase. Se resistía a pasar la vida aguardando a que llegase la recompensa, como los devotos, rezando y rezando y teniendo fe en que un día, en la otra vida, sus esfuerzos se verían compensados con creces.

Agradeció que Ferran hubiera guardado su muda en un maletín; no tenía que doblarla ni colocarla, tan sólo tenía que recoger el maletín e ir a esperar al Hispano-Suiza. Cuando fue a abrir la puerta de la habitación, notó un ruido al otro lado.

Era la sirvienta con la que había coincidido en el ascensor, que se azoró y pidió disculpas al ver a Dimas.

—Disculpe, pensaba que estaba vacía y yo…

—No se apure, puede entrar. Es toda suya —dijo sonriente.

Estiró el brazo y le mostró la estancia, como invitándola. De repente, la mujer se quedó quieta, mirándole a él y al suelo, como si le hubiera asaltado una duda o se sintiera mal de pronto. Dimas frunció el ceño.

—¿Se encuentra bien? —preguntó preocupado y amable.

Ella asintió, aunque su mirada todavía seguía un tanto perdida y su labio inferior temblaba ligeramente. Balbució una excusa y entró rauda a la habitación. Dimas salió sin darle importancia y fue directo al ascensor.

Cuando llegó al aparcamiento se dio cuenta de que había olvidado el sombrero. Guardó la pequeña maleta en el portaequipajes y, renegando, se dirigió de nuevo a la habitación. Esperaba que aún permaneciera allí la limpiadora, no deseaba tener que buscar a un botones o preguntar en recepción para abrir la puerta.

Al llegar vio que la habitación parecía cerrada. Soltó una maldición. Intentó aun así girar el pomo, por si acaso, y, para su sorpresa, la puerta cedió. La mujer estaba todavía dentro, pero se hallaba sentada sobre la cama, secándose con el mandil lo que parecían lágrimas. Dimas no dijo nada. Fue ella la que se puso en pie como movida por un resorte.

—Le ruego que me disculpe… señor. No pensaba que regresaría.

Dimas recorrió con la mirada la habitación y, tras verlo, señaló el sombrero, que descansaba sobre una silla.

—Me lo dejé olvidado.

—Oh, ya veo… Es que…, verá, no quiero que piense mal de mí. He tenido un mal comienzo de día y…

Dimas asintió mientras tomaba el sombrero con una mano.

—No se preocupe, es culpa mía.

—Pues verá… —La mujer retorcía el mandil entre sus manos mientras le miraba fijamente. Dimas quería salir de allí, pero algo le impedía dejar a la mujer con la palabra en la boca. Tan sólo deseó que fuera breve—. No sé dónde tengo la cabeza hoy. Todo lo que hago parece…

Alzó la vista y se quedó callada. Sus ojos se ahogaron en lágrimas. No pudo volver a articular palabra. Dimas no supo qué responder. Nervioso, se puso el sombrero, carraspeó y dijo por decir:

—No se apure. Mire, yo ya me voy. ¿Se encuentra bien? ¿Quiere que le traiga un vaso de agua?

La mujer negó con la cabeza y le sonrió con ternura. Se había sentado de nuevo sobre la cama y volvía a usar el mandil como pañuelo. Dimas aprovechó para abandonar la habitación y se despidió en voz baja, casi con dulzura.

En cuanto la puerta se cerró la mujer se puso en pie. Comenzó a caminar por la estancia presa de los nervios. Las lágrimas siguieron cayendo, pero ya no se molestó en enjugárselas. «¡No puede ser! ¡No puede ser!», musitó. Se pasó las manos por el rostro tratando de despejarse. Se detuvo frente al espejo y miró su imagen; su cara ajada por los años y el trabajo le devolvió una mirada incrédula, enrojecida. Estuvo unos instantes así hasta que pareció recuperar la serenidad. Entonces, a sus labios afloró la frase que se había repetido en su mente como un eco desde que aquel extraño entrara en el ascensor:

—Es él, tiene que ser él.

Dimas permanecía de pie, apoyado en una de las portezuelas del vehículo, cuando apareció Ferran. Estaba de un humor estupendo.

—Deberías haberme acompañado, Navarro, veo que comes poco. El desayuno aquí es espléndido. ¡Ah, y tomarlo en esos salones…! Conduce tú, que yo estoy demasiado lleno, ¿de acuerdo? Me conviene tener fuerzas, que hoy hay mucho que hacer. Ayer cerré un negocio redondo. Ya verás, mientras vamos al despacho te explico.

Dimas puso en marcha el vehículo, se sentó y comenzó a conducir con parsimonia.

—Bueno, bueno, Navarro —continuó Ferran—. Ayer fue una noche perfecta para mí. ¡Ni te imaginas! Esto de la guerra puede ser una gran oportunidad. Ya sabes lo que dicen: a río revuelto…

Dimas pensó en hasta qué punto era lícita la posibilidad de hacer dinero con la desgracia. Alejó de sí esos pensamientos sobre ética que no le hacían ningún bien y se centró en conducir y escuchar. Nunca estaba de más aprender algo sobre negocios.

—Verás, ayer entre ruleta, partida de cartas y alguna que otra copa, alguien me puso en contacto con el señor Josep Tordera y logré entablar una conversación muy fructífera con él. ¿Te suena su nombre?

Dimas respondió con otra pregunta:

—¿El fabricante textil?

—¡Exacto! Pues bien, el señor Tordera está en contacto con industriales que elaboran, entre otras cosas, celulosa, una especie de pasta de madera y plantas… —dijo esto moviendo los dedos, como si estuviera palpando algo. Se le notaba que le faltaban palabras para poder explicarse. Dimas se mantuvo callado—. Bueno, a lo que vamos —continuó de buen humor—. La cuestión es que las láminas de celulosa combinadas con el carbón vegetal se usan como filtrante de ciertos gases. Se obtiene también del algodón, pero durante la guerra escasea porque no dan abasto: que si uniformes, que si vendas… Sin embargo el señor Tordera tiene un buen cargamento para vender en Alemania.

—¿Alemania? —preguntó Dimas sorprendido.

Ferran rió.

—No te impacientes, ahora verás… Mira, el presidente del gobierno, Eduardo Dato, ha proclamado la neutralidad de España. Pero el país se divide en dos facciones: el conde Romanones, líder de los liberales, es francófilo y partidario de los aliados. En cambio, el ejército, al igual que el rey, es favorable al Imperio alemán; deben de estar fascinados por la marcialidad prusiana. A nosotros esa imparcialidad nos habilita para el comercio, pero como hombres de negocios que somos no quisiéramos granjearnos ninguna enemistad. Así que Tordera, con tal de cubrirse las espaldas, necesita de un intermediario para realizar la venta. Debemos actuar con extrema prudencia. Para colmo, ambos bandos tienen espías por todas partes, y si se enteran de un envío al enemigo no dudarán en hundirlo. Has de tener en cuenta que todavía no sabemos quién paga mejor…

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