Y, en verdad, la guerra habría producido todos esos resultados si no hubiera habido socialistas. Se convocó a una reunión secreta de dirigentes del Oeste en nuestras cuatro pequeñas habitaciones de Pell Street. Se consideró primeramente cuál debía ser la actitud que debería tomar el Partido. No era la primera vez que pisoteaba una mecha belicosa
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, pero era la primera vez que lo hacíamos en los Estados Unidos. Después de nuestra reunión secreta, nos pusimos en contacto con la organización nacional, y pronto nuestros cablegramas cifrados iban y venían a través del Atlántico, entre nosotros y la Oficina Internacional.
Los socialistas alemanes estaban dispuestos a obrar de acuerdo con nosotros. Eran más de cinco millones, de los cuales muchos pertenecían al ejército permanente y estaban en términos amistosos con los sindicatos. Los socialistas de ambos países lanzaron una audaz protesta contra la guerra y una amenaza de huelga general y, al mismo tiempo, se preparaban para esta última eventualidad. Por otra parte, los partidos revolucionarios de todos los países proclamaban muy alto el principio socialista de que la paz internacional debía ser mantenida por cualquier medio, así fuese al precio de rebeliones locales y revoluciones nacionales.
La huelga general fue la grande y única victoria de nosotros los norteamericanos. El 4 de diciembre nuestro embajador fue llamado de Berlín. Esa misma noche una flota alemana atacó a Honolulú, hundió tres cruceros norteamericanos y un guardacostas y bombardeó la capital. Al día siguiente se declaraba la guerra entre Alemania y los Estados Unidos, y a menos de una hora después los socialistas habían declarado la huelga general en los dos países.
Por primera vez el Señor de la Guerra, alemán afrontó a los hombres de su nación, a los que hacían andar su imperio y sin los cuales él mismo no podía hacerlo marchar. Lo nuevo de la situación residía en la pasividad de su rebelión. No peleaban, no hacían nada, y su inercia ataba las manos de su Káiser. Ni buscado habría podido tener un pretexto mejor para soltar sus perros de guerra contra el proletariado rebelde; pero le negaron esta ocasión: no pudo ni movilizar su ejército para la guerra extranjera ni desencadenar la guerra civil para castigar a sus súbditos recalcitrantes. Ningún engranaje funcionaba ya en su imperio: ningún tren andaba, ningún mensaje corría por los hilos, pues telegrafistas y ferroviarios habían abandonado su trabajo como todo el resto de la población.
En los Estados Unidos las cosas se sucedieron como en Alemania. Al fin había entendido su lección el trabajo organizado. Vencidos definitivamente en el terreno elegido por ellos mismos, los obreros abandonaron el trabajo y pasaron al terreno político de los socialistas; porque la huelga general era una huelga política. Pero los obreros habían sido tan cruelmente tratados, que en adelante ya no les importaba la etiqueta. De puro desesperados se plegaron a la huelga; arrojaron sus herramientas y abandonaron el trabajo por millones. Los mecánicos se distinguieron particularmente. Sus cabezas estaban todavía ensangrentadas y su organización, aparentemente destruida y, sin embargo, marcharon en bloque, con sus aliados de la metalurgia.
Hasta los simples peones y todos los trabajadores libres Interrumpieron sus tareas. Todo estaba combinado en la huelga general de manera que nadie pudiese trabajar. Las mujeres, por su parte, se mostraron como las más activas propagandistas del movimiento: formaron un frente contra la guerra. No querían dejar partir sus hombres para la matanza. Muy pronto la idea de la huelga general hizo presa en el alma popular y despertó en ella la vena humorística: a partir de entonces se propagó con una contagiosa rapidez. Los niños se declararon en huelga en todas las escuelas y los profesores que habían venido a dictar sus clases encontraron las aulas desiertas. El paro universal tomó el aspecto de un gran «picnic» nacional. La idea de solidaridad del trabajo, puesta de relieve en esta forma, hirió la imaginación de todos. En definitiva, no se corría ningún peligro en esta colosal aventura. ¿A quién podrían castigar cuando todos eran culpables?
Los Estados Unidos estaban paralizados. Nadie sabía lo que ocurría fuera. No había más diarios, ni cartas, ni telegramas. Cada comunidad se hallaba tan completamente aislada como si millones de leguas desiertas la separasen del resto del mundo. Prácticamente, el mundo había dejado de existir, y permaneció una semana en esta extraña suspensión.
En San Francisco ignorábamos lo que ocurría al otro lado de la bahía, en Oakland o en Berkeley. El efecto que producía en las naturalezas sensibles era fantástico, opresivo. Parecía que algo grande había muerto, que una fuerza cósmica acababa de desaparecer; el pulso del país había cesado de latir, la nación yacía inanimada. Ya no se escuchaba más el rodar de los tranvías y de los camiones en las calles, ni los silbatos de las fábricas, ni los murmullos eléctricos en el aire, ni los gritos de los vendedores de diarios: nada más que pasos furtivos de gentes aisladas que, por momentos, se deslizaban como fantasmas y cuyo mismo andar el silencio tornaba indeciso e irreal.
Pues bien, durante esta gran semana silenciosa, la Oligarquía aprendió su lección y la aprendió bien. La huelga era una advertencia. Jamás debería volver a producirse. La Oligarquía se encargaría de ello.
Tal como se había convenido de antemano, los telegrafistas de Alemania y de los Estados Unidos volvieron a sus puestos. Valiéndose de sus intermediarios, los jefes socialistas presentaron su ultimátum a los dirigentes: o la guerra se declaraba nula y no ocurrida o la huelga continuaría. No se tardó mucho en llegar a un arreglo. La declaración de guerra fue revocada y la población de ambos países volvió al trabajo.
Este restablecimiento del estado de paz determinó la firma de una alianza entre Alemania y los Estados Unidos. En realidad, este último tratado fue concluido entre el emperador y la Oligarquía con vistas a mantener a raya a su enemigo común, el proletariado revolucionario de los dos países. Fue esta alianza la que la Oligarquía rompió tan traidoramente más adelante, cuando los socialistas alemanes se levantaron para arrojar a su emperador del trono. Pues bien, precisamente el fin que se había propuesto la Oligarquía al hacer este papel era destruir a su gran rival en el mercado mundial. Una vez que el emperador fue dejado de lado, Alemania no tendría ya excedente que vender en el extranjero. Por la naturaleza misma de un Estado socialista, la población alemana consumiría toda lo que fabricase. Naturalmente, cambiaría en el extranjero algunos productos cuyos con otras nao no fabricase; pero esta reserva no tenía ninguna relación con los excedentes no consumidos.
—Apuesto a que la Oligarquía encontrará una justificación —dijo Ernesto al enterarse de su traición hacia el emperador de Alemania—. Como de costumbre, se convencerá de que procedió honradamente.
Y así ocurrió. La Oligarquía sostuvo que había obrado en el interés del pueblo norteamericano al arriar del mercado mundial a un rival aborrecido para permitirnos disponer en él de nuestro excederte nacional.
Y el colmo del absurdo decía a propósito de esto Ernesto, es que nos vemos reducidos a tal impotencia que esos idiotas toman en sus manos nuestros intereses. Nos han colocado en el trance de vender más en el extranjero, lo que viene a ser lo mismo que decir que estaremos obligados a consumir menos en casa.
En el mes de enero de 1913 Ernesto se daba perfecta cuenta del giro que tomaban las cosas; pero le fue imposible hacer compartir a los demás jefes socialistas su propio punto de vista sobre el advenimiento inminente del Talón de Hierro. Eran demasiado confiados y no veían que los acontecimientos se precipitaban demasiado rápidamente hacia el paroxismo. Había sonado la hora de la crisis universal. Dueña virtual del mercado mundial, la Oligarquía norteamericana cerraba las puertas de aquél a una veintena de países abarrotados de un excedente de mercaderías que y no podían consumir ni vender: no les quedaba otra alternativa que una radical reorganización. Habiéndose tornado impracticable para ellas el método de producción excesiva, el sistema capitalista estaba, con respecto a ellas, irremediablemente roto.
La reorganización de esos países adquirió forma revolucionaria. Fue una época de confusión y de violencia. Instituciones y gobiernos crujían en todas partes. Doquiera, salvo en dos o tres países, los otrora amos, los capitalistas, lucharon encarnizadamente para conservar sus bienes, pero el proletariado militante les quitó el gobierno. Se cumplía al fin la clásica profecía de Karl Marx: «He aquí que las campanas tocan a muerto para la propiedad privada capitalista, y los expropiadores son a su vez expropiados». No bien los gobiernos capitalistas se desplomaban, ya surgían en su lugar repúblicas cooperativas.
—«¿Por qué quedan rezagados los Estados Unidos?».
—«¡Despertad, revolucionarios americanos!» —«¿Qué es lo que ocurre en América?» Tales eran los mensajes que nos enviaban los camaradas victoriosos de los otros países. Mas nosotros no podíamos seguir este movimiento. La Oligarquía, con su maza monstruosa, nos cerraba el paso.
—Esperad que entremos en funciones en primavera —respondíamos—. ¡Entonces veréis!
Nuestra respuesta encerraba un secreto. Habíamos terminado por ganar a las Granjas para nuestra causa, y contábamos con que para la primavera una docena de Estados caerían en sus manos en virtud de las elecciones del otoño anterior. Inmediatamente después, esos Estados debían erigirse en repúblicas cooperativas. Lo demás sería sencillo.
—Pero ¿y si a los granjeros les impiden tomar posesión de sus cargos? —preguntaba Ernesto.
Y sus camaradas lo llamaban profeta de la desgracia.
Ahora bien, esta imposibilidad de entrar en funciones no era el mayor de los peligros que embargaban su espíritu. Lo que sobre todo preveía y temía era la defección de ciertos grandes sindicatos obreros y el establecimiento de nuevas castas.
—Ghent señaló a los oligarcas la manera de componérselas —decía—. Me jugaría cualquier cosa a que hicieron de su «Feudalismo Benévolo» su libro de cabecera
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Nunca olvidaré la velada en que, después de una acalorada discusión con una media docena de jefes obreristas, Ernesto se volvió hacia mí y me dijo tranquilamente:
—¡Todo está consumado! El Talón de Hierro ganó la partida. Ya se ve el fin.
Esta pequeña conferencia, celebrada en casa, no tenía carácter oficial; pero Ernesto, de común acuerdo con sus demás camaradas, trataba de obtener de los dirigentes obreros la seguridad de que harían salir a sus hombres en la próxima huelga general. De los seis jefes presentes, O’Connor, presidente de la Asociación de Mecánicos, se había mostrado el más terco en negar esta promesa.
—Usted sabe, sin embargo, qué tunda formidable le costó su viejo método de huelga y de boicot —decía Ernesto.
O'Connor y los otros meneaban la cabeza.
—Y sabe usted también lo que podía hacerse con una huelga general —continuaba Ernesto—. Hemos parado la guerra con Alemania. Nunca se había visto una manifestación tan hermosa de la solidaridad y del poderío del trabajo. El trabajo puede y debe regir al mundo. Si continuáis estando de nuestra parte, pondremos fin al reinado del capitalismo. Es vuestra única esperanza; y, lo que es más, bien lo sabéis, no hay otra salida. Todo lo que podáis hacer con vuestra vieja táctica está condenado a la derrota, aunque más no sea que por la simple razón de que los tribunales están regidos por vuestros amos
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—Usted se exalta demasiado pronto —respondió O'Connor—. Usted no conoce todas las salidas. Hay otra.
Nosotros sabemos lo que hacemos. Ya estamos hartos de huelgas. Así fue cómo nos molieron a palos. Yo no creo que tengamos necesidad nunca de hacer salir a nuestros hombres.
—¿De qué mañera, entonces, pensáis salir del apuro? —preguntó Ernesto bruscamente.
O'Connor se echó a reír, sacudiendo la cabeza.
—Todo lo que puedo decirle es esto: que no nos hemos dormido, y que ahora no somos soñadores.
—Espero que no se trate de nada de que tengamos que temer o que avergonzarnos —dijo Ernesto con gesto desafiante.
—Supongo que conocemos nuestro asunto mejor que nadie —fue la respuesta.
—Debe ser un asunto que teme a la luz, a juzgar por sus tapujos —le espetó Ernesto, cuya cólera se encendía.
—Hemos pagado nuestra experiencia con sudor y con sangre y merecemos todo lo que nos suceda —respondió el otro. La caridad bien entendida empieza por casa.
—Si usted tiene miedo de decirme su manera de salir del paso, yo mismo se lo voy a decir. —La cólera de Ernesto había estallado—. Usted piensa tomar parte en la cacería. Usted se ha entendido con el enemigo, eso es lo que ha hecho. Usted vendió la causa del trabajo, de todo el trabajo. Usted deserta el campo de batalla, como los cobardes.
—Yo no digo nada —respondió O'Connor ásperamente. Creo sólo que sabemos un poco mejor que usted lo que nos hace falta.
—Pero se burla completamente de lo que le hace falta al resto de los trabajadores. Con una patada manda la solidaridad a la fosa.
—No tengo nada que decir —replicó O'Connor—, sino que soy el presidente de la Asociación de Mecánicos y que mi misión es considerar los intereses de los hombres que represento, eso es todo.
Cuando se marcharon los jefes obreros, como en la calma que sucede a las tormentas, Ernesto esbozó para mí la ferie de acontecimientos que iban a sucederse.
—Los socialistas predecían con alegría el advenimiento del día en que el trabajo organizado, vencido en el terreno industrial, se uniría a ellos en el terreno político. Pues bien, el Talón de Hierro ha aplastado a los sindicatos en su terreno y los ha impulsado hacia el nuestro; pero para nosotros, en lugar de una alegría, será una fuente de desazones. El Talón de Hierro aprendió su lección. Le mostramos nuestro poderío en la huelga general, y ahora ha tomado sus medidas para impedir que haya una segunda.
—¿Pero cómo podría impedirla? —pregunté.
—Simplemente, subvencionando a los grandes sindicatos. Estos no se unirán a nosotros en la próxima huelga general y, por consiguiente, la huelga no tendrá lugar.
—Pero el Talón de Hierro no podrá sostener indefinidamente una política tan costosa.
—¡Oh!, no ha sobornado a todos los sindicatos. No era necesario. Mira lo que va a suceder: aumentarán los salarios y disminuirán las jornadas de trabajo en los sindicatos de los ferrocarriles, de los trabajadores del hierro y del acero, de los maquinistas y de los constructores mecánicos. Estos sindicatos continuarán prosperando y la afiliación a ellos será buscada como si se tratara de reservar asientos en el paraíso.