—¿Cómo fue que la máquina le llevó su brazo?
Me miró de un modo ausente, reflexionando. Luego meneó la cabeza.
—Yo qué sé; sucedió así no más.
—¿Un poco de descuido tal vez?
—No, yo no lo llamaría así. Estaba trabajando horas extras, y me parece que estaba algo cansado. Trabajé diecisiete años en esa fábrica, y he observado que la mayoría de los accidentes ocurren poco antes del silbato
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. Apostaría cualquier cosa a que se lastiman más obreros una hora antes de la salida que durante todo el resto de la jornada. Un hombre no se encuentra tan ágil cuando sudó la gota gorda horas y horas sin parar. He visto muchos tipos cepillados, cortados o despanzurrados para saberlo.
—¿Tantos le ha tocado ver?
—Cientos y cientos, y chicos a montones.
Aparte de ciertos detalles horribles, su relato del accidente era conforme a lo que ya había escuchado. Cuando le pregunté si había violado cierto reglamento sobre el manejo de la máquina, meneó leí cabeza.
—Con la derecha hice soltar la correa de la máquina y quise sacar la piedra con la zurda. No me fijé si la correa estaba desprendida del todo. Me parecía que la mano derecha había hecho el esfuerzo necesario, estiré vivamente el brazo izquierdo… y no hubo caso, la correa estaba desprendida a medias… y entonces mi brazo fue hecho picadillo.
—Debió sufrir atrozmente —dije con simpatía.
—¡Hombre! La molienda de los huesos no era agradable.
Sus ideas sobre la acción de daños y perjuicios parecían un poco confusas. La única cosa clara para él era que no le hablan acordado la menor compensación. De acuerdo con sus impresiones, la decisión adversa del tribunal se debía al testimonio de los capataces y del subdirector, los cuales, según sus palabras, no dijeron lo que debieron haber dicho. Y yo resolví irlos a buscar.
Lo indudable de todo esto era que Jackson se encontraba reducido a una lamentable situación. Su mujer estaba enferma y el oficio de fabricante ambulante no le permitía ganar lo suficiente para alimentar a su familia. Estaba atrasado en su alquiler y su hijo mayor, un muchacho de once años, trabajaba ya en la hilandería.
—Bien pudieron haberme dado para el puchero el puesto ese de sereno —fueron sus últimas palabras cuando me separé de él.
Después de mi entrevista con el abogado que había asumido la defensa de Jackson, así como las que tuve con el subdirector y los dos capataces oídos como testigos en la causa, comencé a darme cuenta de que las afirmaciones de Ernesto eran bien fundadas.
Al primer vistazo consideré al hombre de ley como un ser débil e incapaz, y no me asombré de que Jackson hubiese perdido su proceso. Mi primer pensamiento fue que éste tenía su merecido por haber elegido semejante defensor. Después, dos afirmaciones de Ernesto acudieron a mi memoria: «La Compañía emplea abogados muy hábiles» y «El coronel Ingram es un hombre de leyes muy capaz». Me puse a pensar que, naturalmente, la Compañía estaba en condiciones de pagar talentos de positivo mérito, cosa que no podía hacer un pobre diablo como Jackson. Pero este detalle me parecía secundario; a mi entender, debían haber seguramente algunas buenas razones para que Jackson hubiese perdido su pleito.
—¿Cómo se explica usted que no haya ganado el proceso? —pregunté.
El abogado pareció un instante cohibido y mortificado y me sentí apiadada por esta pobre criatura. Luego comenzó a gemir. Me parece que era llorón por naturaleza y pertenecía a la raza de los vencidos desde la cuna. Se quejaba de los testigos, cuyas deposiciones habían sido favorables a la parte contraria: no había podido arrancarles una sola palabra favorable para su cliente. Sabían de qué lado calentaba más el sol. En cuanto a Jackson, había sido un necio que se había dejado intimidar por el coronel Ingram. Este, que era brillante en los contrainterrogatorios, había envuelto a Jackson con sus preguntas y arrancado respuestas comprometedoras.
—¿Cómo podían ser comprometedoras esas preguntas sí tenía a la justicia de su parte? —le pregunté—.
¿Qué tiene que hacer aquí la justicia? —preguntó a su vez. Y mostrándome los volúmenes acomodados en los estantes de su pobre escritorio, agregó—: Fíjese en esos libros: leyéndolos, he aprendido a distinguir entre el derecho y la ley. Pregúnteselo a cualquier curial; bastará con que haya ido sólo al catecismo para que sepa decirle lo que es justo, pero para saber lo que es legal, hay que dirigirse a estos libros.
—¿Me quiere usted hacer creer que Jackson tenía todo el derecho de su parte y que, sin embargo, fue vencido? —pregunté con cierta vacilación. ¿Quiere usted insinuar que no hay justicia en la corte del juez Caldwell?
El abogadito abrió tremendos ojos; luego toda huella de combatividad se esfumó de su cara. Volvió a sus quejas.
—La partida no era pareja para mí. Lo mantearon a Jackson, y a mí con él. ¿Qué posibilidades tenía de ganar? El coronel Ingram es un gran abogado. ¿Cree usted que si no fuera un jurista de primera fila tendría entre sus manos los asuntos de las Hilanderías de la Sierra, del Sindicato de Bienes Raíces de Erston, de la Berkeley Consolidada, de la Oakland, de la San Leandro y de la Compañía Eléctrica de Pleasanton? Es un abogado de corporaciones, y a esa gente no se le paga para que sea tonta
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—¿Por qué solamente las Hilanderías de la Sierra le pagan veinte mil dólares por año? Usted comprenderá que es porque eso es lo que vale para los accionistas. Yo no valgo esa suma. Si valiese eso, no sería un fracasado, un muerto de hambre, obligado a ocuparme de asuntos como el de Jackson. ¿Qué cree usted que habría cobrado si hubiese ganado el proceso?
—Me imagino lo habría esquilmado a Jackson.
—¿Y qué hay con eso? —gritó con tono irritado. Yo también tengo que vivir
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.
—Él tiene mujer e hijos.
—Yo también tengo mujer e hijos. Y no hay en el mundo nadie más que yo para preocuparse de que no se mueran de hambre.
Su rostro se dulcificó de pronto. Abrió la tapa de su reloj y me mostró una fotografía de una mujer y dos nenas.
—Mírelas, ahí las tiene. Las hemos pasado amargas, de veras. Tenía intenciones de mandarlas al campo si hubiese ganado este asunto. Aquí no se encuentran bien, pero carezco de medios para llevarlas a vivir a otra parte.
Cuando me levanté para despedirme, volvió a sus gemidos.
—No tenía ni la más remota posibilidad. El coronel Ingram y el juez Caldwell son dos buenos amigos. No quiero decir con esto que esta amistad hubiera hecho decidir el caso contra nosotros si hubiese logrado una deposición conveniente en la contraprueba de sus testigos, pero debo agregar, sin embargo, que el juez Caldwell y el coronel Ingram frecuentan el mismo club, el mismo teatro. Viven en el mismo barrio, en donde yo no puedo vivir. Sus mujeres están siempre metidas una en casa de la otra. Y entre ellos todo se vuelven partidas de «wihst» y otras rutinas por el estilo.
—¿Y usted cree, sin embargo, que Jackson tenía el derecho de su parte?
—No lo creo, estoy seguro. Al principio, creí que hasta tenía ciertas perspectivas, pero no se lo dije a mi mujer para no ilusionarme en vano. Se había encaprichado con unas vacaciones en el campo y ya estaba bastante contrariada para agregar nuevas desilusiones.
A Pedro Donnelly, uno de los capataces que habían declarado en el proceso, le, hice la siguiente pregunta:
—¿Por qué no hizo notar usted que Jackson se había herido cuando trató de evitar un deterioro de la máquina?
Reflexionó largo rato antes de contestarme. Después miró con inquietud a su alrededor y declaró:
—Porque tengo una magnífica mujer y los tres chicos más lindos que se puedan ver.
—No comprendo.
—En otras palabras, que hubiera sido, peligroso no hablar así.
—Entiendo menos, todavía… Me interrumpió y dijo con vehemencia:
—Yo sé lo que digo. Hace muchos años que trabajo en las hilanderías. Empecé siendo un mocoso de la lanzadera, y desde entonces no he dejado de sudar la gota gorda. A fuerza de trabajo llegué a mi situación actual, que es un puesto privilegiado. Soy capataz, para servir a usted. Y me pregunto si en toda la fábrica habría un solo hombre que me tendería la mano para que no me ahogase. Antes, estaba afiliado a la Unión, pero permanecí al servicio de la Compañía durante dos huelgas. Me trataban de «amarillo». Mire las cicatrices en la cabeza: me lapidaron a ladrillazos. Hoy no hay un solo hombre que quisiera tomar una copa conmigo si lo invitara y no hay un solo aprendiz en las lanzaderas que no maldiga mi nombre. No tengo más amigos que la Compañía. No es mi deber sostenerla, pero es mi pan y mi manteca y la vida de mis hijos. Es por eso que no dije nada.
—¿Se le podían hacer reproches a Jackson? le pregunté.
—No, él debió haber obtenido una reparación. Era un buen trabajador, jamás había molestado a nadie.
—¿No era usted libre para declarar toda la verdad, como había jurado hacerlo?
Donnelly sacudió la cabeza.
—La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad agregué en tono solemne.
Su cara se animó de nuevo. La levantó, no hacia mí, sino hacia el cielo.
—Me dejaría asar cuerpo y alma a fugo lento en el infierno eterno por el amor de mis chicos —respondió.
Enrique Dallas, el subdirector, era un individuo con cara de zorro que me miró de arriba abajo insolentemente y se negó a hablar. No le pude arrancar una sola palabra relativa al proceso y a su propia deposición.
Obtuve más éxito con el otro capataz. James Smith era un hombre de rasgos duros y el corazón se me apretó cuando me le acerqué. El también me hizo comprender que no era libre; a lo largo de nuestra conversación advertí que aventajaba mentalmente al término medio de los hombres de su clase. Al igual que Pedro Donnelly, creía que Jackson debió haber obtenido indemnización. Fue más lejos, y calificó de crueldad el hecho de haber arrojado a la calle a ese trabajador después de un accidente que lo privaba de toda capacidad. Fa también me contó que se producían frecuentes accidentes en la hilandería y que era norma de la Compañía luchar hasta el límite contra las demandas que le entablaban en casos semejantes.
—Eso —agregó— representa para los accionistas algunas centenas de miles de dólares por año.
Entonces me acordé del último dividendo cobrado por papá, que había servido para pagar un lindo vestido para mí y libros para él.
Recordé la acusación de Ernesto diciendo que mi falda estaba manchada de sangre, y sentí mi carne estremecerse bajo mis vestidos.
—¿No hizo usted resaltar en sus declaraciones que se había herido cuando intentaba preservar a la máquina de un deterioro?
—No —respondió, y se mordió los labios amargamente—. Afirmé que Jackson se había herido por negligencia y que la Compañía no podía ser de ninguna manera censurada ni considerada responsable.
—¿Hubo negligencia de parte de Jackson?
—Si uno quiere, puede llamarle negligencia, o puede emplear otra palabra. El hecho es que un hombre está cansado luego de haber trabajado varias horas consecutivas.
El individuó comenzaba a interesarme. Era ciertamente de una especie menos ordinaria.
—Usted es más instruido que la generalidad de los obreros —le dije.
—Es que pasé por la Escuela Secundaria —me respondió. Pude seguir los cursos mientras hacía las veces de portero. Mi sueño era hacerme inscribir en la Universidad, pero murió mi padre y tuve que venir a trabajar a la hilandería. Me hubiera gustado ser naturalista agregó con timidez, como si confesara una debilidad. Adoro a los animales. En lugar de eso, entré en la fábrica. Cuando me hicieron capataz, me casé; luego vino la familia y… ya no era dueño de mí.
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Quiero explicarle por qué testimonié como lo hice en el proceso, por qué he seguido las instrucciones dadas.
—¿Dadas por quién?
—Por el coronel Ingram. Fue él quien esbozó para mí la deposición que debía hacer.
—Y que le hizo perder el pleito a Jackson.
Hizo un gesto afirmativo y los colores se le subieron a la cara.
—Y Jackson tenía una mujer y dos niños que dependían de él.
—Lo sé dijo tranquilamente, pero su rostro se ensombreció aún más.
—Dígame —continué—. ¿Le fue fácil al hombre que era usted, cuando seguía los cursos de la Escuela Secundaria, transformarse en el hombre capaz de hacer algo semejante?
Lo repentino de su acceso de cólera me sorprendió y me asustó. Escupió
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un juramento formidable y apretó el puño como para pegarme.
—Le pido perdón —dijo al cabo de un momento—. No, no fue nada fácil… Y ahora, me parece que lo mejor que puede hacer es marcharse… Usted me sonsacó todo lo que quería. Pero permítame que le advierta una cosa antes de irse: de nada le servirá repetir lo que le dije. Negaré todo, pues no hay testigos. Negaré hasta la última palabra, y si es menester lo negaré bajo juramento ante la mesa de los testigos.
Después de esta entrevista, fui a buscar a papá a su escritorio en el edificio de la Química y allí lo encontré a Ernesto.
Era una sorpresa inesperada, pero él vino hacia mí con sus ojos audaces, firme apretón de manos y esa curiosa mezcla de seguridad y cordialidad que le era familiar. Parecía haber olvidado nuestra última reunión y su atmósfera un poco tormentosa; pero hoy no estaba con humor para hacerle olvidar aquella noche. He profundizado en el caso Jackson le dije bruscamente.
Al instante su atención y su interés se concentraron en lo que iba a decir, y, sin embargo, yo adivinaba en sus ojos la certeza de que mis anteriores convicciones habían sido alteradas.
—Me parece que he sido tratada muy mal confesé, y creo que, efectivamente, un poco de su sangre colorea el piso de mi casa.
—Es natural —respondió—. Si Jackson y todos sus camaradas fuesen tratados con piedad, los dividendos serían menos considerables.
—Nunca más tendré alegría al ponerme un lindo vestido —agregué.
Sentíame humilde y contrita, pero encontraba muy dulce representarme a Ernesto como una especie de defensor.
En ese momento, como siempre, su fuerza me seducía. Parecía irradiar como una prenda de paz y de protección.
—No la tendría mayor si se pusiese un vestido de arpillera —dijo gravemente—. Hay hilanderías de yute, como usted sabe, y allí ocurre la misma cosa. En todas partes es lo mismo. Nuestra tan decantada civilización está fundada en la sangre, empapada en sangre, y ni usted ni yo ni nadie podemos escapar a la mancha escarlata. ¿Con quiénes ha conversado usted?