—Es usted el único que ha contestado —dijo tranquilamente Ernesto—, y ha dado la única respuesta que podía darse. ¡El Poder! Es lo que predicamos, nosotros los de la clase obrera. Sabemos, y lo sabemos al precio de una amarga experiencia, que ningún llamado al derecho, a la justicia, o a la humanidad podría jamás conmoveros. Vuestros corazones son tan duros como los talones con que camináis sobre los rostros de los pobres. Por eso hemos emprendido la realización de la conquista del poder. Y con el poder de nuestros votos es seguro que os quitaremos vuestro gobierno el día de las elecciones.
—Y aunque tuvieseis la mayoría, una mayoría aplastante en las elecciones —interrumpió el señor Wickson—, ¿qué diríais si nos negásemos a entregaros ese poder conquistado en las urnas?
—También eso lo hemos previsto —replicó Ernesto—, y os responderemos con plomo. Usted ha proclamado al poder rey de las palabras. ¡Muy bien! Será, pues, cuestión de fuerza. Y el día que hayamos conquistado la victoria en el escrutinio, si os rehusáis a entregarnos el gobierno, al cual habremos llegado constitucional y pacíficamente, pues bien, entonces replicaremos como se debe, golpe por golpe, y nuestra respuesta estará formulada en silbidos de obuses, en estallidos de «shrapnells» y en crepitar de potentes ametralladoras.
De una u otra manera no os podréis escapar. Es cierto que usted ha interpretado claramente la historia. Es cierto que desde el comienzo de la historia el trabajo ha estado en el fango. Es igualmente cierto que quedará siempre en el fango mientras permanezcan en el poder usted, los suyos y los que vendrán después de vosotros. Suscribo todo lo que usted dijo. Estamos de acuerdo. El poder será el árbitro. Siempre lo fue. La lucha de clases es un problema de fuerza. Pues bien, así como su clase derribó a la vieja nobleza feudal, así también será abatida por una clase, la clase trabajadora. Y si usted quiere leer la biología y la sociología tan correctamente como leyó la historia, se convencerá de que este fin es inevitable. Poco importa que ocurra dentro de un año, de diez o de mil: su clase será derribada. Será derribada por el poder, por la fuerza. Nosotros, los del ejército del trabajo, hemos rumiado esta palabra hasta el punto de que nos escuece el alma: ¡El Poder Verdaderamente, es la reina de las palabras, la última palabra.!
Y así terminó la velada de los filómatas.
Hacia esta época comenzaron a llover a nuestro alrededor, apretadas y rápidas, las perspectivas de acontecimientos por venir.
Ernesto había expresado ya sus dudas sobre el grado de prudencia demostrado por mi padre al recibir en casa socialistas y obreristas conocidos o asistiendo abiertamente a sus reuniones; pero papá no había hecho más que sonreírse de sus preocupaciones. En cuanto a mí, me enteraba de muchas cosas al contacto con los jefes y los pensadores de la clase obrera. Veía la otra faz de la medalla. Me seducían el altruismo y el noble idealismo que encontraba en ellos, al mismo tiempo que me espantaba la inmensidad del nuevo campo literario, filosófico, científico y social que se extendía delante de mí. Yo aprendía rápidamente, pero no tanto como para comprender desde entonces el peligro de nuestra situación.
No me faltaron las advertencias, pero no les hice caso. Me enteré así que las señoras Pertonwaithe y Wickson, cuya influencia en nuestra ciudad universitaria era formidable, habían opinado que, para ser tan joven, me mostraba demasiado impaciente y demasiado decidida, con una molesta tendencia a mezclarme en los asuntos ajenos. Encontré bastante natural sus sentimientos, teniendo en cuenta el papel que yo había desempeñado ante ellas en mi encuesta sobre el asunto Jackson. Pero estaba lejos de comprender la importancia real de un aviso de este género, enunciado por árbitros de tanto poderío social.
Claro que advertí cierta fría reserva en el círculo corriente de mis amistades, pero lo atribuía a la desaprobación que levantaba mi proyecto de casamiento con Ernesto. Fue más tarde cuando Ernesto me demostró cómo esta actitud de mi círculo, lejos de ser espontánea, era convenida y dirigida por ocultos resortes.
—Has dado albergue en tu casa —me dijo— a un enemigo de tu clase. No sólo le has dado asilo, sino que le has dado tu amor y confiado tu persona. Es una traición al clan a que perteneces; no esperes zafarte del castigo.
Antes de eso, una tarde que Ernesto estaba en casa, papá regresó tarde, y advertimos que estaba colérico, o, por lo menos, en un acceso de cólera filosófica. Era raro que se saliera de sus casillas, pero de tanto en tanto se permitía cierto grado de ira mesurada. A eso le llamaba un tónico. Vimos, pues, desde que entró en la habitación que tenia su dosis de cólera tónica.
—¿Qué les parece? —preguntó—. ¡Acabo de tomar el lunch con Wilcox!
Wilcox era el presidente jubilado de la Universidad. Su espíritu marchito era un almacén de lugares comunes que habían tenido circulación hacia 1870 y que jamás había soñado poner al día desde aquella época.
—Me invitó. Me había mandado buscar.
Papá hizo una pausa. Nos quedamos esperando.
—¡Oh! todo pasó muy cortésmente, lo reconozco, pero he recibido una reprimenda. ¡Yo! ¡Y por ese viejo fósil!
—Apuesto a que sé por qué lo reprendieron —dijo Ernesto.
—A que no adivina en tres veces dijo papá sonriendo.
—Se lo voy a decir en la primera —replicó Ernesto—. Y no es una conjetura, sino una deducción. A usted lo reprendieron por su vida privada.
—¡Es cierto! —exclamó papá. ¿Cómo lo adivinó?
Sabía que tenía que suceder. Ya se lo había advertido.
—Hombre, es cierto —dijo papá, reflexionando. Pero no podía creerlo. De todas maneras será un testimonio más, y de los más convincentes, que pondré en mi libro.
—Y esto no es nada comparado con lo que le espera si usted insiste en recibir en su casa a todos esos socialistas y revolucionarios, comenzando por mí.
—Eso fue precisamente lo que me reprochó el viejo Wilcox, haciendo un montón de comentarios absurdos. Me dijo que daba prueba de un gusto dudoso, que iba contra las tradiciones y los usos de la Universidad y que, en cualquier caso, yo gastaba mi tiempo sin ningún provecho. Agregó otras cosas no menos vagas. Yo conseguí acorralarlo para que me dijera algo concreto y lo puse en una postura un poco desairada: no hacía más que repetirse y decirme cuánta consideración tenía para mí y cómo me respetaban como sabio. La misión no era agradable para él: se veía que estaba lejos de agradarle.
—Wilcox no es libre de sus actos, pero no siempre se arrastra con contento la bola
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.
—Se lo di a entender. Me informó entonces que la Universidad necesita este año mucho dinero más que el que el Estado está dispuesto a darle. El déficit sólo puede ser cubierto por la liberalidad de los ricos, los cuales opondrían ciertamente reparos al ver a la Universidad apartarse de su ideal elevado y la búsqueda impasible de las verdades puramente intelectuales. Cuando quise ponerlo contra la pared para que me dijese cómo mi vida doméstica podría apartar a la Universidad de ese ideal, me ofreció una licencia de dos años con goce de sueldo para que hiciese un viaje de placer y de estudios a Europa. Naturalmente, no podía aceptar en esas condiciones.
—Sin embargo, eso es lo mejor que usted pudo haber hecho —dijo Ernesto gravemente.
—¡Es que eso era un cebo, una tentativa de corrupción! —protestó papá, y Ernesto aprobó con un gesto—. El muy entremetido me dijo también que se charlaba en las mesas de té, que se criticaba que mi hija estuviera comprometida con un personaje tan notorio como usted y que esta conducta no estaba en armonía con el buen tono y la dignidad de la Universidad. No es que él tuviera la menor cosa que reprochar, pero, en fin, que se conversaba y que yo, seguramente, comprendería.
Esta revelación hizo meditar a Ernesto. Su rostro se llenó de sombras: estaba grave y airado. Al cabo de unos instantes declaró:
—Ahí debe haber algo más que el ideal universitario. Alguien debe haber presionado al decano Wilcox.
—¿Lo cree usted? —preguntó papá con una expresión que delataba más curiosidad que temor.
—Quisiera hacerle compartir una impresión que se forma lentamente en mi espíritu —dijo Ernesto—. En la historia del mundo la sociedad no se ha encontrado nunca arrastrada por una ola terrible como en la hora actual. Las rápidas modificaciones de nuestro sistema industrial arrastran consigo otras no menos violentas en toda la estructura religiosa, política y social. Una revolución invisible y formidable se está realizando en las fibras íntimas de nuestra sociedad. Estas cosas sólo pueden sentirse vagamente, pero están en el aire en este mismo instante. Se presiente la aparición de algo vasto, vago, terrorífico. Mi espíritu se niega a prever bajo que forma va a cristalizarse esta amenaza. Ya lo oyó las otras noches a Wickson: detrás de sus palabras se yerguen esas mismas entidades sin nombre y sin forma; pero era su concepción subconsciente la que inspiraba sus palabras.
—Según usted… —comenzó papá, que se detuvo, vacilando.
—Según yo, una sombra colosal y amenazadora comienza a proyectarse desde ahora sobre el país. Llámele a eso, si usted quiere, la sombra de una oligarquía: es la definición más aproximada que me atrevo a dar. No quiero imaginar cuál es su naturaleza precisa
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. Pero me veo obligado a decirle lo siguiente: usted se encuentra en una situación peligrosa, corre un riesgo que mi temor exagera quizás porque no puedo medirlo. Siga mi consejo y acepte las vacaciones que le ofrecen.
—¡Eso sería una cobardía! —exclamó papá.
—De ninguna manera. Usted es un hombre de edad. Ya realizó su obra, una hermosa obra, en el mundo. Deje la batalla actual a los que son jóvenes y fuertes. Nuestra tarea debemos realizarla nosotros, los de la nueva generación. Mi querida Avis se mantendrá a mi lado y lo representará a usted en el frente de batalla.
—¡Pero si ellos no pueden hacerme ningún daño! —objetó mi padre—. ¡A Dios gracias! Soy independiente. Por favor, le ruego, crea que me doy cuenta de las terribles persecuciones que podrían infligir a un profesor cuya vida dependiese de la Universidad. Pero la mía no depende de ella. Yo no entré en la enseñanza por el sueldo. Puedo vivir cómodamente de mis rentas y lo único que pueden quitarme es mi sueldo.
—Usted no ve las cosas bastante lejos —respondió Ernesto—. Si lo que temo se realiza, le pueden quitar sus rentas privadas y hasta su mismo capital tan fácilmente como su sueldo.
Durante algunos minutos papá guardó silencio. Reflexionaba profundamente y vi que se formaba en su frente una arruga de decisión. Al fin respondió con tono firme:
—No aceptaré la licencia. —Hizo una nueva pausa—. Continuaré escribiendo mi libro
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. Puede que usted se engañe. Pero tenga o no razón usted, me quedo en mi puesto.
—¡Muy bien! —dijo Ernesto—. Usted toma el mismo camino que el obispo Morehouse y marcha usted hacia una catástrofe análoga. Los dos quedaréis reducidos al estado de proletarios antes de llegar al fin.
La conversación giró sobre el prelado, y le pedimos a Ernesto que nos contase lo que había hecho de él.
—Está enfermo hasta el alma del viaje que le hice hacer a través de las regiones infernales. Le he hecho visitar los tugurios de algunos de nuestros obreros de fábrica. Le he mostrado los desechos humanos que arroba la máquina industrial y les ha oído narrar sus vidas. Lo he llevado a los bajos fondos de San Francisco y ha podido ver que la embriaguez, la prostitución y la criminalidad tienen una causa más profunda que la depravación natural. Ha quedado seriamente resentido de salud y, lo que es peor, se ha exaltado. El choque ha sido demasiado rudo para este fanático de la moral. Y como de costumbre, no tiene el menor sentido práctico: se mueve en el vacío en medio de toda clase de ilusiones humanitarias y de proyectos de misiones que se enviarían a las clases cultas. Siente que su deber irrenunciable es resucitar el antiguo espíritu de la Iglesia y comunicar su mensaje a los amos del momento. Está desbocado: tarde o temprano se estrellará, pero no puede decir qué forma tomará la catástrofe. Es un alma pura y entusiasta, ¡pero tan poco práctica! Me deja atrás: no puede hacer que afirme los pies en el suelo. Vuela hacia su jardín de los olivos, y luego hacia su calvario. Porque almas tan nobles están hechas para la crucifixión.
—¿Y tú? —le pregunté con una sonrisa que escondía la grave ansiedad de mi corazón.
—Yo no —respondió riéndose también—. Podré ser ejecutado o asesinado, pero nunca seré crucificado. Estoy plantado demasiado sólidamente y demasiado obstinadamente en la tierra.
—Pero ¿por qué preparar esa crucifixión del obispo? Porque no me negarás que tú eres la causa.
—¿Y por qué dejaría a un alma a sus anchas en el lujo cuando hay millones en el trabajo y en la miseria?
—Entonces, ¿por qué le aconsejas a mi padre que acepte la licencia?
—Porque no soy un alma pura y entusiasta. Porque soy sólido, obstinado y egoísta. Porque te quiero, y hablo como en otro tiempo se habló a Ruth: «Tu pueblo es mi pueblo». En cuanto al obispo, él no tiene una hija. Además, por mínimo que sea el resultado, por débil e insuficiente que se produzca su vagido, causará algún bien a la revolución, pues hasta los trozos más pequeños interesan.
Me era imposible ser de este parecer. Conocía bien la noble naturaleza del obispo Morehouse y no podía imaginarme que su voz al levantarse en favor de la justicia no sería más que vagido débil e impotente. Por ese entonces, yo no poseía en la punta de los dedos, como Ernesto, las duras realidades de la existencia. El veía claramente la sutileza de esta gran alma, y los próximos acontecimientos iban a revelármela con no menos claridad.
Pocos días después, Ernesto me contó, como si fuese una historia cómica, la proposición que había recibido del gobierno: le ofrecían el cargo de secretario de Estado en el Ministerio de Trabajo. Tuve una inmensa alegría. Esa clase de ocupación convenía ciertamente a Ernesto, y el ansioso orgullo que me inspiraba me hacía considerar esta propuesta como un justo reconocimiento a su capacidad.
Al punto advertí una chispa de alegría en sus ojos: se estaba burlando de mí.
—Supongo que… no la rechazarás —dije temblorosamente.
—¿No ves que se trata simplemente de una tentativa de corrupción? —me dijo—. Ahí está en juego la fina mano de Wickson, y detrás de la suya la de gentes colocadas todavía más arriba. Esto de escamotearles sus capitanes al ejército del trabajo es un truco tan viejo como la lucha de clases. ¡Pobre trabajo eternamente traicionado! ¡Si supieras cuántos de sus jefes en el pasado fueron comprados de manera parecida! Eso viene a salir menos caro, mucho menos caro: sobornar a un general en vez de combatir contra todo un ejército. Hubo… pero no quiero nombrar a nadie; ya tengo bastante con mi indignación. Querida y tierna Avis: soy un capitán del trabajo; no podría venderme. Si no tuviera mil otras razones, la memoria de mi pobre padre viejo, extenuado hasta la muerte, bastaría.