El Talón de Hierro (19 page)

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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El Talón de Hierro
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Comió con alegría la comida que yo había preparado. Nunca había dado muestras de semejante apetito en nuestra casa. Hablamos de los tiempos idos, y nos declaró que en su vida había estado tan sano como en la hora actual.

Ahora siempre ando a pie —dijo—, y enrojeció al recuerdo de los días en que andaba en carruaje, como si eso fuera pecado muy difícil de hacerse perdonar. Mi salud es cada día mejor —agregó con presteza—. Y me siento verdaderamente muy feliz, completamente feliz. Ahora, por fin, tengo conciencia de ser uno de los ungidos del Señor.

Su cara, sin embargo, conservaba una huella permanente de tristeza, porque ahora se encargaba del dolor del mundo. Veía la vida bajo una luz violenta, muy distinta a la que había entrevisto en los libros de su biblioteca.

—Y usted, joven, es el responsable de todo esto —dijo, dirigiéndose a Ernesto.

Este pareció turbado e incómodo.

—Yo… yo se lo había advertido —balbuceó.

—No, usted no cae —respondió el obispo—. No le dirijo un reproche, sino un agradecimiento. Le debo las gracias por haberme señalado el camino. De las teorías sobre la vida, usted me trajo a la vida misma. Usted apartó los velos y arrancó las máscaras. Usted trajo resplandores en mi noche, y ahora yo también veo la luz del día. Y me encuentro muy feliz, salvo… —vaciló dolorosamente— y una viva aprensión ensombreció su mirada salvo esta persecución. No hago mal a nadie. ¿Por qué, entonces, no me dejan tranquilo? Pero no es eso solo, es la naturaleza de esta persecución. Me daría lo mismo ser desollado a latigazos, quemado en la hoguera o crucificado con la cabeza para abajo. Pero el manicomio me espanta. Imaginaos ¡una casa de alienados! Es escandaloso. En el sanatorio he visto algunos casos de locos furiosos. Se me hiela la sangre nada más que de pensarlo. ¡Quedar prisionero por el resto de mis días entre alaridos y escenas de violencia! ¡No, no! ¡Cualquier cosa menos eso! ¡Es demasiado!

Daba lástima. Sus manos temblaban; todo su cuerpo se estremecía y se contraía ante la visión evocada. Pero en un momento recobró su calma.

—Perdonadme —dijo simplemente—. Son mis desdichados nervios. Y si es allí adonde debe llevarme el servicio del Maestro, que se haga su voluntad. ¿Quién soy para quejarme?

Yo estaba a punto de gritar al contemplarlo: ¡Oh grande y buen pastor! ¡Héroe! ¡Héroe de Dios!

En el transcurso de la velada nos dio nuevos informes sobre sus hechos y hazañas.

—Vendí mi casa, o mejor, mis casas y todas mis posesiones. Sabía que tenía que hacerlo en secreto porque si no se habrían incautado de todo. Hubiese sido terrible. Frecuentemente me maravillo de la inmensa cantidad de papas, de pan, de carne, de carbón que se puede comprar con doscientos o trescientos mil dólares —se volvió hacia Ernesto—. Usted tiene razón, joven: el trabajo está pagado terriblemente por debajo de su valor. Yo nunca había realizado la menor tarea en mi vida, como no fuese la de dirigir exhortaciones estéticas a los fariseos. Creía predicarles el mensaje, y eso me valía medio millón de dólares. No sabía lo que significaba esta suma hasta no haber visto cuántas vituallas pueden comprarse con ella. Y entonces comprendí algo más. Comprendí que todas esas provisiones me pertenecían y que yo no había hecho nada para producirlas: Desde entonces vi claramente que otros habían trabajado para producirlas y que se las habían arrebatado. Y cuando descendí entre los pobres, descubrí a los que habían sido robados, a los que estaban hambrientos y miserables a raíz de ese robo.

Lo volvimos a su historia.

—¿El dinero? Lo deposité en muchos Bancos distintos y bajo diferentes nombres. No me lo podrán quitar nunca, pues nunca lo descubrirán. ¡Y es tan lindo el dinero! ¡Sirve para comprar tantos alimentos! Antes ignoraba completamente para qué servía el dinero.

—Me gustaría tener un poco para la propaganda —dijo Ernesto con aire preocupado—. Eso haría un bien inmenso.

—¿Lo cree? —preguntó el obispo—. No le tengo mucha fe a la política Me temo que no comprendo nada.

En esta materia Ernesto era muy delicado. No reiteró la sugestión, aunque él tenía plena conciencia de la difícil situación en que se debatía el Partido Socialista como consecuencia de la falta de fondos.

Vivo en posadas baratas continuó el obispo, pero tengo miedo y no me quedo mucho tiempo en el mismo sitio. He alquilado también dos cuartos en casas obreras en distintos barrios de la ciudad. Ya sé que es una tremenda extravagancia, pero es necesaria. La compenso cocinándome yo mismo, pero a veces encuentro de comer muy barato en los cafés populares. Y he hecho un descubrimiento: que los tamales
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son excelentes cuando refresca por la noche. Sólo que cuestan caro; he descubierto una casa en donde dan tres por cincuenta céntimos; no son tan buenos como en otros lados, pero calientan.

Y he aquí cómo por fin encontré mi misión en este mundo, gracias a usted joven. Esta misión es la de mi Divino Maestro —me miró con ojos brillantes—. Usted me sorprendió alimentando a sus ovejas. Y, naturalmente, me guardaréis los dos el secreto.

Lo decía con tono despreocupado, pero detrás de sus palabras se adivinaba un temor real. Prometió volver a vernos.

¡Ay! A la semana siguiente los diarios nos informaron del triste caso del obispo Morehouse, que acababa de ser internado en el asilo de Napa, aunque su estado permitía todavía algunas esperanzas. Fue en vano que intentásemos verlo, que hiciésemos gestiones para que lo sometieran a un nuevo examen o que su caso fuese objeto de una nueva investigación. No pudimos enterarnos de nada con respecto a él, fuera de las reiteradas declaraciones de que no había que desesperar completamente de su cura.

—Cristo había ordenado al joven rico que vendiese cuanto poseía —dijo Ernesto amargamente—. El obispo obedeció al mandato… y ha sido encerrado en una casa de orates. Los tiempos han cambiado desde la época de Cristo. Hoy el rico que da todo al pobre es un insensato. No hay nada que discutir sobre eso. Es el veredicto de la sociedad.

CAPÍTULO XIII:
LA HUELGA GENERAL

Ernesto fue elegido a fines de 1912. Era infalible, como consecuencia de la enorme derivación hacia el socialismo que acababa de ocasionar en gran parte la supresión de Hearst
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. La eliminación de este coloso de pies de barro no fue más que un juego de niños para la plutocracia. Hearst gastaba anualmente dieciocho millones de dólares para sostener sus numerosos diarios, pero esta suma la reembolsaba, y con creces, bajo forma de anuncios de la clase media. Toda su fuerza financiera se nutría en esta fuente única, pues los trusts no tenían para qué hacer reclame
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. Para demoler a Hearst les bastaba, pues, con quitarle su publicidad.

Todavía no estaba totalmente exterminada la clase media: conservaba un esqueleto macizo pero inerte. Los pequeños industriales y los hombres de negocios, privados de poder y desprovistos de alma económica o política, se hallaban a merced de las plutocracias. En cuanto la alta finanza les dio la orden, retiraron su publicidad a la prensa de Hearst.

Este se debatió valientemente. Hizo aparecer sus diarios con pérdida, cubriendo de su bolsillo un déficit mensual de millón y medio de dólares. Continuó publicando avisos que ya no le pagaban. Entonces, ante una nueva palabra de orden de la plutocracia, su mezquina clientela lo acribilló a advertencias, ordenándole que acabase con su publicidad gratuita. Hearst se encaprichó. Le notificaron diversas intimaciones, y como persistiese en su actitud negativa, fue castigado con seis meses de prisión por ofensa a la Corte, al mismo tiempo que era llevado a la quiebra por un diluvio de acciones por daños y perjuicios. No tenía la menor posibilidad de librarse del asedio: la alta banca lo había condenado y tenía en sus manos a los tribunales para hacer ejecutar la sentencia. Con él se desmoronó el Partido Demócrata que había acaparado hacía poco.

Esta doble ejecución no dejaba a sus simpatizantes más que dos caminos: uno desembocaba en el Partido Socialista, el otro en el Partido Republicano: De esta manera recogimos los frutos de la pretendida propaganda socialista de Hearst, pues la gran mayoría de los fieles vinieron a engrosar nuestras filas.

La expropiación de los granjeros, que se produjo hacia esta época, nos habría procurado un importante refuerzo de no haber sido por la breve y fútil aparición del Partido de las Granjas. Ernesto y los jefes socialistas hicieron desesperados esfuerzos para llegar a un acuerdo con los granjeros; pero la destrucción de los diarios y editoriales socialistas significaba para ellos una barrera formidable, pues la propaganda de boca en boca no estaba entonces suficientemente organizada. Sucedió así que políticos del estilo del señor Calvin, que desde hacía mucho tiempo no eran más que granjeros expropiados, se acapararon a los campesinos y dilapidaron su fuerza política en una campaña absolutamente vana.

—¡Pobres granjeros! —exclamaba Ernesto con risa sardónica—. Están agarrados por los trusts a la entrada y a la salida.

Esta frase pintaba exactamente la situación. Los siete consorcios, obrando de acuerdo, habían fusionado sus enormes excedentes y constituido un cartel de las granjas. Los ferrocarriles, que gobernaban las tarifas de transporte, y los banqueros, y especuladores de Bolsa, que gobernaban los precios, habían sangrado a los granjeros desde hacía mucho tiempo y llevado a endeudarse hasta el cuello. Por otra parte, banqueros y trusts habían prestado fuertes sumas a los campesinos y los tenían en sus redes: sólo faltaba izarlos a bordo, y allí se precipitó la absorción de las granjas.

La crisis de 1912 había producido ya un espantoso tembladeral en el que se hundía el mercado de los productos agrícolas. Deliberadamente quedaron reducidos a precios de bancarrota, en tanto que los ferrocarriles, mediante fletes prohibitivos, le rompían el espinazo al camello del campesino. Así se obligaba a los granjeros a tomar de prestado cada vez más, mientras se les impedía reembolsar sus viejos créditos. Sobrevino entonces una prescripción general de hipotecas y una recaudación obligatoria de las obligaciones suscritas. A los granjeros se los obligó simplemente a abandonar sus tierras a los trusts, después de lo cual fueron reducidos a trabajar por cuenta de éstos en calidad de gerentes, mayordomos, capataces o simples peones, empleados todos a sueldo. En una palabra, se convirtieron en villanos, en siervos, atados al suelo por un salario de simple subsistencia. No podían abandonar a sus amos, que pertenecían todos a la plutocracia, ni ira establecerse en las ciudades, en donde ella era igualmente soberana. Si abandonaban la tierra, no tenían otra alternativa que hacerse vagabundos, es decir, morir de hambre. Y aun este expediente les fue prohibido por leyes draconianas dictadas contra la vagancia y aplicadas con todo rigor.

Como es natural, hubo aquí y allí algunos granjeros y hasta comunidades enteras que se libraron de la expropiación por causas excepcionales. Pero eran, después de todo, casos aislados que no había que tener en cuenta y que, a partir del año siguiente, fueron incorporados a la masa de una u otra manera
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Esto explica el estado de espíritu de la plana mayor del socialismo en el otoño de 1912. Con excepción de Ernesto, todos estaban convencidos de que el régimen capitalista llegaba a su fin. La intensidad de la crisis y la muchedumbre de gente sin empleo, la desaparición de los granjeros y de la clase media y la derrota decisiva infligida en toda la línea: a los sindicatos, justificaban ampliamente su creencia en la ruina inminente de la plutocracia y su actitud de desafío hacia ella.

¡Ay, qué mal estimábamos la fuerza de nuestros enemigos! En todas partes, después de una exposición exacta de la situación, los socialistas proclamaban su próxima victoria en las urnas. La plutocracia recogió el guante, y fue ella la que, vistas y examinadas todas las cosas, nos infligió una derrota al dividir nuestras fuerzas. Fue ella la que, por medio de sus agentes secretos, desparramó por todas partes la noticia de que el socialismo era una doctrina sacrílega y atea: sacando de quicio a diversos cleros, y especialmente a la Iglesia católica, nos restó los votos de cierto número de trabajadores. Fue la plutocracia, siempre por intermedio de sus agentes secretos, la que, alentó al Partido de las Granjas y los propagó hasta en las ciudades y en las filas de la clase media que naufragaba.

No obstante, se produjo la desviación hacia el socialismo. Pero en lugar del triunfo que nos habría dado puestos oficiales y mayorías en todos los cuerpos legislativos, sólo obtuvimos una minoría. Cincuenta candidatos nuestros fueron llevados al Congreso, pero cuando estuvieron en posesión de sus asientos, en la primavera de 1913, se encontraron sin ninguna especie de poder. Con todo, fueron más afortunados que los granjeros, que habían conquistado una docena de gobiernos estaduales, pero a los cuales ni siquiera les permitieron tomar posesión de sus funciones: los titulares en esos cargos se negaron a cederles el mando, y las Cortes estaban en manos de la Oligarquía. Mas no debo anticiparme a los hechos y tengo que relatar las revueltas del invierno de 1912.

La crisis nacional había provocado una enorme reducción en el consumo. Sin empleo, sin dinero, los trabajadores no efectuaban compras. Constantemente, la plutocracia se encontraba más que nunca atiborrada de mercaderías; estaba obligada a desembarazarse de ellas en el extranjero, y tenía necesidad de fondos para realizar sus planes gigantescos. Sus ahincados esfuerzos para disponer de ese excedente en el mercado mundial la colocaron en situación de competencia de intereses con Alemania. Los conflictos económicos degeneraban habitualmente en conflictos armados, y éste de ahora no fue una excepción a la regla. El gran Señor de la Guerra alemán estuvo listo; y los Estados Unidos por su parte, se prepararon.

Esta amenaza bélica estaba en el aire como una nube sombría toda la escena dispuesta para la catástrofe mundial, pues el mundo entero era teatro de crisis, de conflictos obreristas, de rivalidades de intereses; en todas partes aparecía la clase media, en todas, partes desfilaban ejércitos, en todas partes rugían rumores de revolución social
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La Oligarquía quería la guerra con Alemania por una docena de razones. Tendría mucho que ganar de la prestidigitación de acontecimientos que suscitaría una refriega semejante, de este barajar de cartas internacionales y de la conclusión de nuevos tratados y alianzas. Además, el período de hostilidades debía consumir un volumen de excedentes nacionales, reducir los ejércitos de parados que amenazaban en todos los países y dar a la Oligarquía tiempo para respirar, para madurar sus planes y realizarlos. Un conflicto de esta naturaleza la pondría virtualmente en posesión de un mercado mundial y le proporcionaría un vasto ejército permanente, que ya no sería necesario licenciar en adelante. Finalmente, en el espíritu del pueblo la divisa «América contra Alemania» reemplazaría la de «Socialismo contra Oligarquía».

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