Si ello ocurría así, la sociedad era una mentira. Retrocedía de espanto ante mis propias conclusiones. Era demasiado abominable, demasiado terrible para que fuese cierto. Sin embargo, ahí estaba Jackson, y su brazo, y su sangre que chorreaba de mi techo y manchaba mi vestido. Y había muchos Jackson; los había a centenares en las hilanderías, lo había dicho él mismo. El brazo fantasma no me soltaba.
Fui a ver al señor Wickson y al señor Pertonwaithe, los dos hombres que detentaban la mayor parte de las acciones. Mas no conseguí conmoverlos como a los mecánicos a su servicio. Advertí que profesaban una ética superior a la del reste de los hombres, algo que podríamos llamar la moral aristocrática, la moral de los amos
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. Hablaban en términos amplios de su política, de su destreza, que identificaban con la probidad. Se dirigían a mí con tono paternal, con aire protector hacia mi juventud y mi inexperiencia. De cuantos había encontrado en el curso de mi investigación, estos dos eran los más inmorales y los más incurables. Y estaban absolutamente persuadidos de que su conducta era justa: no cabía a este respecto ni duda ni discusión posible. Se creían los salvadores de la sociedad y estaban convencidos de hacer la felicidad de la mayoría: trazaban un cuadro patético de los sufrimientos que soportaría la clase trabajadora sin los empleos que ellos, y únicamente ellos, podían procurarle.
Al separarme de esos dos señores, me encontré con Ernesto y le conté mi experiencia: Me miró con expresión satisfecha.
—Perfectamente —me dijo—. Usted comienza a desentrañar por sí misma la verdad. Sus conclusiones, deducidas de una generalización de su propia experiencia, son correctas. En el mecanismo industrial, nadie está libre de sus actos, excepto el gran capitalista, y aun ése quién sabe si lo está, si me permite emplear este giro propio de los irlandeses
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Los amos, como usted ve, están perfectamente seguros de tener razón cuando proceden como hacen. Tal es el absurdo que corona todo el edificio. Están de tal manera atados por su naturaleza humana, que no pueden hacer nada a menos que la crean buena. Les es necesario una sanción para sus actos. Cuando quieren emprender algo, en materia de negocios, por supuesto, deben esperar que nazca en sus cerebros una especie de concepción religiosa, moral o filosófica que dé fundamentos correctos a su proyecto. Entonces dan un paso adelante, sin percatarse de que el deseo es padre del pensamiento. A cualquier proyecto terminan por encontrarle una sanción. Son casuístas superficiales, jesuitas. Se sienten inclusive justificados cuando hacen mal porque de éste resulta un bien. Uno de los axiomas ficticios más graciosos es el de proclamarse superiores al resto de la humanidad en sabiduría y en eficacia. Por obra y gracia de esta sanción, se arropan el derecho de repartir el pan y la manteca a todo el género humano. Han llegado a resucitar la teoría del derecho divino de los reyes, de todos los reyes del comercio
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. El punto débil de su posición consiste en que son simplemente hombres de negocios y no filósofos: no son biólogos ni sociólogos. Si lo fueran todo andaría mejor, naturalmente. Un hombre de negocios que al mismo tiempo fuera versado en esas dos ciencias sabría aproximadamente lo que necesita la humanidad.
Pero fuera del terreno comercial, esos individuos son estúpidos. No entienden más que de negocios. No comprenden ni al género humano ni al mundo y no obstante, se constituyen en árbitros de la suerte de millones de hambrientos de todas las multitudes en conjunto. Algún día la histeria se permitirá lanzar a costa de ellos una carcajada homérica.
Ahora estaba preparada para abordar a las señoras Wickson y Pertonwaithe, pues la conversación que tendría con ellas ya no me reservaría sorpresas. Eran damas de la mejor sociedad
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, que habitaban en verdaderos palacios. Poseían muchas otras residencias desparramadas en el campo, en la montaña, al borde de los lagos o del mar. Un ejército de servidores se movía, solícito, a su alrededor, y su actividad social era aturdidora. Patrocinaban universidades e iglesias, y los pastores particularmente estaban dispuestos a arrodillarse delante de ellas
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. Estas dos mujeres constituían verdaderas potencias, con todo el dinero a su disposición. Conservaban en alto grado el poder de subvencionar el pensamiento, como muy pronto debía yo saberlo, gracias a las advertencias y enseñanzas de Ernesto.
Las dos remedaban a sus maridos y discurrían en los mismos términos generales acerca de la política a seguir, de los deberes y responsabilidades que incumbían a los ricos. Ambas se dejaban gobernar por la misma ética que sus esposos y por su misma moral de clase: recitaban frases hechas que sus mismos oídos no comprendían.
Se irritaron cuando les describí la deplorable condición de la familia Jackson; y como yo me asombrase de que no hubiesen constituido un fondo de reserva en su favor, me hicieron saber que no tenían necesidad de nadie para conocer sus deberes sociales; cuando les pedí redondamente que lo socorriesen, se negaron no menos redondamente. Lo más notable fue que ellas expresaron su negativa en términos casi idénticos, a pesar de que fui a verlas por separado y de que cada una ignoraba que yo había ido o debía ir a ver a la otra.
La respuesta de ambas, en común, fue que estaban contentas de aprovechar esta ocasión para demostrarme de una vez por todas que ellas no acordarían primas a la negligencia y que, payando los accidentes, no querían tentar a los pobres a herirse voluntariamente
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¡Y esas dos mujeres eran sinceras! La doble convicción de su superioridad de clase y de su eminencia personal se les subía a la cabeza y las embriagaba. En su moral de casta encontraban sanciones para cada uno de sus actos. De nuevo en el coche a la puerta de la espléndida mansión de la señora Pertonwaithe, me volví para contemplarla y entonces me vino a la memoria la expresión de Ernesto cuando decía que esas señoras estaban también atadas a la máquina, pero de suerte tal que se encontraban sentadas justamente en la cúspide.
Ernesto venía a menudo a casa, pero no eran solamente mi padre o las comidas polémicas lo que lo atraían. Yapara entonces yo me jactaba de ser un poco la causa, y no demoré mucho en ser acariciada con la mirada. Porque nunca hubo en el mundo un pretendiente semejante a éste.
Día a día su mirada y su apretón de mano se hacían más firmes, si era posible, y la pregunta que había visto asomara sus ojos se hacía cada vez más imperiosa.
Mi primera impresión sobre él había sido desfavorable; luego me sentí atraída. Ocurrió después un acceso de repulsión el día en que atacó a mi clase! y a mí misma con tan pocos miramientos; mas pronto advertí que no había calumniado de ninguna manera al mundo en que yo vivía, que cuanto había dicho de duro y de amargo estaba justificado; y más que nunca me acerqué a él. Se convertía en mi oráculo. Arrancaba para mí la máscara a la sociedad y me dejaba entrever, verdades tan incontestables como desagradables.
Verdaderamente, nunca hubo un enamorado igual. Una muchacha no puede vivir hasta los veinticinco años en una ciudad universitaria sin que le hagan la corte. Había sido cortejada por sofomoros
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imberbes y por profesores canosos, sin contar los atletas de boxeo y los gigantes del fútbol. Pero ninguno llevó el asalto como lo hizo Ernesto. Me apretó en sus brazos antes de que me diera cuenta y sus labios se posaron en los míos antes de que tuviera tiempo de protestar o de resistir. Ante la sinceridad de su pasión, la dignidad convencional y la reserva virginal parecían ridículas. Me abandonaba frente a ese ataque soberbio e irresistible. No me hizo ninguna declaración ni pedido de compromiso. Me tomó en sus brazos, me besó y consideró para en adelante como un hecho cierto que yo sería su esposa. No hubo discusión al respecto; la única discusión sobrevino más tarde y estuvo relacionada con la fecha de la boda.
Era inaudito, inverosímil y, sin embargo, eso «funcionaba» como su criterio de la verdad: a eso confié mi vida y no tuve ocasión de arrepentirme. Durante los primeros días de nuestro amor, empero, me alarmaban un poco la violencia y la impetuosidad de sus galanteos. Pero esos temores eran infundados: ninguna esposa tuvo la probabilidad de poseer un marido más dulce y más tierno. La dulzura y la violencia se mezclaban curiosamente en su pasión, como la fluidez y la torpeza en sus modales. ¡Oh, la peculiar cortesía en su actitud! Nunca pudo desprenderse de ella del todo, y eso lo hacía encantador. Su conducta en nuestra sala me sugería el paseo prudente de un toro en una tienda de porcelanas
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Si alguna duda sobre la verdadera profundidad de mis propios sentimientos hacia él me quedaba, era apenas una vacilación subconsciente, y ésta se desvaneció precisamente por esta época. Fue en el club de los Filómatas, y en una noche de batalla magnífica en que Ernesto afrontó a los amos del momento en su propia madriguera, cuando mi amor me fue revelado en toda su plenitud. El club de los Filómatas era el más selecto que existiese en toda la costa del Pacífico. Era una fundación de la señorita Brentwood, solterona fabulosamente rica, para quien la institución hacía las veces de marido, de familia y de juguete. Sus miembros eran los más ricos de la sociedad y los más despreocupados entre los ricos, habiendo, naturalmente, un pequeño número de hombres de ciencia que daban a la asamblea un barniz intelectual.
El club de los Filómatas no poseía un local propio; era un local de un tipo especial, cuyos socios se reunían una vez por mes en el domicilio privado de uno de ellos para escuchar allí una conferencia. Los oradores eran pagados, pero no siempre. Cuando un químico de Nueva York había hecho un descubrimiento sobre el radio, por ejemplo, le pagaban todos los gastos del viaje a través del continente y le entregaban, además, una suma principesca para indemnizarle la pérdida de su tiempo. Ocurría lo mismo con el explorador que regresaba de las regiones polares y con las nuevas estrellas de la literatura y del arte. Ningún visitante extraño era admitido en esas reuniones, y los filómatas se habían hecho el propósito de no dejar filtrar en la prensa absolutamente nada de sus discusiones, de suerte que ni siquiera los hombres de Estado y algunos habían venido, y de los más importantes podían conocer todo su pensamiento.
Acabo de desdoblar una carta toda arrugada que Ernesto me escribió hace ahora veinte años, y de ella copio el siguiente pasaje:
«Como su padre es socio del Club Filomático, usted puede entrar. Venga a la sesión del martes por la noche. Le prometo que pasará allí uno de los buenos momentos de su vida. En sus recientes encuentros con los peces gordos, usted no consiguió conmoverlos. Para usted los sacudiré, los haré gruñir como a lobos. Usted se limitó a poner sobre el tapete su moralidad; y cuando sólo su moralidad es impugnada, se vuelven más vanidosos y adoptan una postura satisfecha y superior. En cambio yo amenazaré directamente su bolsa. Eso los sacudirá hasta las raíces de sus naturalezas primitivas. Si usted puede venir, verá al hombre de las cavernas en traje de etiqueta, rugiendo y mostrando los dientes para defender su hueso. Le prometo un espectáculo estupendo y una idea edificante sobre la naturaleza de la bestia.»
«Me invitaron para desollarme. Se le ocurrió la idea a la señorita Brentwood, quien ha cometido la torpeza de dejármelo entrever al invitarme. Parece que ofreció a sus amigos este género de entretenimiento. Sienten un gran placer en tener delante de ellos a un reformador de alma dulce y confiada. La solterona cree que reúno la inocencia de un minino y la estupidez de un cornúpeta. Debo confesar que yo la he alentado para que tenga esta impresión. Después de haber tanteado cuidadosamente el terreno, ha terminado por descubrir mi carácter inofensivo. Me pagarán buenos honorarios, doscientos cincuenta dólares, más o menos lo que le habrían dado a algún revolucionario que hubiese presentado su candidatura a gobernador. Además, la etiqueta es de rigor. En vida me he disfrazado de esta manera y será menester que alquile algún "smoking"; pero sería capaz de eso y mucho más con tal de poder enfrentarme con los filómatas».
De todas las casas de los socios, se eligió precisamente la de Pertonwaithe para esta reunión. Trajeron un suplemento de sillas al gran salón y más de doscientos filómatas tomaron asiento para escuchar a Ernesto. Eran realmente los príncipes de la buena sociedad. Me entretuve calculando el total dé las fortunas que representaban: sumaban centenares de millones. Y sus propietarios no eran esa clase dé ricos, que viven en el ocio, sino hombres de negocios que jugaban un papel muy activo en la vida individual y política.
Ya estábamos todos sentados cuando la señorita Brentwood introdujo a Ernesto. Se dirigieron de inmediato a un extremo del salón, desde donde Ernesto hablaría. Estaba de etiqueta y tenía una estampa magnífica, con sus anchos hombros y su cabeza real y siempre con ese inimitable matiz de torpeza en sus movimientos. Me parece que sólo por eso hubiera podido quererlo. Nada más que con mirarlo, sentía una gran alegría. Me parecía sentir de nuevo el vigor dé su mano apretando la mía, el contacto de sus labios con los míos. Y estaba tan orgullosa de él que tuve un impulso de levantarme y gritar a la asamblea: «Es mío. ¡Me ha tenido en sus brazos y he colmado ese espíritu poblado de pensamientos tan elevados!».
La señorita Brentwood llegó al extremo de la sala y lo presentó al coronel Van Gilbert, a quien le estaba reservada la presidencia de la reunión. Era el coronel un gran abogado de «trusts». Además, era inmensamente rico. Los honorarios más exiguos que se dignaba aceptar no bajaban de cien mil dólares. Era un maestro en asuntos jurídicos, y la ley constituía para él un títere cuyos hilos manejaba: la moldeaba como la arcilla, la torcía y la deformaba como un juego de paciencia chino, de acuerdo con sus intenciones. Sus maneras y su elocución eran juego conocido, pero su imaginación, sus conocimientos y sus recursos estaban a la altura de los más recientes estatutos. Su celebridad databa desde el día que hizo anular el testamento Shadwell
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. Solamente por este asunto había recibido quinientos mil dólares de honorarios, y a partir de ese momento su ascensión fue rápida como la de un cohete. Se lo consideraba como al primer abogado del país, abogado de consorcios, es claro, y nadie habría, osado no incluirlo entre los tres primeros grandes hombres de leyes de los Estados Unidos.