Había contraído la hepatitis B.
Solo se supo más tarde que, por aquel entonces, las transfusiones de sangre entrañaban ciertos riesgos. Aunque, para Koichi, no fue más que otro golpe que debía encajar. El plasma contaminado sin el que se habría desangrado acabó costándole un año académico.
Más tarde, cuando se disponía a regresar a la universidad, su madre sufrió una apoplejía. Aunque su vida no corría peligro, el gasto económico que derivó de su hospitalización no le dejó otra alternativa. En su vigésima primera primavera, Koichi tuvo que renunciar a los estudios y ponerse a trabajar.
Umeko era supersticiosa, de modo que le pidió a una amiga que vaticinara la suerte de su hijo. Para ello, se valió de su apellido, una práctica común según la tradición japonesa.
—Le aguarda un futuro prometedor —dijo la adivina—. Pero su apellido pesa sobre su destino. Es aconsejable que considere un cambio de nombre.
Koichi, por su parte, no estaba dispuesto a hacer semejante sacrilegio patronímico.
Su primera incursión en el mundo laboral vino con un puesto en una inmobiliaria mediana en el centro de Tokio. No estaba mal para ser un primer trabajo, pero Koichi consideraba que merecía algo mejor. Aquel resentimiento acabó convirtiéndolo en una persona huraña y difícil de tratar. Surgió algún que otro roce con los clientes; su actitud arrogante hacia sus compañeros de trabajo tampoco le favoreció. Se ganó enemigos y evitó a todos los demás. Tan deletéreo ambiente profesional acabó afectando al desempeño de sus tareas.
Fue de trabajo en trabajo. En su curriculum constaba una lista interminable de experiencias profesionales, siempre rematadas por un «cese por razones personales». Ni siquiera era capaz de nombrar todas las empresas para las que había trabajado. De hecho, cada vez que le tocaba actualizar su curriculum, algunas referencias acababan relegadas al olvido. Con el tiempo, se hartó de la situación y, tal y como había confesado a Mamoru, casi terminó viviendo en la indigencia, en «pensiones de mala muerte».
El verano de sus treinta y dos años, Koichi fue contratado por una pequeña agencia de transporte, en cuya oficina, era el único administrativo. Una de sus tareas consistía en acompañar al presidente de la compañía en los desplazamientos que efectuaba para visitar a sus clientes. Y uno de esos clientes no era otro que Shin Nippon.
Cuando conoció a la mujer que acabaría convirtiéndose en su esposa, Naomi Yoshitake, ella tenía veintidós años y todavía estudiaba.
Para la joven, ese cínico hombre que siempre acompañaba a su jefe y le preparaba los documentos a presentar durante reuniones en las que las preguntas se sucedían una tras otra, resultaba mucho más atractivo que los muchachos consentidos que comían de la mano de su padre. Y por si fuera poco, Koichi Nomura, hombre que pertenecía a un mundo totalmente desconocido para ella, había heredado la belleza de su madre. En eso, la mala suerte no tuvo nada que hacer.
El presidente de Shin Nippon cedió ante las súplicas de su hija y antes de aceptar a Koichi como su yerno, se dispuso a indagar en el pasado del joven. Le preocupó la extensa colección de empleos y dimisiones que figuraban en su curriculum. Sin embargo, la lista de experiencias profesionales llegó a intrigarlo por una razón bien concreta. Koichi había trabajado en diferentes sectores y, casi siempre, en empresas a las que les auguraban un futuro prometedor. Lo que más llamaba la atención era que, por alguna razón, a su paso por ellas, esas humildes e insignificantes estructuras se habían convertido en competitivas empresas que destacaban en su respectivo sector de actividad.
No podía tratarse de una mera coincidencia. El joven que tan encandilada tenía a su hija debía de poseer una acertada visión empresarial. El padre de Naomi había levantado Shin Nippon de la nada, y por lo tanto, sabía que esa cualidad, esa intuición para los negocios, era algo que ni se enseñaba ni se aprendía.
Koichi y Naomi Yoshitake se prometieron en diciembre de ese mismo año y, al poco tiempo, Koichi fue contratado por Shin Nippon. El chico que tanto había soñado con reconstruir el negocio de la familia Nomura accedió sin reservas a ser adoptado por la familia de su mujer. Planearon casarse en cuanto Naomi terminara sus estudios en la universidad.
Eso ocurrió una semana antes de que el chico pasase a llamarse Koichi Yoshitake y dejase atrás la gran maldición que se cernía sobre Koichi Nomura.
En el mes de marzo, doce años atrás, Koichi se marchó de Tokio por la noche y condujo hasta Hirakawa. Cuando se adentró en el casco urbano de la ciudad, el reloj del salpicadero marcaba las 05:15. La lluvia golpeaba el parabrisas, y toda la ciudad quedaba envuelta por un empapado manto de frío.
La idea era recoger a su madre y llevarla consigo a Tokio para que pudiera asistir a la boda. Pensó en su vida: si bien había dado un gran rodeo, por fin recorría el camino que el destino había trazado para él. Supo que su madre se sentiría orgullosa de él. Había planeado quedarse a pasar la noche y regresar con ella a Tokio al día siguiente.
En lugar de optar por la autopista que lo llevaría directamente a la ciudad, decidió saborear su triunfante regreso y tomó la estrecha carretera que partía desde la estación, desde donde podría admirar las montañas que rodeaban la ciudad.
Por la ventanilla derecha del coche, vio la montaña que una vez perteneció a su familia. Habían despejado y nivelado el terreno en la cima, y las vigas de acero de un hotel turístico en construcción se levantaban negras en la luz púrpura que irradiaba el amanecer. Un gigantesco cartel luminoso anunciaba:«¡Apertura el 1 de septiembre!».
Koichi pensó que aún quedaba mucho camino que recorrer para que Shin Nippon abriese su primer hotel, pero no era un sueño imposible. Lo haría realidad en un futuro no muy lejano, cuando empezara a ascender por los peldaños de la compañía hasta hacerse con el mando de la misma. Y mientras tanto, aprendería todo lo que pudiese. Ya contemplaba la idea de darle un giro a la política comercial de Shin Nippon para apuntar al mercado de masas. Estaba seguro de que vendría el día en el que «masas» dejase de ser un término despectivo.
Ya iba a medio camino de su paseo por los alrededores y se aproximaba a una intersección donde la carretera se encontraba con las vías de ferrocarril que conducían hasta el este de la ciudad. La lluvia caía cada vez con más fuerza, y el frenético movimiento de los limpiaparabrisas que barrían el cristal le entorpecía la vista.
No se había cruzado con un solo coche en su paseo matinal, ni con un peatón siquiera. Pisó el acelerador, y el coche retomó velocidad paulatinamente. Naomi le había regalado aquel vehículo para que fuese a recoger a su madre. Koichi recordó que cuando su prometida le puso la llave en la palma de la mano, el diminuto objeto guardó durante unos instantes el calor de su cuerpo.
No supo decir si lo vio antes o después de pisar el freno a fondo. El tiempo se había detenido. La oscura silueta que se perfiló entre la bruma desapareció al instante. En cambio, se acordaba muy bien del ruido: un impacto seco. El coche derrapó antes de detenerse. Koichi fue propulsado con violencia hacia el volante.
Cuando salió del vehículo, ya reinaba el silencio, excepto por el sonido de su corazón que le palpitaba en los oídos. Un bulto yacía a un lado de la carretera. Sobresalían sus pies, uno de ellos descalzo. El zapato faltante había aterrizado en el punto donde Koichi se levantaba ahora.
Se acercó con paso dubitativo, muy despacio.
No percibió la menor señal de vida en aquella masa inerte. Se arrodilló y le palpó el cuello: no pudo encontrar el pulso. Era un hombre que aparentaba su misma edad. Reparó en un diminuto lunar bajo su ceja derecha. Había caído de bruces sobre un charco. La sangre manaba de su oreja izquierda. Koichi tendió unas temblorosas manos, levantó la cabeza de la víctima para darle la vuelta, y supo que, entre sus brazos, yacía un cuerpo sin vida.
Apartó las manos del cadáver y se las frotó contra los pantalones. La lluvia le descendía por el cuello y le empapaba la espalda. Sintió un frío intenso.
Las gotas empezaban a colmar el paraguas volcado del fallecido. Resonó el agudo canto de un pájaro desde la arboleda que quedaba a la derecha.
Echó un vistazo a su alrededor.
Estaba a las afueras de la ciudad. La suave curva que dibujaban las vías del tren desaparecía detrás de la espesa fronda, y conducía, más allá, hacia un túnel donde asomaba una señal de tráfico derrengada. Era un paso a nivel. A mano izquierda, se mantenía en pie un almacén desafectado en el que aún podían leerse las palabras: «Troqueles Hirakawa».
No había nadie más allí.
Si quería escapar, tenía que hacerlo ahora. Continuó secándose las manos en los pantalones mientras la lluvia lo empapaba.
«Ahora… Si quieres olvidarte de todo esto, es ahora o nunca. ¡Huye!». El agua se encargaría de borrar las huellas de los neumáticos y el rastro de sangre de la calzada.
Esa voz que manaba de los recodos de su ser se dirigió al hombre que yacía mirando al cielo, con el cuerpo doblado en una contorsión imposible. «No sabía que estabas ahí.» Buscaba una respuesta. «No te he visto.»
«¡Tienes que huir! ¡Lo echaras todo a perder!».
Un tintineo desgarró el silencio. Venía desde detrás. Koichi dio un brinco. La señal del paso a nivel destellaba, las barreras empezaban a descender. Un tren pasaría en cualquier momento.
Koichi se quedó inmóvil mirando la señal mientras la campana seguía sonando. Dos luces rojas, una encima de la otra, parpadeaban alternativamente. Arriba, abajo, arriba, abajo.
¿Lo advertiría el maquinista? ¿Y los pasajeros? ¿Repararía en su coche? ¿En el cadáver?
«Tilín, tilín, tilín.»
Se le heló la sangre en las venas. Koichi se acercó corriendo hasta el muerto y lo arrastró hacia un lateral del vehículo. Abrió la puerta trasera y lo cargó dentro.
Regresó apresurado para echar un vistazo a la carretera. Recogió el paraguas volcado y lo guardó en el coche junto al cadáver. La sangre que teñía los charcos de la carretera se diluía cada vez más. Pronto no quedaría ni rastro.
En cuanto se disponía a montarse en el coche, se tropezó con el zapato perdido en el impacto. Se apresuró a recogerlo y a lanzarlo a la parte trasera del coche. Justo en el instante en el que cerraba la puerta, el tren pasó a toda velocidad.
Koichi no supo explicar cómo había conseguido ponerse al volante del vehículo ni lo que le pasó por la cabeza en aquel momento. Cuando llegó a casa de su madre, tomó la precaución de aparcar en el garaje. Desde la carretera, nadie podría advertir el guardabarros doblado o la pintura desconchada.
Su madre, Umeko, salió en cuanto oyó ruido. En realidad, el «garaje» no era más que un techo improvisado levantado en el diminuto patio y oculto tras una cubierta de plástico. Ella había destinado sus modestos ahorros a hacerlo instalar para que Koichi no tuviera que dejar su coche en la calle cada vez que viniera que, en adelante, sería mucho más a menudo. El había intentado disuadirla. No era necesario gastar el dinero, por poco que fuera, porque pronto le construiría una casa mucho más grande.
—¡Bienvenido, hijo mío! ¡Oh! ¿Qué ha pasado? —preguntó cuando reparó en la expresión de Koichi.
Se deshizo en lágrimas en cuanto la vio. Se mordió el puño para ahogar sus llantos.
Umeko escuchó con atención toda la historia. En lugar de culparlo, tomó una firme decisión.
—Tenemos que deshacernos del cadáver.
En el suelo del trastero, extendieron la lona de plástico que sobró de la construcción del garaje improvisado. Umeko actuaba con sosiego y minuciosidad. Tras el derrame que sufrió, la mano derecha había quedado sin movilidad, pero su voz no flaqueaba a la hora de dar órdenes a Koichi.
El se encargó de desvestir al fallecido y guardar su ropa en una bolsa de papel. Llevaba una cartera en el bolsillo de la chaqueta que contenía un carné de conducir y otros documentos de identidad.
—Toshio Kusaka. ¿Te suena de algo, mamá?
Umeko no contestó, pero arrebató la cartera de las manos de su hijo y la introdujo en la bolsa junto al resto de la ropa. Cuando terminó de cerrarla, repuso:
—Trabaja en el ayuntamiento, en finanzas.
Acto seguido, envolvieron el cuerpo en la tela de plástico, lo ataron y lo escondieron en el patio.
—¿Qué hacemos con el coche? —inquirió Koichi.
—Tiene arañazos, ¿verdad?
A las siete de esa misma tarde, el telediario local informaba de la desaparición del ayudante del responsable financiero del ayuntamiento de Hirakawa. Al ver la noticia, Koichi sacó su coche del garaje. Lo estrelló contra el muro que rodeaba la casa vecina y fingió haber tomado mal la curva.
Llamó a una grúa y pidió que lo llevase a un taller donde arreglar los desperfectos. Entretanto, la compañía de seguros le prestaría un coche que apenas tardaron quince minutos en llevarle.
—Nunca me ha gustado ese muro —dijo Umeko a su hijo.
Esperaron hasta medianoche antes de cargar el cadáver junto con una pala en el maletero del coche prestado. El trayecto que los condujo hasta dejar atrás Hirakawa sucedió sin mayor contratiempo. Una hora más tarde, cuando la última casa de las afueras de la ciudad quedaba ya lejos, se detuvieron en un bosque, en pleno parque natural. Koichi sacó la pala, una linterna, y caminó durante poco tiempo hasta dar con el lugar perfecto, en una pendiente. Lo único que tenía que hacer era regresar al coche, recuperar el cuerpo y enterrarlo allí. Lo hizo todo solo. Umeko esperó en el interior del vehículo. No encendió ninguna luz, se quedó envuelta por la penumbra. Tampoco la radio. Permaneció sentada, inmóvil y sin apartar la mirada del frente.
Una vez cavada la fosa, y mientras Koichi vertía tierra sobre el bulto enrollado en la funda de plástico, la cuerda se soltó. Asomó una mano curvada, petrificada en una posición inverosímil. Casi temió que el muerto la tendiera hacia él y lo agarrara por el tobillo. Pero cuando reparó en el anillo de boda que lucía el dedo anular, la consternación vino a borrar el miedo. No se había fijado en este detalle que podría servir para identificar el cadáver. Koichi se enjugó el sudor de la frente. No había muchas probabilidades de que hallasen el cuerpo allí, pero no podía correr ningún riesgo.
Vertió toda la tierra que había extraído y la apisonó con la pala antes de encaminarse hacia el coche. El cansancio y el miedo se plasmaban en el temblor que sacudía sus brazos.