El Talón de Hierro (18 page)

Read El Talón de Hierro Online

Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El Talón de Hierro
7.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

De ello resultó que, quieras que no, fue llevado a un sanatorio psiquiátrico, en tanto que los diarios publicaban notas patéticas sobre su crisis mental y sobre la santidad de su carácter. Una vez internado en el sanatorio, lo retuvieron como prisionero. Varias veces intenté verlo, pero siempre me negaron llegar hasta él. Me impresionó trágicamente el destino de este santo varón, absolutamente sano de cuerpo y de espíritu, aplastado bajo la brutal voluntad de la sociedad. Pues el obispo era un ser normal, tanto como lo era puro y noble. Como decía Ernesto, su única debilidad consistía en sus nociones equivocadas sobre biología y sociología, lo cual lo había llevado a no ingeniarse bien para volver las cosas a su quicio.

Lo que más me aterraba era la impotencia de ese dignatario de la Iglesia. Si insistía en proclamar la verdad tal como la concebía, estaba condenado a internación perpetua. Y eso sin remedio. Ni su fortuna, ni su situación, ni su cultura podían salvarlo. Sus puntos de vista constituían un peligro para la sociedad, y ésta no podía concebir que tan peligrosas conclusiones pudiesen surgir de un cerebro sano.

Así, por lo menos, veía yo la actitud general.

Mas a despecho de su mansedumbre y de su pureza de espíritu, el obispo no carecía de sutileza. Percibió claramente los peligros de la situación. Se vio atrapado por una telaraña y trató de librarse de ella. No pudiendo contar con la ayuda de sus amigos, como la que papá, Ernesto o yo misma le habríamos prestado de buena gana, estaba obligado a llevar la lucha con sus propios recursos. En la forzada soledad del asilo, recobró sus propios recursos. Recuperó la salud. Sus ojos dejaron de ver visiones. Su cerebro se expurgó de la fantástica idea de que el deber de la sociedad era alimentar las ovejas del Maestro.

Ya lo dije: se curó, quedó completamente sano, y los diarios y las gentes de iglesia saludaron alegremente su regreso. Asistí a uno de sus oficios. Su sermón era de la misma especie que los pronunciados por él antes de su acceso visionario. A mí me descorazonó y me chocó. ¿Lo había reducido a la sumisión el castigo infligido? ¿Era entonces un cobarde? ¿Había abjurado por intimidación? ¿O es que la prisión había sido demasiado fuerte y se había dejado aplastar humildemente por el carro de Yaggernat del orden establecido?

Fui a verlo a su magnífica residencia. Lo encontré tristemente cambiado, flaco, con su cara surcada por arrugas que nunca le había visto. Mi visita le desconcertó a ojos vistas.

Mientras hablaba, se tiraba nerviosamente de las mangas. Sus ojos inquietos se dirigían a todos lados para evitar los míos. Su espíritu parecía preocupado: cortada por extrañas pausas e intempestivos cambios de tema, su conversación carecía de ilación, al punto que se tornaba embarazosa. ¿Era éste el varón firme y tranquilo que antes había yo comparado al Cristo, con sus ojos puros y límpidos, su mirada de frente y exenta de desfallecimientos como su alma? Los hombres lo habían zarandeado y domado: su espíritu era demasiado suave; no había sido bastante fuerte como para hacer frente a la jauría organizada.

Me sentía invadida por una indecible tristeza. Sus explicaciones eran equívocas, y temía tan visiblemente lo que yo pudiera decirle, que me faltó valor para hacerle el menor reproche. Me habló con desapego de su enfermedad; conversamos deshilvanadamente de la iglesia, de las reparaciones del órgano y de las mezquinas obras de caridad. Por fin me vio partir con tal alivio que me hubiera reído si mi corazón no estuviese preñado de lágrimas.

¡Pobre fútil héroe! ¡Ah, si por lo menos yo hubiera sabido! Luchaba como un gigante y yo ni siquiera lo sospechaba. Solo, completamente solo entre sus millones de semejantes, hacía la guerra a su manera. Tironeado entre su horror al manicomio y su fidelidad hacia la verdad y la justicia, se aferraba a éstas desesperadamente; pero estaba tan aislado, que ni siquiera se atrevía a confiarse a mí. Había aprendido bien, demasiado bien, la lección.

Pronto habría de conocer yo la verdad. Un buen día el obispo desapareció. No había prevenido a nadie de su partida. Pasaban las semanas sin que regresase: hubo habladurías y corrió el rumor de que se había suicidado en un acceso de desarreglo mental. Pero tales rumores se disiparon cuando se supo que había vendido todo cuanto poseía, su residencia en la ciudad, su casa de campo en Menlo Park, sus cuadros y colecciones artísticas y hasta sus queridos libros. Evidentemente, había vendido en secreto todos sus bienes antes de desaparecer.

Ocurrió todo esto justo cuando el infortunio había caído sobre nosotros, de modo que solamente cuando nos vimos instalados en nuestra nueva vivienda tuvimos tiempo para preguntarnos qué habría sido de él. Después, de súbito, todo se aclaró.

Una tarde, al anochecer, cuando todavía reinaba un poco de claridad, había salido de casa para comprar unas cosillas para la cena de Ernesto. En nuestro nuevo medio llamábamos «cena» a la última comida del día.

Justamente cuando abandonaba la carnicería, un hombre cruzaba la puerta del almacén de la esquina. Un extraño sentimiento de familiaridad me llevó a mirarlo mejor. Pero el hombre volvía ya la esquina y caminaba rápidamente. En la caída de sus hombros y en la franja de cabellos plateados que asomaban entre el cuello y el sombrero de alas gachas había un no sé qué que despertaba en mí vagos recuerdos. En lugar de cruzar la calzada, seguí a ese hombre. Apreté el paso, tratando de reprimir las ideas que se formaban a pesar de mí en mi cerebro. No… era imposible. No podía ser él, vestido así, con un «overall» de brin gastado, demasiado largo de perneras y gastado en los fundillos. Me detuve, riéndome de mí y a punto de abandonar esta loca persecución. Pero la familiaridad de esa espalda y de esas mechas de plata me obsesionaba de verdad. Lo alcancé, y cuando me adelantaba lancé una mirada de costado a su cara; luego di bruscamente media vuelta y me encontré, asombrada, cara a cara con… el obispo.

El se detuvo bruscamente también y se quedó boquiabierto. Una gran bolsa de papel que llevaba en una mano se le cayó en la acera, reventó y una lluvia de papas rodó a sus pies y a los míos. Me miró con sorpresa y con miedo, después pareció agobiarse; cayeron sus hombros y lanzó un profundo suspiro.

Le tendí la mano. Me la tomó, pero la suya estaba muerta. Carraspeaba nerviosamente, turbado, y veía en su frente formarse gotas de sudor. Se hallaba evidentemente muy alarmado.

—¡Las papas! —murmuró con apagada voz—. Son preciosas.

Las juntamos entre los dos y las volvimos a poner en el bolso rasgado, que tenía ahora con todo cuidado en sus brazos. Traté de hacerle comprender qué dichosa me sentía de volver a verlo y lo invité a venir directamente a casa.

—Papá se alegrará mucho de verlo —le dije—. Vivimos a un paso de aquí.

—Imposible —me respondió—. Tengo que irme. Hasta la vista.

Miró a su alrededor con inquietud, como si temiese ser reconocido, y esbozó un movimiento de partida.

Luego, como me viese dispuesta a continuar a su lado, agregó:

—Déme su dirección y más tarde pasaré a verlos.

—No —respondí con firmeza—. Tiene que venir ahora.

Miró sus papas, que se escapaban de sus brazos, y los paquetitos que llevaba en su otra mano.

—No puedo, sinceramente —dijo—. Perdóneme la descortesía. ¡Si usted supiese!

Creí que iba a ceder a su emoción, pero un segundo después volvía a ser dueño de sí.

—Además, están estas vituallas —continuó—. Es un caso conmovedor, terrible. Es una anciana. Tengo que llevárselas enseguida. La pobre tiene hambre. Tengo que correr hasta ella. ¿Comprende? Volveré después, se lo prometo.

—Déjeme ir con usted —le ofrecí—. ¿Es lejos?

El obispo lanzó un suspiro y capituló.

—Sólo dos esquinas de aquí. Apresurémonos.

Guiada por el obispo, trabé conocimiento con el barrio en que yo vivía. Nunca hubiese sospechado que contuviera miserias tan lamentables. Mi ignorancia provenía, desde luego, de que yo no me ocupaba de hacer caridad. Estaba convencida de que Ernesto tenía razón cuando comparaba la beneficencia a un cauterio sobre una pierna de palo y la miseria a una úlcera que había que extirpar, en lugar de pegarle un emplasto. Su remedio era simple: entregar al obrero el producto de su trabajo y dar una pensión a los que han envejecido honradamente trabajando, y se acababan las limosnas. Persuadida de la exactitud de este razonamiento, trabajaba con él en la revolución y no desperdiciaba mis energías en aliviar miserias sociales que renacen constantemente de la injusticia del sistema.

Seguí al obispo a un cuartito interior, de unos doce pies de largo por diez de ancho. Encontramos en él a una viejecita alemana, de sesenta y cuatro años, según me informó el obispo. Quedóse sorprendida al verme, pero hizo una señal de cordial bienvenida, sin dejar de coser un pan. Talón que sostenía en sus rodillas. En el suelo, a su lado, había una pila de pantalones iguales. El obispo descubrió que no había leña ni carbón, y salió a buscarlos.

Recogí un pantalón y examiné el trabajo. Seis céntimos, señora dijo ella sacudiendo suavemente la cabeza, mientras continuaba cosiendo. Cosía con lentitud, pero sin detenerse un segundo. Su consigna parecía ser: «coser, seguir cosiendo y coser siempre»

—¿Es todo lo que pagan por este trabajo? —pregunté con asombro—. ¿Cuánto tiempo le lleva?

—Sí, es todo lo que dan —me contestó—. Seis céntimos por pieza para terminarlo, y cada pantalón representa dos horas de trabajo… Pero el patrón no lo sabe agregó vivamente como temerosa de acarrearse disgusto. Yo no soy muy ligera. Tengo reumatismo en las manos. Las muchachas son mucho más hábiles que yo: echan la mitad del tiempo que yo. El capataz es un buen tipo. Me deja traer el trabajo a casa, ahora que estoy vieja y que me aturde el ruido dé la máquina. Si no fuese tan bueno, me moriría de hambre…

Sí, las que trabajan en el taller reciben ocho céntimos. Pero ¿qué quiere usted? No hay bastante trabajo para las jóvenes, y no se van a poner a buscar a las viejas. A veces no tengo más que un solo pantalón para terminar; pero otras, como hoy tengo ocho para entregar antes de la noche.

Le pregunté cuántas horas trabajaba, y me respondió que eso dependía de la estación.

—En verano, cuando los pedidos aumentan, trabajo desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche. Pero en invierno hace demasiado frío: no consigo desentumecer mis manos. Entonces tenlo que trabajar hasta más tarde, a veces hasta la medianoche. Sí la estación de verano fue mala. Los tiempos son duros. El buen Dios debe estar enojado. Este es el primer trabajo que el patrón me ha dado en toda la semana… Es cierto que una no puede comer mucho cuando falta el trabajo. Pero va estoy habituada a eso. Toda mi vida me la he pasado cosiendo, en mi patria antes luego aquí, en San Francisco, desde hace treinta y cinco años…

Cuando una saca para el alquiler, todo va bien. El propietario es muy bueno pero quiere que le paguen. Es justo, ¿verdad? No me cobra más que tres dólares por esta pieza. No es cara. Sin embargo, a veces una pasa angustias para juntar esos tres dólares todos los meses.

Dejó de hablar, sin dejar de coser meneando la cabeza.

—Con lo que usted gana tendrá que tener un cuidado tremendo con sus gastos.

Hizo un signo de aprobación.

—Una vez pagado el alquiler, la cosa no va mal. Naturalmente, no puede comprarse carne ni leche para el café. Pero una hace siempre una comida por día, y a veces dos.

La vieja había pronunciado estas últimas palabras con cierto orgullo, con un vago sentimiento de éxito. Pero, mientras continuaba cosiendo en silencio, vi que sus buenos ojos se cargaban de tristeza y que las comisuras de sus labios se pronunciaban aún más. Su mirada se había vuelto lejana. Se restregó la nube que le impedía coser.

—No —explicó—, no es el hambre lo que a una le destroza el corazón. Una se acostumbra. Es por mi criatura que lloro. Fue la máquina la que la mató. Es cierto que trabajaba mucho, pero no alcanzo a comprender. Era una muchacha fuerte. Joven: no tenía más que cuarenta años, y no hacía más que treinta que trabajaba. Había comenzado joven, es cierto, pero mi marido había muerto. La caldera de su fábrica estalló. ¿Y qué podíamos hacer nosotras? Ella tenía diez años, pero era fuerte para su edad. Fue la máquina de coser la que la mató. Sí, ella me la mató. Era la que trabajaba más ligero en todo el taller. Muchas veces he pensado en eso, y lo sé. Es por eso que no puedo ir más al taller. La máquina de coser me da vueltas en la cabeza, y la oigo decir siempre: «¡Yo la maté, yo la maté!». Eso es lo que canta todo el santo día. Entonces pienso en mi hija y soy incapaz de trabajar.

Sus ojos envejecidos se habían velado de nuevo y tuvo que enjugarlos antes de proseguir con su costura.

Oí al obispo tropezar en la escalera y abrí la puerta. ¡En qué estado apareció! Traía a la espalda un saco de carbón, coronado con astillas. Su rostro estaba cubierto de polvo, y el sudor provocado por su esfuerzo trazaba en él arroyos. Dejó caer su carga en un rincón, cerca deja estufa, y se secó la cara con un grosero pañuelo de fibras.

Apenas podía dar crédito a mis sentidos. ¡El obispo negro como un carbonero, con una camisa barata de algodón a la que le faltaba el primer botón, y un traje enterizo como el que llevan los mozos de cordel! Lo más incongruente que había en su indumentaria era ese traje enterizo, esos pantalones gastados en los fundillos y ajustados a las caderas por un angosto cinturón de cuero.

Sin embargo, si el obispo tenía calor, las manos hinchadas de la pobre vieja estaban ya entumecidas de frío. Antes de abandonarla, el obispo encendió el fuego, en tanto que yo pelaba unas papas y las ponía a hervir. Con el tiempo debía enterarme que había muchos casos semejantes al suyo, y muchos peores, escondidos en las horribles profundidades de los cuartos del barrio.

Cuando regresamos a casa encontré a Ernesto alarmado por mi ausencia. Cuando se hubo apaciguado la primera sorpresa del encuentro, el obispo se dejó caer en la silla, estiró sus piernas enfundadas en brin azul y lanzó positivamente un suspiro de bienestar. Nos dijo que éramos los primeros amigos suyos que había vuelto a ver desde su desaparición; y durante estas últimas semanas la soledad le pesaba terriblemente. Nos contó una multitud de cosas, pero expresó, sobre todo, la alegría que experimentaba al cumplir con los mandamientos de su Divino Maestro.

Pues ahora —dijo— alimento de verdad a mis ovejas. Uno no puede cuidarse el alma mientras el cuerpo no está satisfecho. A las ovejas hay que alimentarlas con pan y mantequilla, con papas y con carne; solamente después de eso sus espíritus están en condiciones de recibir un alimento más refinado.

Other books

Rally Cry by William R. Forstchen
The Cowboy's Twins by Deb Kastner
Cowboy For Hire by Duncan, Alice