Le conté todo lo que había pasado.
—Ninguno de ellos es libre en sus actos —dijo—. Todos están encadenados a la implacable máquina industrial, y lo más patético en esta tragedia es que todos están ligados a ella por los lazos del corazón; sus hijos, siempre esta vida joven a los cuales su instinto les ordena proteger. Y ese instinto es más fuerte que toda la moral de que son capaces. Mi propio padre ha mentido, ha robado, ha hecho toda clase de cosas deshonrosas para ponernos el pan en la boca, a mí, a mis hermanos y hermanas. Era un esclavo de la máquina; ésta machacó su vida, la consumió hasta la muerte.
—Pero usted, por lo menos, es un hombre libre le interrumpí.
—No del todo —replicó—. No estoy atado por lazos del corazón. Doy gracias al cielo por no tener hijos, aunque los quiero con locura. Sin embargo, si me casase, no me atrevería a tenerlos.
—Verdaderamente, ésa es una mala doctrina —exclamé.
—Lo sé muy bien. —Y su cara se entristeció—. Pero es una doctrina oportunista: soy revolucionario, y eso es una vocación peligrosa.
Me eché a reír con aire incrédulo.
—Si yo tratase dé entrar por la noche en casa de su padre para robarle los dividendos de la Sierra, ¿qué haría él?
—Duerme con un revólver en su mesa de noche. Es muy probable que disparase contra usted.
—Y si yo y algunos otros condujésemos un millón y medio de hombres
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a las casas de todos los ricos, habría muchos tiros cambiados, ¿no es así? —Sí, pero usted no lo hace.
—Es justamente lo que estamos haciendo. Nuestra intención es tomar no solamente las riquezas que están en las casas, sino todas las fábricas, los Bancos y los almacenes. Eso es la revolución. Es algo eminentemente peligroso. Y temo que la masacre sea todavía mayor que lo que imaginamos. Como decía, pues, nadie es hoy absolutamente libre. Estamos atrapados en los engranajes de la máquina industrial. Usted ha descubierto que usted misma lo estaba y que los hombres con quienes habló también lo estaban. Pregunte a otros: vaya a ver al coronel Ingram; acose a los reporteros que impidieron publicar el caso Jackson en los diarios, y a los mismos directores de esos diarios, y entonces descubrirá que todos son esclavos de la máquina.
Poco después, en el curso de nuestra conversación, le hice una simple pregunta a propósito de los riesgos de trabajo que corren los obreros y me obsequió con una verdadera conferencia atiborrada de estadísticas.
Eso lo encontrará en todos los libros dijo. Se han comparado las cifras y está plenamente comprobado que los accidentes, relativamente raros en las primeras horas de la mañana, se multiplican según una progresión creciente a medida que los trabajadores se cansan y pierden su actividad muscular y mental. Quizá usted ignore que su padre tiene tres veces más probabilidades que un obrero de conservar su vida y sus miembros intactos. Pero lo saben las compañías de seguros
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. A su padre le cobrarían cuatro dólares y pico de prima anual por una póliza de mil dólares, pero a un peón le cobrarían quince dólares por la misma prima.
—¿Y a usted? —le pregunté—. Y en el momento mismo que hacía la pregunta me di cuenta de que sentía por él una inquietud fuera de lo común.
—¡Oh!, a mí —respondió descuidadamente—, como soy revolucionario, tengo ocho probabilidades, contra una del obrero, de ser muerto o herido. A los químicos expertos que manipulan explosivos, las compañías de seguros les piden ocho veces más que a los obreros. En cuanto a mí, creo que ni siquiera querrían asegurarme. ¿Por qué me lo pregunta? Mis ojos parpadearon y sentí que los colores me subían a la cara, no porque Ernesto hubiera sorprendido mi inquietud, sino porque ésta me había sorprendido a mí misma.
Justamente en ese momento entró mi padre y se dispuso a salir conmigo. Ernesto le devolvió los libros prestados y salió primero. Desde el umbral se volvió para decirme:
—Ah, a propósito; ya que usted se está arruinando su propia tranquilidad de espíritu mientras yo hago lo mismo con el obispo, podría ir a ver a las señoras Wickson y Pertonwaithe. Usted sabe que sus maridos son los dos principales accionistas de la hilandería. Corno todo el resto de la humanidad, esas dos señoras también están atadas a la máquina, pero atadas de tal suerte que ocupan justamente la cúspide.
Cuanto más pensaba en el brazo de Jackson, más aturdida me sentía. Encontrábame aquí ante algo concreto: veía la vida por primera vez. Quedaban fuera de la vida real mi juventud pasada en la Universidad y la instrucción y educación que allí había recibido. No había aprendido otra cosa que teorías sobre la existencia y la sociedad, cosas que quedan muy bien en los papeles; solamente ahora acababa de ver la vida tal cual es. El brazo de Jackson era un hecho que me había herido en lo vivo, y en mi conciencia resonaba el apóstrofe de Ernesto: «Es un hecho, compañero, un hecho insobornable».
Parecíame monstruoso, imposible, que toda nuestra sociedad estuviese fundada en la sangre. Jackson, sin embargo, erguíase allí, y yo no podía sustraerme a él. Mi pensamiento volvía constantemente, como la aguja imantada hacia el: polo. Lo habían tratado de una manera abominable: para repartir mejores dividendos, no le habían pagado su carne. Conocía a una veintena de familias prósperas y satisfechas que, habiendo cobrado esos dividendos, aprovechaban su parte alícuota de la sangre de Jackson. Pero si la sociedad podía proseguir su camino sin tener en cuenta este horrible tratamiento sufrido por un solo hombre, ¿no era verosímil que muchos otros hubiesen sido tratados de la misma manera? Recordaba lo que Ernesto había dicho de las mujeres de Chicago que trabajaban por noventa céntimos por semana y de los niños en esclavitud en las hilanderías dé algodón del mediodía. Me parecía ver sus pobres manos, enflaquecidas y exangües, tejiendo la tela de que estaba hecho mi vestido; mi pensamiento, volviendo luego a las hilanderías de la Sierra y a los dividendos repartidos, hacía salir en mi manga la mancha de sangre de Jackson. No podía huir de este personaje; todas mis meditaciones me llevaban hacia él…
En lo más profundo de mi ser tenía la impresión de estar al borde de un precipicio; temía alguna nueva y terrible revelación de la vida. Y no me hallaba sola: todos los que me rodeaban se estaban trastornando. En primer lugar mi padre: el efecto que Ernesto comenzaba a producir en él era visible. Luego; el obispo Morehouse: la última vez que lo había visto me había hecho la impresión de un hombre enfermo; se encontraba en un estado de alta tensión nerviosa y sus ojos demostraban un horror indecible. Sus pocas palabras me hicieron comprender que Ernesto había cumplido su promesa de hacerle hacer un viaje a través del infierno, pero no pude saber qué escenas diabólicas habían desfilado delante de sus ojos, pues estaba demasiado turbado para hablar de ello.
Convencida tamo me hallaba de esta conmoción de mi pequeño mundo y del universo entero, en cierto momento medí a pensar que Ernesto era la causa. ¡Éramos tan felices y gozábamos de tanta paz antes de su venida! Pero al instante comprendí que esta idea era una traición a la realidad. Ernesto se me apareció transfigurado en un mensajero de la verdad, con los ojos brillantes y la intrépida frente de un arcángel que librase batalla por el triunfo de la luz y de la justicia, por la defensa de los pobres, de los desamparadas y de los desheredados. Y delante de mí se irguió otra figura, la de Cristo. El también había tomado él partido del humilde y del oprimido frente a todos los poderes establecidos de los sacerdotes y de los fariseos. Recordé su muerte en la cruz, y mi corazón se oprimió de angustia al pensar en Ernesto. ¿Estaría él también, con su entonación de combate y toda su bella virilidad, destinado al suplicio?
Súbitamente, reconocí que lo amaba. Mi ser se consumía en un deseo de consolarlo. Pensé en lo que debía ser su vida sórdida, mezquina y dura. Pensé en su padre, que había mentido y robado para él y que se había deslomado hasta el día de su muerte. ¡Ernesto mismo había entrado en la hilandería a la edad de diez años! Mi corazón se henchía de deseo de tomarlo en mis brazos, de apoyar su cabeza en mi pecho —su cabeza cansada de tantos pensamientos— y procurarle un instante de reposo, un poco de alivio y de olvido, un minuto de ternura.
Encontré al coronel Ingram en una recepción de gentes de iglesia. Lo conocía bien desde hacía años. Me las arreglé para atraerlo detrás de unos macetones de palmas y de caucho, en un rincón en el cual, sin que lo sospechase, se encontraba atrapado corno en un lazo. Nuestra conversación comenzó con las bromas y galanterías de estilo. Era un hombre de maneras agradables, lleno de diplomacia, de tacto y de deferencias y, exteriormente el hombre más distinguido de nuestra sociedad. Hasta el venerable decano de la Universidad parecía desmedrado y artificial a su lado.
A pesar de estas ventajas, descubrí que el coronel Ingram se encontraba en la misma situación que los mecánicos incultos con los cuales me las había entendido. No era un hombre libre en sus actos; también él estaba atado a la rueda. Nunca me olvidaré la transformación que se operó en él cuando lo abordé sobre el caso de Jackson.
Su sonrisa de buen humor se desvaneció como un sueño y una expresión espantosa desfiguró instantáneamente sus rasgos de hombre bien educado. Experimenté la misma alarma que delante del acceso de rabia de James Smith. El coronel no juró: fue ésa la única diferencia que hubo entre el obrero y él. Gozaba de una reputación de hombre espiritual, pero en ese momento su espíritu estaba vencido. Sin tener plena conciencia de ello, buscaba a derecha e izquierda una salida para escapar, pero yo lo tenía como en una trampa.
¡Oh! el solo nombre de Jackson lo enfermaba. ¿Por qué había iniciado yo semejante tema? La broma le parecía desprovista de gracia. Era de mi parte una prueba de mal gusto y una falta de consideración. ¿Acaso ignoraba yo que en su profesión los sentimientos personales no cuentan para nada? Cuando iba a su estudio, los dejaba en su casa, y, una vez allí, no admitía más sentimientos que los profesionales.
—¿No debieron pagarle daños y perjuicios a Jackson? le pregunté.
—¡Es claro!… Mi opinión, por lo menos, es que tenía derecho. Pero eso no tiene nada que ver con el punto de vista legal del asunto.
Comenzaba a retomar en sus manos los hilos dispersos de su espíritu.
—Dígame, coronel, ¿tiene algo que ver la ley con el derecho, con la justicia, con el deber?
—El deber… el deber… No es ésa precisamente la palabra.
—Ya comprendo: usted se las entiende con el poder, ¿no?
Hizo un signo de aprobación.
—¿No dicen, sin embargo, que la ley ha sido hecha para hacernos justicia?
—Lo paradójico de esto es que ella nos hace justicia.
—En este momento ¿expresa usted una opinión profesional?
El coronel Ingram se puso escarlata; positivamente, se ruborizó como un colegial. Y de nuevo buscó con los oros un medio de evasión; pero yo obstruía la salida practicable y no hacía el menor ademán de moverme.
—Dígame —proseguí—, cuando se abandonan sus sentimientos personales por sus sentimientos profesionales, ¿no podría ser definido este acto como una especie de mutilación espiritual voluntaria?
No recibí respuesta. El coronel había escapado sin gloria, derribando una palmera en su caída.
Ensayé luego los diarios. Sin pasión, con calma y moderación, escribí una simple relación del «affaire» Jackson. Me abstuve de mezclar en el asunto a los personajes con los cuales había conversado y ni siquiera mencioné sus nombres. Relataba los hechos tal como habían ocurrido, recordaba los largos años que Jackson había trabajado en la fábrica, su esfuerzo para evitar un deterioro en la máquina, el accidente que había resultado de ello y su miserable condición actual. Con perfecta armonía, los tres diarios y los dos semanarios de la localidad rechazaron mi artículo.
Me ingenié para encontrarme con Percy Layton, un graduado de la Universidad que quería lanzarse en el periodismo y que actualmente hacía sus primeras armas en el más influyente de los diarios. Se sonrió cuando le pregunté por qué los diarios habían suprimido toda mención de Jackson y de su proceso.
—Política periodística —exclamó—. Nosotros no tenemos nada que ver en ese asunto: es cuestión de los directores.
—¿Pero por qué esa política?
—Porque formamos un bloque con las corporaciones. Aunque la pagase al precio de los anuncios, aunque la pagase diez veces la tarifa ordinaria, usted no podría hacer publicar semejante información en ningún diario, y el empleado que tratase de pasarla fraudulentamente, perdería su empleo.
—¿Y si hablásemos de su política, de la suya? Me parece que su tarea consiste en deformar la verdad de acuerdo con las órdenes de sus patrones, los que a su vez, obedecen la santísima voluntad de las corporaciones.
—Yo no tengo nada que ver en todo esto…
Pareció incómodo un instantes luego su rostro se iluminó: acababa de encontrar un refugio.
Personalmente —declaró—, no escribo nada que no sea cierto: estoy en paz con mi propia conciencia. Naturalmente, al cabo de un día de trabajo se presentan un montón de cosas repugnantes, pero, usted comprende, todo eso forma parte del trajín diario —concluyó con lógica infantil—.
—Sin embargo, usted espera sentarse algún día en un sillón directoral y seguir una política, ¿no es así?
—De aquí a entonces, estaré endurecido.
—Bueno, pero ahora que usted no lo está todavía, dígame, ¿qué piensa de la política periodística en general?
—No pienso nada —respondió vivamente—. No hay que dar coces contra el aguijón si se piensa llegar en el periodismo. ,Esto es lo que siempre me han enseñado, y no sé nada más.
Y meneó con aire de sabiduría su cabeza juvenil.
¿Y dónde deja usted la rectitud?
—Usted ignora los recursos del oficio. Son recursos naturalmente correctos, puesto que todo concluye siempre bien, ¿no es verdad?
—Todo eso es deliciosamente vago —murmuré.
—Pero mi corazón sangraba por esta juventud y sentía ganas de gritar auxilio o dé echarme a llorar. Comenzaba a penetrar las apariencias superficiales de esta sociedad en la que siempre había vivido y a descubrir las realidades aterradoras y ocultas. Una tácita conspiración parecía armada contra Jackson, y yo sentía estremecerme de simpatía hasta por el abogado llorón que había sostenido en formó tan lamenta ble su causa. Entretanto, esta organización tácita tornábase singularmente vasta: estaba dirigida contra todos los obreros que habían sido mutilados en la hilandería y, a partir de entonces, ¿por qué no? Contra todos los obreros de todas las fábricas y de las industrias de cualquier clase.