—Las tres se suicidaron —prosiguió el desconocido—. No busques otra explicación. E incluyo a Yoko Sugano. El plan no salió según lo previsto, y eso te ha causado alguna que otra contrariedad. Pero te aseguro que la chica se abalanzó sobre ese taxi por voluntad propia.
—Siguiendo tus órdenes, imagino —repitió Mamoru.
—Eso es. Tenía que deshacerme de todos ellos.
«¿Deshacerse?». Hablaba como si hubiese lanzado sus cadáveres al basurero.
—Y no me arrepiento de nada. De hecho, procuraré terminar el trabajo y acabar con la vida de la chica que queda del mismo modo.
«¿La que queda?». Mamoru bregó con sus recuerdos en busca del nombre de la cuarta «amante de alquiler»… Kazuko Takagi. Esa hermosa mujer de pelo largo que aparecía sentada, en el margen izquierdo de la fotografía.
—No tengo nada que temer —continuó la voz—. Nadie conseguirá jamás vincularme con todo esto. Aunque, claro, tampoco puedo correr demasiados riesgos. Por esa razón, Hashimoto tenía que desaparecer. Era un desgraciado, pero no un estúpido. Tras tu visita, empezó a husmear con la firme intención de averiguar qué había sido de esas cuatro chicas. Si hubiese descubierto que tres de ellas habían muerto, habría sospechado de mí en el acto.
—Entonces, Hashimoto te conocía. El sabía quién eras.
—Correcto. Deja que te dé una pista. Fui yo quien se presentó ante el editor de
Canal de Información
para comprar todos los ejemplares de la revista. También fui yo quien engañó a Hashimoto con esa historia de la demanda, sin otro fin que el de tener acceso a los documentos que conservaba de la entrevista.
Mamoru recordó que, en efecto, la mujer del editor, Akemi Mizuno, le comentó que un hombre había insistido mucho en comprar todos los números que quedaban, supuestamente para proteger la reputación de una hija o nieta.
—Sé que eres un hombre mayor.
—Digamos que he vivido, al menos, medio siglo más que tú.
—¿Por qué haces esto?
—Es una simple cuestión de convicciones.
¡Vaya disparate! Casi le hizo gracia la respuesta…
—Convicciones, sí. Es lo único que hace que este vetusto cuerpo mío siga en funcionamiento. Hagámonos una promesa. Cuando llegue el momento de deshacerme de la cuarta chica, Kazuko Takagi, te pondré sobre aviso. Entonces, te lo explicaré todo y, por fin, comprenderás de lo que soy capaz.
—¿Y esperas que me quede de brazos cruzados hasta que llegue ese día? —Mamoru no estaba asustado, sino más furioso que nunca—. No me importa de lo que seas capaz. No quiero saberlo. ¡No necesito saberlo! Nada me impide poner fin ahora mismo a esta conversación y salir corriendo hacia la comisara más cercana. —A punto de colgar, Mamoru se detuvo en seco. Había algo en esa voz contra lo cual era incapaz de luchar.
—¡Oh, por supuesto que puedo detenerte ahora mismo! —dijo con una inquebrantable seguridad en sí mismo—. Piensa en ello. Hashimoto no tenía nada que perder en esta vida aparte de su mezquino orgullo. Tú, sin embargo arriesgas mucho más. No me quedó otra, tuve que encargarme de él. Contigo las cosas son muy distintas: eres diferente.
Mamoru se quedó de piedra. Su interlocutor esperó unos segundos hasta cerciorarse de que el joven lo escuchaba con atención y, entonces, prosiguió:
—Lo entiendes ahora, ¿verdad? No me importa que llegues a descubrir quién soy. No hay nada que puedas hacer contra mí, por la sencilla razón de que puedo someter a las personas a mi voluntad. Y eso incluye a tu familia y amigos. Puedo tomar represalias en cualquier momento.
Esas palabras despertaron el miedo que, como una bala, impactó de lleno en el corazón de Mamoru. En su trayectoria, el proyectil dejó una estela de luz en la que el chico pudo distinguir los rostros de todos aquellos a los que amaba.
—Eres un cobarde. —Fue todo lo que pudo contestar—. Si tan fácil es encontrarme y acabar con mi vida, ¿qué te lo impide?
—Me gustas, chico. Eres valiente e inteligente, y sabes cómo sacar partido a tus cualidades. Tenemos mucho en común.
—No tenemos nada en…
—¿Qué tal si te hago una pequeña demostración? —le interrumpió—. Esta noche a las nueve. Te haré ver de lo que soy capaz a través de un miembro de tu familia. Y ya decidirás si me crees o no. Aún estarás a tiempo de tomar medidas. —Y, de repente, añadió con tono jocoso—: Claro, si es que para entonces te quedan ganas de interponerte en mi camino…
—¡Estás loco! ¿Eres consciente de lo que estás haciendo?
—¿Por qué no discutimos de ello cuando nos conozcamos? Estoy deseando que llegue el momento. Compartimos más de lo que te imaginas, y hay muchas cosas que me gustaría enseñarte. Hasta entonces, olvídate de mí. Seré yo quien contacte contigo.
—Encontraré a Kazuko Takagi —le advirtió Mamoru—. Me aseguraré de que no puedas hacerle ningún daño.
—Haz como te plazca —se echó a reír—. Tokio es una ciudad muy grande. ¿Cómo piensas localizarla? Dudo que logres dar con su escondite. Hazme caso, no te servirá de nada buscarla. Está tan asustada que ni asomará la cabeza.
Eso significaba que Kazuko Takagi sabía que era la única superviviente del cuarteto.
—Un último consejo. No pierdas el tiempo buscándome. No tienes ninguna pista y ya no podrás contactarme en este número de teléfono. Así que ten paciencia y espera a que te llame. —Puso punto y final a la conversación con una frase que parecía sacada de alguna obra dramática—: No responderé, y tampoco volveré a casa. No hasta que llegue la hora.
Kazuko Takagi supo que Nobuhiko Hashimoto había muerto cuando se encontró frente a los restos calcinados de su casa. Kazuko no podía soportar más la situación, de modo que, como último recurso, decidió ir a hacerle una visita. Pasó días vendiendo productos cosméticos, con una sonrisa pegada a la cara pese a que algo la estaba devorando por dentro. Algo molesto, imposible de ocultar o ignorar, como una mancha en la alfombra.
¿Cómo pasar por alto que era la única superviviente del grupo? Tal vez Hashimoto supiese algo. Y una vez llegó a esa conclusión, no pudo esperar por más tiempo. Cuando la entrevista salió publicada, se prometió a sí misma que nunca volvería a ver a ese embustero. Y ahora, ironías del destino, él era la única respuesta a sus preguntas. Nadie más conocía a las cuatro o sabía cómo contactar con ellas.
Pero ya era demasiado tarde para él.
Mientras permanecía de pie frente a lo que quedaba de la puerta de la casa del periodista, se dio cuenta de que el miedo que había estado atormentándola hasta ese momento no era más que el preludio del espanto que ahora sentía en sus carnes.
—¡Usted! Oiga. —Kazuko reparó en la mujer que intentaba captar su atención. Llevaba un delantal rojo y lucía una expresión de pocos amigos—. ¿Es pariente de Hashimoto?
—No, solo una conocida.
La mujer entrecerró los ojos y alzó la barbilla, en un gesto suspicaz.
—Qué casualidad. Por aquí no dejan de desfilar únicamente conocidos…
—¿Ha venido alguien más? —La imagen que tenía de Hashimoto no encajaba con la de una persona a la que le sobrasen amigos o gente que se preocupara por su bienestar.
—Sí, hace cosa de una hora. Un chico joven, todavía en edad de asistir al instituto. Se quedó ahí plantado, como usted. Pero se marchó con mucha prisa.
—¿Un chico? —Qué extraño.
Cuando Fumie Kato y Atsuko Mita murieron, Yoko estaba convencida de que no podía tratarse de una coincidencia. Kazuko, sin embargo, se negaba a tomar en serio la conclusión de su compañera. «Tiene que ser uno de nuestros clientes», le decía Yoko. «Querrá vengarse y está acabando con nosotras una por una.»
«Ninguno de esos hombres tendría las agallas para hacer algo así», rebatía Kazuko. «¿Y por qué liquidarnos a las cuatro? No compartimos clientela, que yo sepa. Si uno de esos tipos buscase venganza, se limitaría a ir a por la chica que le engañó.»
«Tal vez sea por lo de la revista.»
«¡Anda ya! Sería mucha casualidad.»
«Te repito que alguien nos tiene en el punto de mira», masculló Yoko. «Ha leído ese artículo y no nos dejará en paz. Me muero de miedo.»
«¿Por eso te has mudado?».
«Sí», asintió Yoko. «Pero fue inútil, ya me ha encontrado. Viene a por mí.»
«¡Tranquilízate!». Kazuko intentó restar importancia al asunto, pero en su interior se estremecía ante la idea de que algo así pudiese sucederle a ella. «Ese hombre no puede hacer nada. Ni siquiera nos ha demandado. Nos contrataron para hacer lo que hicimos. Si hubo estafa, será la compañía quien responda. No es responsabilidad nuestra.»
«Por eso quiere asesinarnos a todas», Yoko habló en tal hilo de voz que Kazuko a duras penas pudo entenderla. «Es la única manera de saldar cuentas.»
«¡Deja de comportarte como una histérica! Atsuko y Fumie no fueron asesinadas, se suicidaron y punto. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No tenemos nada que reprocharnos. Bonito o no, era nuestro trabajo y nadie puede condenarnos por ello.»
Yoko enmudeció. Se limitó a mirar fijamente a Kazuko.
«¿Y ahora qué?».
«Kazuko, ¿de veras crees lo que estás diciendo? ¿Cómo puedes estar tan convencida de que no hicimos nada malo, de que nadie nos odia a muerte y reclama venganza?».
«¡Porque es la verdad!».
Yoko no bromeaba. Aquel mismo día, antes de que se separaran, le dijo: «Kazuko, me crees ¿verdad? Sabes que hay alguien que sería capaz de hacernos esto. Estás tan aterrada como yo».
Y resultaba que Yoko tenía razón. Alguien que conocía la verdad sobre aquellas chicas había decidido tomarse la justicia por su mano. El único cliente de Kazuko que tuvo en su poder la entrevista de
Canal de Información
estaba muerto. Ocurrió en mayo, cuatro meses antes de que Fumie Kato se lanzara al vacío desde la azotea de ese edificio. Kazuko había intentado localizarlo por teléfono cuando se empezó a especular sobre la posibilidad de que la amenaza proviniese de un cliente con el corazón hecho trizas. La persona que atendió su llamada aseguró que ese antiguo cliente suyo había fallecido a consecuencia de una sobredosis. Kazuko recordó que trabajaba en un laboratorio de la universidad. No podía recordar en qué campo estaba especializado, pero sí que llevaba a cabo una especie de investigación médica.
Kazuko quiso poner fin a un juego que se alargaba demasiado, de ahí que fuera ella misma quien le mandara la única copia de
Canal de Información
de la que disponía, y que Nobuhiko Hashimoto le había proporcionado. Quizás lograse que ese cliente lo comprendiese todo de una vez por todas, y si no, la podría guardar como recuerdo. ¡Vaya espécimen aquel! Un hombre tan repulsivo como necio, cuya vida entera giraba en torno a su puesto en la universidad. Se lo tomaba todo en serio y se tragaba, insaciable, cada patraña de Kazuko. De toda su extensa clientela, aquel era el único que se negaba a admitir la evidencia. Nunca contempló la posibilidad de que fuera una estafadora, ni siquiera cuando se le empezó a notificar por correo que su amada incumplía los pagos del crédito que él mismo había avalado.
«¡Imbécil!», llegó a decirle cansada de las incesantes llamadas que hacía. «¿Es que no te has dado cuenta todavía? ¡Fue todo una farsa, un montaje! ¡No significas nada para mí!».
De nada le sirvió. Él seguía en sus trece, nunca quiso aceptar la realidad. Estaba tan locamente enamorado de ella que era incapaz de comprender, de odiar. Y por esa misma razón, Kazuko decidió enviarle la revista. Quería asegurarse de que entendiera lo que sentía por él y por el resto de los hombres. Por lo visto, surtió efecto, dado que no volvió a saber más de él. Kenichi Tazawa, ese era su nombre. Kazuko jamás habría imaginado que llegara hasta el punto de quitarse la vida.
—¿Qué más puede decirme sobre ese chico, señora? —inquirió Kazuko a la mujer del delantal rojo.
—Pues, no mucho… Un chico normal y corriente. Tenía el pelo liso; nada que destacar de su vestimenta. No parecía un delincuente.
—¿Algún parecido con Hashimoto?
—No, el joven era mucho más guapo.
Mientras tanto, Mamoru ya estaba en el tren e iba de camino a casa. Si Kazuko hubiese llegado diez minutos antes, la habría reconocido en el andén de la estación y habría ido corriendo a su encuentro.
—Entonces ¿puede usted encargarse de contactar con la familia de Hashimoto? —insistió la mujer—. Alguien tiene que hacerse cargo de los desperfectos de mi casa.
—Considérese afortunada. Su problema puede solucionarse con dinero —repuso Kazuko antes de dar media vuelta. Al llegar a su apartamento, recogió algunas cosas y se marchó sin perder un minuto. No dijo a su casera ni a ninguno de los vecinos que se iba. Tenía que encontrar otro lugar en el que vivir, a poder ser, un apartamento que pudiese alquilar por semanas. Nadie la encontraría. Al menos durante una buena temporada.
Mamoru intentó mantenerse ocupado para no pensar en los minutos que quedaban hasta la fatídica hora. Salió a correr y no se detuvo hasta que ya no pudo más. Se encerró en su habitación, sacó sus herramientas de cerrajería y las pulió. Llamó a Anego y a Yoichi Miyashita. Contactó con el hospital para preguntar por la evolución de Takano. Maki regresó a casa sobre las siete y le hizo un resumen de la película que acababa de ver en el cine.
—Me he quedado dormida —confesó—. A mí me apetecía una película de acción, pero el resto del grupo se empeñó en esa película histórica. No me quedó otra alternativa.
—Te quedaste dormida porque estás en la calle hasta muy tarde —repuso Yoriko con firmeza.
Maki chasqueó la lengua.
—Es que tengo una intensa vida social. Hay un montón de fiestas de fin de año en las que tengo que hacer acto de presencia —protestó.
Mamoru, sin embargo, era consciente de que su prima solo salía para beber y olvidar sus problemas. En general, no llegaba a casa hasta pasada la medianoche, y siempre sola. El accidente de su padre puso en peligro la relación con su novio, Maekawa. Mamoru la había oído llorar una noche mientras hablaba por teléfono. Eludía el tema en casa, seguramente porque no estaba dispuesta a que nadie la compadeciese.
—Sé que me estoy pasando de la raya. Ni siquiera recuerdo dónde estuve la mitad del tiempo anoche. Está claro que se me fue la mano con la bebida.
—¡Me estás asustando! A este paso acabarás colgándote un cartel que diga: «atrácame que mañana lo habré olvidado».
—No te preocupes, mamá. Según las estadísticas, el noventa por ciento de los incidentes violentos son infligidos por alguien que la víctima conoce. Además, solo estuve en la calle el tiempo que tardé en encontrar un taxi. No corrí ningún peligro.