Estaba ahí el señor Owen, de la firma Silverberg, Owen y Cía., almaceneros que tenían muchas sucursales y de las que nosotros éramos clientes. Estaban los socios de la gran droguería Kowalt y Washburn, lo mismo que el señor Asmunsen, poseedor de una importante cantera de granito en el condado de Contra Costa, y muchos otros de la misma clase, propietarios y copropietarios de pequeñas manufacturas, _de pequeños comercios, de pequeñas empresas, en una palabra, pequeños capitalistas.
Eran gente bastante interesante, con sus caras astutas y su lenguaje simple y claro. Se quejaban unánimemente de los consorcios, y su consigna era: ¡Aplastemos a los trusts! Estos representaban para ellos la fuente de toda opresión y todos, sin excepción, recitaban la misma cantinela. Hubieran querido que el gobierno se apropiase de explotaciones como los ferrocarriles o los correos y telégrafos y preconizaban el establecimiento de impuestos enormes y ferozmente progresivos sobre la renta a fin de destruir las vastas acumulaciones de capital. A modo de remedio para las miserias locales, predicaban también la expropiación municipal de las empresas de utilidad pública, tales como el agua corriente, el gas, los teléfonos y los tranvías.
Particularmente curioso fue el relato del señor Asmunsen en su condición de propietario de una cantera. Confesó que ésta nunca le había dado beneficiosa pesar del enorme volumen de pedidos que le había acarreado la destrucción de San Francisco por el gran terremoto. Seis años había durado la reconstrucción de esta ciudad, y en el transcurso de ese tiempo el monto de sus negocios se había visto cuadruplicado y llevado al óctuple, pero él no estaba ahora más rico.
—La Compañía de Ferrocarriles está un poco mejor que yo al tanto de mis negocios —explicó—. Conoce hasta el céntimo mis gastos de explotación y sabe de memoria las condiciones de mis contratos. ¿Cómo está tan bien enterada? No puedo hacer más que conjeturas. Debe pagar espías entre mis empleados y parece tener franca la puerta de todos los hombres con quienes tengo trato; en cuanto he firmado un contrato importante cuyas condiciones me son favorables y me aseguran una linda ganancia, prestad atención a esto, las tarifas de transporte aumentan como por encanto. No me dan explicaciones. El ferrocarril se queda con mis ganancias. En esos casos, nunca pude decidir a la compañía a reconsiderar sus tarifas. En cambio, si a consecuencia de accidentes aumentan los gastos de explotación, o si he firmado contratos menos ventajosos para mí, siempre obtengo una rebaja de los fletes. En una palabra, el ferrocarril me quita todas mis ganancias, sean grande o pequeñas.
Ernesto lo interrumpió para preguntarle:
—A fin de cuentas, lo que le queda a usted equivale más o menos al salario que la Compañía le acordaría como director si ella fuese propietaria de su cantera, ¿no es así?
—Eso es —respondió el señor Asmunsen—. No hace mucho ordené hacer un balance de mis cuentas en los últimos diez años y comprobé que mis ganancias correspondían precisamente al sueldo de un director. Hubiera sido la misma cosa que si la Compañía hubiese sido dueña de mi cantera y me hubiese pagado para dirigirla.
—Con la diferencia, sin embargo —dijo Ernesto riendo—, que la empresa habría tenido que cargar con todos los riesgos que usted ha tenido la amabilidad de correr por ella.
—Es la pura verdad —reconoció Asmunsen con melancolía.
—Después de dejar que cada uno dijese lo que tenía que decir Ernesto se puso a hacer preguntas a unos y otros. Se dirigió primero al señor Owen.
—¿De modo que hace seis meses que usted abrió una sucursal aquí, en Berkeley?
—Sí —respondió el señor Owen.
—A partir de entonces; tres pequeños almacenes del barrio han cerrado sus puertas. Seguramente su sucursal ha sido la causa, ¿no?
—No tenían ninguna probabilidad de luchar contra nosotros afirmó el señor Owen con una sonrisa satisfecha.
—¿Por qué no?
—Porque nosotros teníamos más capital. En un gran comercio la pérdida es siempre menor y la eficacia mayor.
—De suerte que su almacén absorbía los beneficios de los tres colegas menores. Comprendo. Pero, dígame, ¿qué se hicieron los pequeños patrones?
—Hay uno que maneja nuestro camión de reparto. No sé qué se hicieron los demás.
Ernesto se volvió de repente hacia el señor Kowalt.
—Usted suele vender a precio de costo y a veces perdiendo
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. ¿Qué se hicieron los propietarios de las pequeñas farmacias que usted colocó entre la espada y la pared?
—Uno de ellos Haasfurther, es actualmente jefe de nuestro servicio de recetas. Y usted absorbió los beneficios que estaba realizando. —¡Es claro! Para eso estamos en el comercio.
—¿Y usted —dijo bruscamente Ernesto al señor Asmunsen—, no se disgusta porque el ferrocarril le birló sus ganancias?
El señor Asmunsen dijo que sí con la cabeza.
—Lo que usted querría sería obtener las ganancias usted mismo, ¿verdad?
Nueva señal de asentimiento.
—¿A expensas de los demás?
No hubo respuesta. Ernesto insistió:
—¿A expensas de los demás?
—Es así cómo se gana dinero —repuso secamente el señor Asmunsen.
—De modo que el juego de los negocios consiste en ganar el dinero en detrimento de los demás y en impedir que los otros ganen a expensas suyas. Es así, ¿no es cierto?
Ernesto debió repetir la pregunta, y el señor Asmunsen terminó por contestar:
—Sí, es así, sólo que no hacemos objeciones para que los demás realicen sus ganancias, siempre, que no sean exorbitantes.
—Por exorbitantes, usted debe entender excesivas. Sin embargó, usted no debe ver inconvenientes en que usted realice ganancias excesivas… ¿no?
El señor Asmunsen confesó de buen grado su debilidad sobre este punto. Entonces Ernesto se las entendió con otro, un tal Calvin, en otro tiempo fuerte propietario de lecherías.
—Hace algún tiempo, usted combatía el trust de la leche y ahora milita en la política agrícola
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, en el Partido de las Granjas. ¿Cómo se explica eso?
—¡Oh! no he abandonado la batalla respondió el personaje, que, en efecto, tenia aspecto bastante agresivo. Yo combato al trust en el único terreno en que es posible combatirlo, en el terreno político. Se lo voy a explicar. Hace algunos años, nosotros los lecheros nos manejábamos como mejor nos parecía.
—Ustedes, sin embarco, se hacían competencia unos a otros —interrumpió Ernesto.
—Sí; eso era lo que mantenía el bajo nivel de las ganancias. Intentamos organizarnos, pero siempre había lecheros independientes que se iban de nuestras líneas. Vino luego el Trust de la Leche.
—Financiado por el capital excedente de la Standard Oil
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—dijo Ernesto.
—Justamente —reconoció el señor Calvin—. Pero lo ignorábamos en esa época. Sus agentes nos abordaron con el garrote en la mano y nos plantearon este dilema: o entrar y engordar o quedarnos fuera y morirnos de hambre. La mayor parte de nosotros entramos en el Trust: los demás reventaron de hambre. ¡Ay!, pagaron… al principio. Aumentaron la leche un centavo por litro y de ese centavo nos correspondía un cuarto: los tres cuartos restantes iban a parar al Trust. Después aumentaron la leche otro centavo. Fueron inútiles nuestras quejas. El Trust estaba ya en amo. Nos dimos cuenta que éramos simples peones en el tablero. Finalmente, nos quitaron hasta aquel cuarto de centavo adicional. Luego el Trust comenzó a apretarnos las clavijas. ¿Qué podíamos hacer? Fuimos exprimidos. Se acabaron los lecheros; no había más que el Trust de la Leche.
—Pero con la leche aumentada en dos centavos, me parece que podríais haber competido —sugirió maliciosamente Ernesto.
—También nosotros lo creíamos. Y lo intentamos el señor Calvin hizo una pausa. Y fue nuestra ruina. El Trust podía poner en el mercado la leche más barata que nosotros. Podía, inclusive, obtener una pequeña ganancia mientras nosotros vendíamos a pura pérdida. Perdí cincuenta mil dólares en esta aventura. La mayor parte de nosotros fue a la quiebra
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. Los lecheros fueron barridos.
—¿De manera —dijo Ernesto— que porque el Trust se quedó con vuestras ganancias, os habéis lanzado a la política para lograr una nueva legislación que barra al Trust a su vez y os permita recobraros?
La cara del señor Calvin se iluminó.
—Eso es justamente lo que predico en mis conferencias a los granjeros. Usted ha concentrado todo nuestro programa en una cáscara de nuez.
—El Trust, sin embargo, produce leche más barata que los granjeros independientes.
—¡Hombre! Pueden muy bien hacerlo con la organización espléndida y las maquinarias de último memento que les permiten sus grandes capitales.
—Eso no está en discusión. Puede hacerlo y, lo que es más, lo hace —concluyó Ernesto.
El señor Calvin se lanzó entonces en una verdadera arenga política para exponer su punto de vista. Varios otros lo siguieron apasionadamente; el grito de todos ellos era que había que acabar con los trusts.
—Pobres simples de espíritu —me susurró Ernesto. Lo que ven, lo ven bien; pero no ven más allá de sus narices.
Poco después, tomó la dirección de la discusión y, de acuerdo con su costumbre característica, la conservó durante todo el resto de la velada.
—Os he escuchado a todos atentamente —comenzó diciendo—, y veo que conducís de manera ortodoxa el juego de los negocios. Para vosotros, la vida se reduce a ganancias. Tenéis la convicción firme y tenaz de haber sido creados y puestos en el mundo con el único fin de ganar dinero. Pero hay un impedimento. En lo mejor de vuestra provechosa actividad surge el trust y os quita vuestras ganancias; he aquí que os encontráis ante un dilema aparentemente contrario a la finalidad de su creación y no tenéis otro medio de librares de él que aniquilando a esta desastrosa intervención.
He reparado cuidadosamente en vuestras palabras y os voy a aplicar el único epíteto que puede calificares. Sois destructores de máquinas. ¿Sabéis lo que eso quiere decir? Permitidme que os lo explique. En Inglaterra, durante el siglo XVIII, hombres y mujeres tejían paños en telares de mano en sus propias casitas. Ese sistema de manufactura a domicilio era un procedimiento lento, torpe y costoso. Luego vino la máquina de vapor con su cotejo de astucias para economizar el tiempo. Un millar de telares reunidos en una gran fábrica y movidos por una máquina central tejían el paño a menos costo que lo que podían hacerlo en sus casas los tejedores con los telares de mano. En la fábrica se aseguraba la combinación ante la cual se eclipsa la competencia. Los hombres y las mujeres que trabajaban para ellos en los telares de mano, venían ahora a las fábricas y trabajaban en los telares de vapor, pero no para ellos, sino para los propietarios capitalistas. Muy pronto fueron niños a penar en los telares mecánicos y reemplazaron en ellos a los hombres. Los tiempos fueron duros para éstos. Rápidamente se redujo su nivel de bienestar. Se morían de hambre. Decían que todos los males provenían de las máquinas. Entonces se les ocurrió destruir las máquinas. No lo consiguieron: eran pobres ingenuos.
Vosotros no habéis comprendido todavía esa lección, y heos aquí, al cabo de siglo y medio, tratando a vuestra vez de romper las máquinas. Según vuestra propia confesión, las máquinas del trust hacen un trabajo más eficaz y más barato qué vosotros. Es por eso que no podéis luchar contra ellas, y, sin embargo, queréis destruirlas. Sois más ingenuos aún que los obreros simples de Inglaterra. Y mientras refunfuñáis que hay que restablecer la competencia, los trusts continúan destruyéndolos.
Uno tras otro, contáis la misma historia: la desaparición de la rivalidad y el advenimiento de la combinación. Usted mismo, señor Owen, destruyó la competencia aquí, en Berkeley, cuando su sucursal hizo cerrar las puertas a tres pequeños almaceneros porque su asociación era más poderosa. Pero apenas siente usted sobre sus espaldas la presión de otras combinaciones más fuertes todavía, la de los trusts, pone el grito en el cielo. Eso pasa simplemente porque usted no forma parte de una gran compañía. Si usted perteneciera a un trust de productos alimenticios para toda la Unión, otra sería su canción, y su exclamación sería: ¡Benditos sean los trusts! Hay más todavía: no sólo su pequeña combinación no alcanza a ser un consorcio, sino que usted mismo tiene conciencia de su falta de fuerza. Ya comienza a presentir su propio fin. Advierte usted que, con todas sus sucursales, usted no es más que un peón en el juego. Ve usted que poderosos intereses se yerguen y crecen día a día. Siente sus guanteletes de hierro abatirse sobre sus ganancias y ve cómo el trust de los ferrocarriles, el trust del petróleo, el trust del acero, el trust del carbón atrapan una pizca aquí, una pizca allí; y usted sabe que al final lo destruirán a usted, le birlarán hasta el último porcentaje de sus mediocres beneficios.
Esto le prueba, señor, que usted es un mal jugador. Cuando usted ahorcó a los tres almaceneros de aquí, usted se pavoneó, se jactó de su eficacia y de su espíritu de empresa y mandó a su esposa a pasear a Europa con las ganancias realizadas al devorar a esos bolicheros. Es la doctrina del perro contra el perro: sus rivales fueron un bocado para usted. Pero he aquí que usted es a su vez mordido por un dogo y ahora grita como un cuzco. Y lo que digo de usted es cierto para todos los que están en esta mesa. Todos chilláis. Estáis jugando una partida perdida y eso os hace gritar.
Sin embargo, al lamentaron no hacéis un juego limpio. No confesáis que a vosotros mismos os gusta exprimir a los demás para sacarles sus utilidades y que si ahora armáis este escándalo es porque hay otros que están viviendo a vuestras expensas. No lo decís: sois demasiado astutos vara eso. Habláis de otras cosas. Hacéis discursos políticos de pequeños burgueses, como hace un memento el señor Calvin. ¿Qué nos dijo? He aquí algunas de sus frases que he retenido: Nuestros principios originales son sólidos. Lo que este país necesita es un retorno a los métodos americanos fundamentales y que cada uno sea libre para aprovechar las ocasiones con probabilidades iguales… El espíritu de libertad en el cual ha nacido esta nación… Volvamos a los principios de nuestros mayores…
Cuando hablaba de la igualdad de las probabilidades para todos, quería decir la facultad de mantener los beneficios, esta licencia que ahora le han quitado los grandes trusts. Y lo que hay de absurdo en todo eso es que a fuerza de repetir esas frases habéis terminada por darles fe. Deseáis la ocasión para despojar a vuestros semejantes en pequeñas dosis, y os hipnotizáis a tal punto que creéis que deseáis la libertad. Sois glotones insaciables, pero la magia de vuestras frases os convence de que dais pruebas de patriotismo. A vuestro deseo de lanar dinero, que es pura y simplemente egoísmo, lo metamorfoseáis en solicitud altruista hacia la humanidad doliente. Vamos, siquiera por una vez, entre nosotros, sed honrados. Mirad las cosas de frente y exponedlas en sus justos términos.