El Talón de Hierro (4 page)

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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El Talón de Hierro
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—Muy bien interrumpió el obispo. Y no hay ninguna razón para que ese reparto no se produzca amigablemente.

—Ya se olvidó usted de lo convenido —replicó Ernesto—. Nos hemos puesto de acuerdo en que el hombre es egoísta; el hombre común, tal cual es. Y ahora usted se me va a las nubes para establecer una diferencia entre ese hombre y los hombres tales como deberían ser, pero que no existen. Volvamos a la tierra; el trabajador, siendo egoísta, quiere tener lo más posible en el reparto. El capitalista, siendo egoísta, quiere tener todo lo que pueda tomar. Cuando una cosa existe en cantidad limitada y dos hombres quieren tener cada uno el máximo de esa cesa, hay conflicto de intereses. Tal es el que existe entre capital y trabajo, y es un conflicto insoluble. Mientras existan obreros y capitalistas, continuarán disputándose el reparto. Si esta tarde usted estuviera en San Francisco, se vería obligado a andar a pie: no circula ningún tren en sus calles.

—¿Cómo? ¿Otra huelga?
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—preguntó el obispo con aire alarmado.

—Sí, pleitean sobre el reparto de los beneficios de los ferrocarriles urbanos.

El obispo se encolerizó.

—No tienen razón —gritó—. Los obreros no ven más allá de sus narices. ¿Cómo pretenden contar luego con nuestra simpatía…?

—¿… cuando se nos obliga a ir a pie? —concluyó maliciosamente Ernesto.

Pero el obispo no paró mientes en esta proposición completiva.

—Su punto de vista es demasiado limitado —continuó—. Los hombres deberían conducirse como hombres y no como bestias. Habrá todavía nuevas violencias y crímenes y viudas y huérfanos afligidos. Capital y trabajo deberían marchar unidos. Deberían ir de la mano en su mutuo beneficio.

—Otra vez se fue a las nubes hizo notar Ernesto fríamente. . Vamos, apéese, y no pierda de vista nuestra premisa de que el hombre es egoísta.

—¡Pero no debería serlo! —exclamó el obispo.

—En este punto estoy de acuerdo con usted. No debería ser egoísta, pero continuará siéndolo mientras viva dentro de un sistema social basado sobre una moral de cerdos.

El dignatario de la Iglesia quedó azorado y papá se desternillaba de risa.

—Sí, una moral de cerdos —prosiguió Ernesto sin arrepentirse—. He aquí la última palabra de su sistema capitalista. He aquí lo que sostiene su Iglesia, lo que usted predica cada vez que sube al púlpito. Una ética de marranos, no se puede darle otro nombre.

El obispo se volvió como buscando la ayuda de mi padre; pero éste meneó la cabeza riéndose.

—Me parece que nuestro amigo tiene razón —dijo—. Es la política del dejar hacer, del cada uno para su estómago y que el diablo se lleve al último. Como lo decía las otras tardes el señor Everhard, la función que cumplís vosotros, las gentes de la Iglesia, es la de mantener el orden establecido, y la sociedad reposa sobre esa base.

—Esa no es; sin embargo, la doctrina de Cristo —exclamó el obispo.

—Hoy la Iglesia no enseña la doctrina de Cristo —respondió Ernesto. Es por eso que los obreros no quieren tener contactos con ella.

La Iglesia aprueba la terrible brutalidad, el salvajismo con que el capital trata a las masas trabajadoras.

—No aprueba —objetó el obispo.

—No protesta —replicó Ernesto—; por consiguiente, aprueba, pues no hay que olvidar que la Iglesia está sostenida por la clase capitalista.

—No había examinado las cosas bajo este aspecto —dijo ingenuamente el obispo—. Usted debe estar equivocado. Sé que hay muchas tristezas y ruindad en este mundo. Sé que la Iglesia ha perdido al… a eso que usted llama el proletariado
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.

Vosotros nunca habéis tenido al proletariado gritó Ernesto. El proletariado creció fuera de la Iglesia y sin ella.

—No entiendo bien… —confesó débilmente el obispo.

—Se lo voy a explicar. Como consecuencia de la introducción de las máquinas y del sistema fabril, a fines del siglo dieciocho, la gran masa de los trabajadores fue arrancada de la tierra con lo que el mundo antiguo del trabajo quedó dislocado. Arrojados de sus aldeas, los trabajadores se encontraron acorralados en las ciudades manufactureras. Las madres y los niños fueron puestos a trabajar en las nuevas máquinas. La vida de familia cesó. Las condiciones se tornaron atroces. Es una página de historia escrita con lágrimas y con sangre.

—Lo sé, lo sé —interrumpió el obispo, con angustiada expresión—. Fue terrible, pero eso pasaba en Inglaterra hace un siglo y medio.

—Y fue así como, hace siglo y medio, nació el proletariado moderno —continuó Ernesto—. Y la Iglesia lo ignoró: mientras los capitalistas construían esos mataderos del pueblo, la Iglesia permanecía muda, y hoy observa el mismo mutismo. Como dice Austin Lewis
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al hablar de esta época, los que habían recibido la orden de «Apacentada mis ovejas» vieron sin la menor protesta a esas ovejas vendidas y agotadas hasta la muerte…
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Antes de ir más adelante, le ruego que me diga redondamente si estamos o no de acuerdo. ¿Protestó la Iglesia en ese momento?

El obispo Morehouse vaciló. Lo mismo que el doctor Hammerfield, no estaba acostumbrado a esta ofensiva a domicilio, según la expresión de Ernesto.

—La historia del silo dieciocho está escrita —dijo éste—. Si la Iglesia no ha sido rauda, deben encontrarse huellas de su protesta en algunos pasajes de los libros.

—Desgraciadamente —confesó el dignatario de la Iglesia—, creo que ha estado muda.

—Y hoy todavía permanece muda.

—Aquí ya no estamos de acuerdo. Ernesto hizo una pausa, miró atentamente a su interlocutor y aceptó el desafío.

—Muy bien dijo, lo veremos. Hay en Chicago mujeres que trabajan toda la semana por noventa céntimos. ¿Protesta la Iglesia? Es una novedad para mí fue la respuesta. ¡Noventa céntimos! Es espantoso.

—¿Protesta la Iglesia? —insistió Ernesto.

—La Iglesia ignora. —El prelado se debatía con firmeza.

—Sin embargo, la Iglesia ha recibido este mandamiento: «Apacentad a mis ovejas» —dijo Ernesto con amarga ironía; luego, recobrándose de súbito, agregó—: Perdóneme este movimiento de acritud; ¿pero puede usted sorprenderse de que perdamos la paciencia con vosotros? ¿Habéis protestado, ante vuestras congregaciones capitalistas contra el empleo de niños en las hilanderías de algodón del Sur?
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. Niños de seis y siete años que trabajan toda la noche en equipos de doce horas. Nunca ven la santa luz del día. Mueren como moscas. Los dividendos son pagados con su sangre. Y con este dinero se construyen magníficas iglesias en Nueva Inglaterra, en las cuales sus colegas predican agradables simplezas ante los vientres repletos y lustrosos de las alcancías de dividendos.

—No lo sabía —murmuró el obispo. Su voz desfallecía y su cara había palidecido como si sintiera náuseas.

—¿De modo, pues, que usted no ha protestado?

El pastor hizo un débil movimiento de negación.

—¿La Iglesia está entonces tan muda ahora como en el siglo dieciocho?

El obispo no respondió nada y por esta vez Ernesto se abstuvo de insistir.

—Y no olvide que cada vez que un miembro del clero protesta, lo licencian.

—Me parece que eso no es justo.

—¿Sería usted capaz de protestar? —preguntó Ernesto.

—Muéstreme primero dentro de nuestra comunidad males como los que acaba de señalar y haré oír mi voz.

—Me pongo a su disposición para mostrárselos dijo—tranquilamente Ernesto; le haré hacer un viaje a través del infierno.

—¡Y yo reprobaré todo!

El pastor se había erguido en su sillón, y en su suave rostro se extendía una expresión de dureza guerrera.

—¡La Iglesia no permanecerá muda!

—Lo echarán a usted —advirtió Ernesto.

—Le demostraré lo contrario —fue la réplica—. Ya verá usted, si es cierto todo lo que dice, que la Iglesia se ha equivocado por ignorancia. Y creo más aún: que todo lo que hay de horrible en la sociedad industrial es debido a ignorancia de la clase capitalista. Esta remediará el mal en cuanto reciba el mensaje que la Iglesia está en el deber de comunicarle.

Ernesto se echó a reír. Su risa era brutal, y me sentí inclinada a asumir la defensa del obispo.

—Recuerde —le dije— que usted no ve más que una cara de la medalla; que aunque no crea en la bondad, hay muchos buenos entre nosotros. El obispo Morehouse tiene razón. Los males de la industria, por terribles que sean, son obra de la ignorancia. Hay que tener en cuenta que las divisiones sociales son demasiado acentuadas.

—El indio salvaje es menos cruel y menos implacable que la clase capitalista —respondió; y en ese momento estuve tentada de tomarle tirria.

Usted no nos conoce. No somos crueles ni implacables.

—Pruébelo —disparó con tono desafiante.

—¿Cómo podría probárselo, tan luego a usted?

Comenzaba a encolerizarse. El sacudió la cabeza.

—No le pido que me lo pruebe a mí, sino que se lo pruebe usted misma.

—Yo sé a qué atenerme.

—Usted no sabe nada —respondió brutalmente.

—¡Vamos, vamos, hijos míos! —dijo papá, conciliador.

—Me río yo de… —comencé con indignación; pero Ernesto me interrumpió.

—Tengo entendido que usted tiene invertido su dinero en las hilanderías de la Sierra, o que lo tiene su padre, lo que da lo mismo.

—¿Qué tiene que ver esto con el problema que nos preocupa? —exclamé.

—Muy poco —enunció lentamente—, salvo que el vestido que usted lleva está manchado de sangre. Sus alimentos saben a sangre. De las vigas del techo que la cobija a usted gotea sangre de niños y de hombres válidos. No tengo más que cerrar los ojos para oírla caer gota a gota a mi alrededor.

Uniendo el gesto a la palabra, se recostó en el sillón y cerró los ojos. Estallé en lágrimas de mortificación y de vanidad ultrajada. Nunca en mi vida había sido tratada tan cruelmente. El obispo y mi padre estaban tan embarazados y trastornados el uno como el otro. Trataron de desviar la conversación hacia un terreno menos implacable. Pero Ernesto abrió los ojos, me miró y los apartó con el gesto. Su boca era severa, su mirada también, y no había en sus ojos la menor chispa de alegría. ¿Qué iba a decir? ¿Qué nueva crueldad iba a infligirme? Nunca lo supe, pues en ese momento un hombre que pasaba por la acera se detuvo para mirarnos. Era un mozo fuerte y pobremente vestido, que llevaba a la espalda una pesada carga de caballetes, de sillas y de pantallas de bambú y retina. Miraba la casa como si dudase de entrar para tratar de vender algunos de esos artículos.

—Ese hombre se llama Jackson —dijo Ernesto.

—Con la constitución que tiene —observé secamente—, podría trabajar en lugar de andar haciendo el mercachifle
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.

—Fíjese en su manga izquierda —me hizo notar dulcemente Ernesto.

Lancé una mirada y vi que la manga estaba vacía.

—De ese brazo sale un poco de la sangre que yo oía gotear de su techo —continuó Ernesto con el mismo tono dulce y triste—. Perdió su brazo en las hilanderías de la Sierra, y, lo mismo que a un caballo mutilado, vosotros lo arrojasteis a la calle para que se muriera. Cuando digo «vosotros» quiero decir el subdirector y todas las personas empleadas por usted y otros accionistas para hacer marchar las hilanderías en vuestro nombre. El accidente fue causado por el cuidado que ese obrero ponía para ahorrar algunos dólares a la Compañía. El cilindro dentado de la cortadora le enganchó su brazo. El habría podido dejar pasar la piedrita que había visto entre los dientes de la máquina y que habría roto una doble hilera de engranajes. Cuando quiso sacarla, su brazo fue atrapado y despedazado hasta el hombro. Era de noche. En las hilanderías hacía horas extras. Ese trimestre pagaron un fuerte dividendo. Esa noche, Jackson llevaba muchas horas trabajando y sus músculos habían perdido su resorte y su agilidad. He aquí por qué fue atrapado por la máquina. Tenía mujer y tres hilos.

—¿Y qué hizo la Compañía por él? —pregunté.

—Absolutamente nada. ¡Oh, perdón! Hizo algo. Consiguió hacerle denegar la acción por daños y perjuicios que había intentado el obrero al salir del hospital. La Compañía emplea abogados muy hábiles.

—Usted no cuenta todo —dije con convicción, o quizás no conoce toda la historia. Tal vez ese hombre haya sido insolenté.

—¡Insolente! ¡Ja, ja! —Su risa era mefistofélica—. ¡Oh, dioses! ¡Insolente, con su brazo triturado! Era, con todo, un servidor dulce y humilde, y nunca dijo nadie que fuera insolente.

—Puede ser que en el tribunal —insistí—. El juicio no le habría sido adverso si no hubiese habido en todo este asunto algo más de lo que usted nos ha dicho.

—El principal abogado consejero de la Compañía es el coronel Ingram, y es un hombre de ley muy capaz. —Ernesto me miró seriamente durante un momento y luego prosiguió—: Voy a darle un consejo, señorita Cunningham: usted puede hacer su investigación privada sobre el caso Jackson.

—Ya había tomado esa resolución —respondí con frialdad.

—Perfectamente —dijo Ernesto, radiante de buen humor—. Le voy a decir dónde puede encontrar al hombre. Pero me estremezco al pensar en todas las que usted va a pasar con el brazo de Jackson.

Y he aquí cómo el obispo y yo aceptamos los desafíos de Ernesto. Mis dos visitantes se fueron juntos, dejándome mortificada por la injusticia infligida a mi casta y a mí misma. Ese muchacho era un bruto. En ese momento lo odiaba, y me consolé al pensar que su conducta era la que podía esperarse de un hombre de la clase obrera.

CAPÍTULO III:
EL BRAZO DE JACKSON

Estaba lejos de imaginar el papel fatal que el brazo de Jackson iba a jugar en mi vida. Ni siquiera el hombre, cuando conseguí encontrarlo, me hizo gran impresión. Al borde mismo de los pantanos vecinos de la bahía ocupaba un cuchitril indescriptible
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, rodeado de charcos de agua corrompida y verdosa que exhalaban un olor fétido.

Se trataba, efectivamente, del personaje humilde y bonachón que me habían descrito. Estaba ocupado en un trabajo de retina y laboraba sin descanso mientras conversaba con él. Mas, a pesar de su resignación, sorprendí en su voz una especie de amargura incipiente cuando me dijo:

—Bien pudieron haberme dado para el puchero con un puesto de sereno
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.

No pude sacarle nada importante. Tenía un aire estúpido que desmentía su habilidad en el trabajo. Esto me sugirió una pregunta.

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