—¿Sabes, Takano? —empezó—. Creo que tengo el modo de entrar en esa sala y de extraer las cintas.
—¿Tú?
—Es difícil de explicar y, en realidad, no me apetece mucho intentarlo, así que te pido que confíes en mí.
Takano reflexionó durante unos instantes.
—Cuando saliste a la azotea para rescatar a esa chica… Dijiste que la puerta estaba abierta… —Su semblante se hizo grave—. Y, sin embargo, cuando lo comprobé más tarde, reparé en el candado. ¿Acaso pretendes hacer algo… parecido, otra vez?
Mamoru asintió.
Takano enmudeció durante un buen par de minutos antes de añadir:
—Cuenta conmigo. ¿Cuál es el plan?
Decidieron pasar a la acción la noche siguiente, víspera de Año Nuevo. Después del cierre, los grandes almacenes no volverían a abrir sus puertas hasta el tres de enero, de modo que contarían con tiempo de sobra. Tras la jornada de trabajo, los empleados asistieron a una breve fiesta en la que se celebraba formalmente el fin de año. Cuando todo acabó, Mamoru fingió marcharse y se escondió en los aseos. Al cabo de una hora, los pasillos estaban vacíos y las luces apagadas, excepto las de emergencia y las de la sala de los vigilantes. Mamoru sacó su linterna del bolsillo y se adentró en las galerías sumidas en las tinieblas.
Había trazado su ruta durante el día, por lo que no tuvo problemas a la hora de encontrar el camino a seguir. Se agachó, se deslizó sigilosamente junto a las paredes y sorteó la indiscreta mirada de las cámaras de seguridad. Se detuvo en varias ocasiones para sacar un pequeño bote de desodorante y hacer una ligera pulverización. Las partículas en suspensión le ayudaron a detectar el sistema de infrarrojos diseminado en su itinerario.
Mamoru había pasado la tarde hablando con los guardas y vagando por los grandes almacenes. Incluso leyó el folleto de la agencia de seguridad contratada por Laurel. Procedió con suma prudencia para no levantar la menor sospecha. Uno de los guardas se sintió tan agradecido por su muestra de interés que se tomó su tiempo para explicarle cómo funcionaba todo.
Tenía la ventaja de que los vigilantes lo consideraban un chico servicial y diligente. Mamoru era experto en adoptar una expresión de pura inocencia, una cualidad que, sin duda, le había enseñado su madre. Aquella noche, mientras progresaba en su avance por las galerías, se sintió agradecido por ambas cosas.
La puerta de la sala de control de seguridad le entretuvo unos minutos. Se trataba de un sistema de abertura electrónico que se activaba desde un diminuto teclado numerado del 1 a 12 y con las letras A, B y C. Necesitaba dar con la contraseña.
Mamoru se arrodilló y apuntó la linterna hacia el teclado cuyos detalles examinó detenidamente. De las quince teclas, cinco reflejaban un sutil brillo que unos dedos algo sudorosos o grasientos habían dejado al introducir el código.
De nuevo, Mamoru recurrió a la levadura. La aplicó con un pincel sobre los cinco botones identificados. Cuatro mostraban con toda nitidez la huella dactilar de la última persona que accedió a la sala de control. El 3, el 7 y el 9 y la A. Mamoru sacó un ordenador de bolsillo en el que pretendía ejecutar un programa que determinara las posibles combinaciones. No le debía a Gramps ese último truco, tampoco era un invento propio, sino que lo tomó prestado de una revista de informática que, con descaro, lo divulgó en sus páginas.
Hasta ese momento, todo bien. Pero Mamoru recordó un dato que iba a simplificarlo todo mucho más. Laurel se encontraba en el término del distrito de Joto cuyo código postal correspondía al número 379. Lo único que tenía que hacer era averiguar dónde colocar esa A, y eso reducía las probabilidades a cuatro combinaciones posibles que se dispuso a introducir una tras otra en el teclado. La ganadora resultó ser la 3A79. No fue demasiado complicado.
Una vez dentro de la sala, solo tenía que abrir el armario que contenía las cintas proyectadas en las pantallas de cada planta. De algún modo, la palabra «armario» empleada en su momento por Takano quedaba bastante alejada de la realidad. Se trataba más bien de una caja fuerte equipada con una cerradura de combinación numérica. Lo que demostraba que Ad Academy no escatimaba en medios para mantener en un lugar bien seguro el contenido y, por extensión, que quizás tuviera algo que ocultar.
Antes de examinar la cerradura que le tocaba desarmar, el chico echó un vistazo alrededor del habitáculo. Por la manera en la que la persona encargada de custodiar aquel lugar le había regalado la primera contraseña, no debía de ser especialmente cautelosa. Mamoru pensó que tal vez hubiese anotado la combinación de la caja fuerte en una libreta que podía haber guardado en un cajón, bajo el teléfono, en el interior de un jarrón o bajo la alfombra…
Pero no encontró nada. Era posible que el guarda la llevara consigo. Mamoru cejó en su empeñó y se puso manos a la obra.
Lo primero que hizo fue colocar la punta de una mina de lápiz en el centro de la rueda giratoria. A continuación, pegó un trocito de papel blanco al otro extremo. El resultado le hizo pensar en el punzón y el rollo de papel utilizados en los sismógrafos.
Hecho esto, el chico pegó la oreja izquierda a la fría superficie de la caja y empezó a girar la rueda con minuciosidad. En ciertos puntos, la cerradura respondía con un distintivo clic, un leve movimiento que gracias a la mina de lápiz quedaba marcado en el papel. En esos puntos, se alineaban los pasadores. Acto seguido, el chico echó un vistazo al papel, contó las marcas y giró la rueda según sus cálculos.
Tardó unos treinta minutos en abrirla. Empapado en sudor, agarró las tres cintas, retrocedió por los pasillos y se escabulló por la ventana de los aseos. Las alarmas solo se activaban si la ventana era forzada desde el exterior, no si se abría normalmente.
Takano lo esperaba en el aparcamiento. Abrió la puerta de su coche y acució al chico a montarse.
—Un amigo nos espera en su estudio de edición. ¡Venga, vámonos!
El compañero de universidad de Takano era ingeniero de sonido. Se llamaba Kamoshida. Su estatura de gigante, combinada con una fisionomía que denotaba gran afabilidad, le hacía parecer un oso de peluche.
A juzgar por el blanco impoluto de sus suelos de linóleo y sus paredes insonorizadas, el estudio era nuevo. El espacio quedaba abarrotado por aparatos equipados con teclados y contadores de metraje.
Kamoshida se puso manos a la obra de inmediato. En primer lugar, introdujo la cinta que Mamoru había tomado «prestada» en un reproductor y tecleó en el ordenador la señal de comienzo correspondiente a cada fotograma antes de pasar a verlas en pantalla. Dado que cada segundo de la cinta contenía treinta fotogramas, fue un proceso muy lento. La cinta reveló su primer secreto en el fotograma número veinticinco: la imagen de un guarda de seguridad reduciendo a un ladrón en unos grandes almacenes. En el rostro del delincuente se leía su impotencia.
En la siguiente toma insertada, aparecían tres policías que, con las manos en las porras que sujetaban sus cinturones, corrían hacia la cámara con tanta rapidez que el viento parecía inflarles las mangas de las camisas.
Un hombre apresado por dos agentes, con el brazo retorcido a la espalda.
Una mujer que, perseguida por un guarda de seguridad, volvía la vista atrás boquiabierta, en un grito silencioso.
Una toma oculta tras otra se sucedían confirmando secuencias desagradables intercaladas entre escenas otoñales de hojas rojizas, entre paradisíacas imágenes del Pacífico o de desfiles de modelos.
Kamoshida dejó escapar un silbido.
—Así que no se les ocurrió otra cosa para luchar contra los hurtos…
—Nadie sabe qué empuja a la gente a robar —gimió Takano—. Esto no es más que una técnica de intimidación.
—Y también lo que impulsó esos episodios psicóticos —dijo Mamoru, sin apartar la vista de la pantalla del ordenador.
—¡Imagina los efectos que podría tener en personas mentalmente inestables! —añadió Takano.
Kamoshida se giró sobre su silla y miró a Takano y al chico.
—Si los efectos de la publicidad subliminal no han sido reconocidos, ¿cómo piensas demostrar alguna relación de causa-efecto?
—Bueno, cuando los incidentes tuvieron lugar, eran estas las imágenes proyectadas.
—Es cierto, tú viste las secuencias de las hojas. Hasta ahí, bien. Pero no puedes demostrar que las secuencias subliminales ya estaban en las cintas cuando sucedieron los incidentes. —Kamoshida se encogió de hombros—. Te diré qué vamos a hacer. Me pasaré aquí toda la noche extrayendo el contenido subliminal de los tres vídeos. Aunque no nos servirá de mucho, pues Ad Academy volverá a la carga con otras nuevas. No puedes detenerlos.
Takano se quedó sentado un momento. Su mirada erraba por la pantalla en la que ya no aparecía ninguna imagen.
—¿Podrías hacerme una copia? —preguntó por fin.
En el silencio del estudio, oyeron el chasquido del termostato. A Mamoru le dio escalofríos.
Kazuko Takagi pasó los últimos días del año en una cafetería llamada Cerberus. El local quedaba situado en una ciudad alejada tanto de Tokio como de la casa de sus padres.
Cerberus era un lugar diminuto en el que diez clientes bastaban para superar el aforo. Un hombre llamado Mitamura, de la misma edad de Kazuko, lo regentaba. Había pasado una semana desde que abandonó su apartamento. Ahora se alojaba en un piso alquilado por semanas. Kazuko estaba sentada en un banco del parque, sola, cuando conoció a Mitamura.
—¿Qué haces aquí sentada cada día? —le había preguntado.
Kazuko alzó la vista, aunque permaneció callada. Daba por sentado lo que ese joven añadiría a continuación. «¿No nos hemos visto antes?». O quizás: «Si no tienes ningún plan en particular, ¿por qué no hacemos algo tú y yo?».
Y ocurrió tal y como había imaginado.
—¿Te apetece una taza de café en ese local de ahí? —Señaló el Cerberus que quedaba en la acera de enfrente—. Te garantizo que hacen un café muy bueno. Es mi local.
Kazuko parpadeó, sorprendida. Miró primero a su interlocutor y, después, el cartel de Cerberus.
Él se echó a reír.
—Me cargué al propietario y usurpé su lugar. Su cadáver sigue ahí mismo, secándose bajo las tablas del suelo. ¡Venga! Estoy de coña. El bar es mío. Al menos, una de las columnas. El resto todavía pertenece al banco.
—¿Por qué me invitas? —preguntó sin ambages Kazuko.
—Algunas de mis dientas tienen a sus niños en esa guardería de ahí. Parece que no les hace muchas gracia que te tires horas observándolos.
Kazuko echó un vistazo al jardín de infancia situado junto al parque. Los pequeños, ataviados con uniformes de color azul marino, jugaban felices en el diminuto patio de recreo.
—¿Qué quieres decir? ¿Que están algo inquietas porque me siento aquí cada día y miro en esa dirección?
—Pues sí. Ha habido algunos infanticidios últimamente. Todas están con los nervios a flor de piel.
Kazuko no pudo evitar sonreír. Ella no miraba la guardería por ninguna razón en particular. Se quedaba ahí sentada, con semblante desesperado, y con la impresión de que si la vida de alguien corría peligro, no era otra que la suya. ¡Menudo susto debían de haberse llevado las madres!
—¡Vaya! ¡Una sonrisa! —se entusiasmó el hombre—. Alguien con una sonrisa tan bonita no puede ser peligroso. Arreglaré las cosas con esas madres. ¿Y si aceptas ese café como señal de disculpa por haber sido tan grosero contigo?
Y fue así como Kazuko acabó en el Cerberus. Detrás de ese nombre tan poco habitual, se escondía un local cálido y confortable. Servían un café fuerte y caliente. Mitamura se presentó y le contó cómo había levantado el Cerberus. En realidad, hablaba como si hubiese sido un proyecto de lo más sencillo. Estaba tan absorto en la historia, que ni siquiera le preguntó su nombre.
—¿Quién eligió el nombre del local? —inquirió ella mientras se acomodaba en un taburete.
—Yo mismo. Es diferente, ¿no te parece?
—Sí, suena a monstruo o algo parecido.
—Has dado en el clavo. Según la mitología griega, Cerbero es el perro que custodia las puertas del infierno.
—¿Y por qué llamaste así a tu bar?
—Me gusta la idea de que esta cafetería sea la puerta al infierno. Así, cuando los clientes salgan por ella, lo dejarán atrás. Por muy mal que se pongan las cosas, jamás serán peor que en el propio averno.
Kazuko sonrió y aceptó gustosa la oferta de Mitamura. Después de aquel encuentro, iba al Cerberus todos los días. E incluso si había demasiados clientes, y Mitamura siempre andaba demasiado atareado como para intercambiar unas palabras con ella, a Kazuko le divertía observarlo.
—¿Qué vas a hacer en Año Nuevo? ¿Un viajecito, tal vez? —Mitamura sacó el tema la misma tarde de Nochevieja.
Kazuko negó con la cabeza.
—No tengo planes. Me quedaré sola en casa.
Ya les había anunciado a sus padres que no la esperaran. No quería ponérselo tan fácil a su perseguidor.
Perseguidor. Sí, Kazuko se veía definitivamente como alguien que estaba siendo perseguido.
—Oye, cerraré esta tarde y no volveré a abrir hasta pasada la medianoche, cuando ya estemos en Año Nuevo. Es el lugar de encuentro de los que regresan de su visita al santuario local. ¿Te apetece acompañarme al santuario antes de abrir? Hará frío a esas horas de la noche, pero será agradable.
Kazuko accedió. Era consciente de que cuando estaba sola se sentía asustada pero si, por el contrario, alguien la acompañaba, sus miedos se disipaban.
—De acuerdo pero con una condición—repuso ella.
—¿Cuál?
—¿Querrías acompañarme antes a mi apartamento? Está algo lejos y me gustaría recoger unas cosas.
Durante un instante, Mitamura la observó con atención, como si se preguntara qué tipo de vida llevaría ella.
—Claro, sin problemas —respondió al final.
Tras disculparse por el pésimo estado de su viejo Mini Cooper, Mitamura condujo a Kazuko hasta su apartamento.
—Todos mis ahorros fueron a parar a la hipoteca del local, así que tendré que apañarme con este coche una buena temporada.
—Mientras siga llevándote adonde quieras, no te quejes.
Había cinco o seis cartas en su buzón. La mayoría para publicidad de venta por catálogo y tarjetas de crédito, nada muy trascendente. Aunque le llamó la atención un sobre en el que no figuraba remitente alguno. Kazuko lo abrió. No había más que una breve nota.