El templo (41 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: El templo
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Pero hoy, sin embargo, tenía otro uso.

Permitía a los nazis esconder sus barcos, helicópteros e hidroaviones de las miradas indiscretas de los satélites estadounidenses.

Tan pronto como el helicóptero aterrizó en la pista flotante el piloto pulsó un interruptor.

Inmediatamente, la oxidada puerta de garaje situada a la izquierda del helicóptero se abrió, y la plataforma cuadrada sobre la que descansaba el helicóptero comenzó a moverse por el agua, accionada por algún mecanismo oculto bajo las aguas.

Race alzó la vista mientras el helicóptero era lentamente conducido al interior del almacén.

Un segundo después, el cielo que se alzaba ante él desapareció y fue reemplazado por el techo interior del almacén, un complejo entramado de vigas de acero oxidadas y vigas transversales de madera oscura.

Race observó el almacén.

Era realmente grande. Un espacio cerrado y cavernoso del tamaño de un hangar iluminado por luces halógenas cónicas que habían sido colocadas en las vigas de acero.

El «suelo» del almacén, sin embargo, era bastante extraño. Era la superficie del río. A lo largo del almacén se extendía una cubierta sobre el agua, una cubierta que a su vez se ramificaba en cerca de doce cubiertas más pequeñas que formaban ángulos rectos con respecto a la principal: puestos de amarre para los barcos y aviones que llegaban a la mina para transportar el oro.

Una cinta transportadora recorría todo el largo de la cubierta central. Salía de un enorme hueco cuadrado de una de las paredes. Parecía salir del mismo cráter y su recorrido daba la vuelta en la parte más alejada de la cubierta.

Race supuso que aquella cinta transportadora comenzaba en las mismísimas entrañas de la mina, probablemente en un saliente de carga, o quizá en la misma base del cráter.

Tal como él se lo imaginaba, el oro de la mina se cargaba en la cinta transportadora, que recorría un largo túnel excavado en la tierra hasta aparecer allí, en el almacén, para que dicho oro fuera cargado en un avión o en un barco.

La plataforma, que avanzaba lentamente bajo el helicóptero, se detuvo en uno de los puestos de amarre mientras las palas del rotor se movían lentamente por encima de la cinta transportadora, brillando con el destello de las luces halógenas.

Desde su asiento en la parte trasera del helicóptero, Race vio a cuatro hombres salir de la oficina acristalada en la parte del almacén que daba a la mina.

Tres de ellos llevaban batas blancas. Científicos. El cuarto llevaba ropa de combate y un fusil de asalto G-11. Un soldado.

Race vio que uno de los tres científicos era mucho más bajo que los otros dos, e infinitamente mayor. Era un hombre menudo, encorvado por la edad, con cabellos largos y canosos, y unos enormes ojos, aumentados por los gruesos cristales de sus gafas. Race supuso que se trataba del doctor Fritz Weber, el brillante científico nazi del que Schroeder y Nash habían estado hablando antes.

Aparte de los cuatro hombres que se encontraban delante de la oficina acristalada, el resto del almacén estaba completamente desierto.

No hay nadie más aquí
, pensó Race.

Los nazis debieron de llevar a todos sus hombres a Vilcafor para hacerse con el ídolo
. Los cuatro hombres que estaban en el almacén, junto con Anistaze, Ehrhardt, Cara Cráter y el piloto, eran los únicos que quedaban.


Unterscharführer
—le dijo Ehrhardt a Cara Cráter cuando el helicóptero en el que se encontraban se detuvo—. Si es usted tan amable, lleve a la agente Becker y al profesor Race al foso de residuos. Después mátelos y oculte sus restos.

Race y Renée fueron conducidos a empellones por un camino mugriento que se extendía en dirección este, lejos de los almacenes situados en la orilla del río.

Tras ellos, Cara Cráter y otro soldado nazi, el único soldado de la mina, los llevaban hasta el foso de residuos con sus G-11 en ristre.

—¿Alguna idea de cómo vamos a salir de aquí? —le preguntó Race a Renée mientras caminaban.

—Ninguna —le respondió ella con frialdad.

—Pensé que quizá tuvieras algún plan. Ya sabes, que tuvieses guardado en as en la manga.

—No hay ningún plan.

—Entonces, ¿vamos a morir?

—Eso parece.

Doblaron una curva del camino y Race se estremeció cuando un olor nauseabundo y putrefacto asaltó sus sentidos. Un instante después, los cuatro llegaron al final del camino y Race vio entre algunos árboles una pila de basura amontonada. Aquella pila tendría una extensión de unos cuarenta y cinco metros. Neumáticos viejos, montañas de comida podrida y deshechos, amasijos de metales…, incluso animales muertos se amontonaban en aquel lugar.

El foso de residuos.

—De rodillas, los dos —gritó Cara Cráter.

Se pusieron de rodillas.

—Las manos a la cabeza.

Entrecruzaron los dedos por detrás de la cabeza.

Race escuchó al otro nazi quitar el seguro del G-11. La explosión de la carga M-22 había destrozado el PEM que había modificado Schroeder, por lo que los G-11 volvían a estar plenamente operativos. Después le escuchó dar un paso por el terreno embarrado, hacia él, y sintió cómo colocaba el cañón de su fusil de asalto en su nuca.

Esto no debería estar pasando
, le gritó su mente.
Todo está yendo demasiado rápido. ¿No deberían tomárselo con más calma? Darnos una oportunidad… una oportunidad para

Race miró hacia delante, se mordió el labio y cerró los ojos y, dado lo desesperado de la situación, esperó a que llegara el final.

Llegó rápido.

¡pam
!

Nada ocurrió.

Los ojos de Race seguían cerrados.

El G-11 había disparado, pero, por algún motivo, por algún extraño motivo, su cabeza seguía estando en su sitio.

Y, de repente, escuchó el golpe seco de un cuerpo al caer en el barro, justo al lado suyo.

Race abrió los ojos y miró hacia atrás. Vio a Cara Cráter, que apuntaba con su G-11 al lugar donde hacia tan solo unos instantes se encontraba la cabeza del otro nazi.

El cuerpo sin vida del nazi yacía ahora boca abajo en el barro. Una repugnante amalgama de sangre y sesos supuraba por la parte posterior de su cabeza.

—Uli —dijo Renée incorporándose y echando a correr hacia Cara Cráter. Lo abrazó afectuosamente.

Race estaba totalmente desorientado.

¿Uli…?

Entonces, Renée abofeteó con dureza el pecho del nazi con el rostro picado de viruelas.

—Ya puestos, ¿por qué no has esperado más? Estaba a punto de darme algo ya.

—Lo siento, Renée —dijo Cara Cráter—Uli—. Tenía que esperar hasta que estuvierais lo suficientemente lejos del cobertizo. De lo contrario, los demás se habrían enterado.

Race se giró de repente para mirar a aquel hombre llamado Uli.

—Eres de la BKA —dijo.

—Sí —le respondió aquel hombre corpulento con una sonrisa—. Y sus buenas intenciones le salvaron la vida, profesor William Race de la Universidad de Nueva York. En su intento por salvar la vida de Renée en el catamarán, se enfrentó al hombre correcto. Si hubiera sido un nazi de verdad, le habría metido una bala entre ceja y ceja. Soy el agente especial Uli Pieck, pero aquí se me conoce como
Unterscharführer
Uli Kahr.

Y, entonces, en la mente de Race todo cobró sentido.

—El manuscrito —dijo Race—. Usted fue el que le pasó a la BKA la copia del manuscrito.

—Exacto —dijo Uli impresionado.

Race recordó que Karl Schroeder le había hablado a Frank Nash del plan de la BKA para derrotar a los nazis que iban tras el ídolo. Recordaba perfectamente las palabras de Schroeder: «Para hacerlo, obtuvimos una copia del manuscrito de Santiago y la utilizamos para llegar hasta aquí.».

Pero Race no se había dado cuenta hasta ese momento de que tenía que haber pensado desde el instante que escuchó esa frase que la BKA tenía un hombre dentro de la organización de los Soldados de Asalto.

La copia del manuscrito de la BKA era una fotocopia del manuscrito de Santiago. Pero este había sido robado unos días antes de la abadía de San Sebastián en los Pirineos por los Soldados de Asalto. Por tanto, el ejemplar fotocopiado que obraba en poder de la BKA tenía que haberles sido enviado por alguien de dentro de la organización nazi.

Un espía.

Uli.

—Vamos —dijo Uli acercándose al cuerpo del nazi muerto. Comenzó a quitarle las armas. Le pasó el fusil G-11 y un par de granadas de mano a Renée y el peto antibalas y la Glock-20 a Race—. ¡Vamos! ¡Aprisa! ¡Tenemos que parar a Ehrhardt antes de que arme la Supernova!

Heinrich Anistaze y Odilo Ehrhardt se encontraban en una de las oficinas acristaladas dispuestas en el interior del cobertizo, rodeados por un equipo de radio y comunicaciones.

Delante de ellos estaba el doctor Fritz Weber, antiguo miembro del proyecto de la bomba atómica de Adolf Hitler, el científico nazi que durante la Segunda Guerra Mundial había realizado experimentos con seres humanos y había sido condenado a muerte por ello. A pesar de que su cuerpo, chepudo y encorvado, tenía setenta y nueve años de edad, su mente estaba más viva y lúcida que nunca.

Weber sostenía el ídolo en sus manos.

—Es hermoso —dijo.

A los setenta y nueve años de edad, Fritz Weber era dos años mayor que Ehrhardt y sesenta centímetros más bajo. Era un hombre menudo, con gafas, de mirada inquisidora y con una melena un tanto
einsteniana
que le caía a los hombros.

—¿Alguna respuesta de los gobiernos europeos y estadounidense? —le preguntó Ehrhardt.

—El gobierno alemán y el estadounidense han pedido más tiempo para conseguir el dinero. Ninguna respuesta de los demás —dijo Weber—. Es un ardid, una maniobra dilatoria habitual en los negociadores. Están intentando comprar más tiempo hasta que comprueben que sus equipos no han encontrado el ídolo primero.

—Entonces mostrémosles quién tiene el ídolo —gruñó Ehrhardt. Se volvió hacia Anisraze—. Haga una fotografía del ídolo. Póngale fecha y hora e introdúzcala en el ordenador para enviarla directamente a Bonn y a Washington. Dígales a los presidentes que el dispositivo está armado y listo para detonar en exactamente treinta minutos. Solo lo desactivaremos cuando recibamos confirmación de la transferencia de cien mil millones de dólares a nuestra cuenta de Zurich dentro de ese periodo de tiempo.

—Sí, señor —dijo Anistaze mientras iba por una cámara digital.

—Doctor Weber —dijo Ehrhardt.

—¿Sí,
Oberstgruppenführer
?

—Cuando el
Obergruppenführer
haya terminado de hacer la foto, quiero que lleve el ídolo a la cabina de control y monte la Supernova inmediatamente. Ponga una cuenta atrás de treinta minutos y active el reloj.

—Sí,
Oberstgruppenführer
.

Race, Renée y Uli subieron a toda prisa por el camino mugriento que conducía hasta el cobertizo.

Uli y Renée portaban fusiles G-11, mientras que Race llevaba la pequeña pistola Glock que Uli le había quitado al nazi muerto en el foso de residuos.

También llevaba encima de su camiseta el peto de kevlar negro del nazi muerto. Hasta ese momento no se había percatado de que los nazis los llevaran. Pero ahora que él llevaba uno, lo observó más detenidamente.

Lo primero que notó fue que era increíblemente ligero y muy fácil de llevar. Permitía una libertad total de movimientos. En segundo lugar, no obstante, vio que había una sección un tanto extraña en forma de «A» en la parte trasera del peto que cubría los omóplatos. También era muy ligero y, al igual que el alerón en un coche deportivo, lo habían incorporado al diseño del peto de kevlar, de forma que no arruinara su apariencia aerodinámica.

Como hasta ese momento, y quizá de una manera un tanto chocante ahora que llevaba aquel peto de tecnología punta, Race seguía llevando su maldita gorra de los Yankees.

—La foto ya está lista —dijo Anistaze desde el equipo de radio y comunicaciones—. La estoy enviando.

Ehrhardt se volvió hacia Weber.

—Arme la Supernova.

Weber cogió inmediatamente el ídolo y, junto con Ehrhardt, salieron rápidamente de la oficina.

—¡Allí! —gritó Renée señalando a uno de los dos larguísimos puentes colgantes que conectaban los almacenes de la orilla del río con la cabina de control situada en el centro del cráter.

Race alzó la vista y vio dos diminutas figuras, una alta y gorda y la otra pequeña y con una bata blanca de laboratorio, cruzando el moderno puente de cable de acero.

El hombre más bajo llevaba algo bajo su brazo. Un objeto envuelto en una tela de color púrpura. El ídolo.

Uli y Renée se salieron del camino mugriento y se adentraron por el follaje en dirección al cráter. Race los siguió.

Segundos después, los tres llegaron al borde de la gigantesca mina y se asomaron por él.

—Son Ehrhardt y Weber —dijo Uli—. Están llevando el ídolo a la Supernova.

—¿Qué hacemos? —preguntó Race.

Uli dijo:

—La Supernova se encuentra dentro de la cabina de control que está suspendida sobre la mina. Solo hay dos puentes que llegan hasta ella, uno situado en dirección norte y el otro en dirección sur. Tenemos que llegar hasta esa cabina y desactivar la Supernova.

—Pero, ¿cómo hacemos eso?

—Para desactivarla —dijo Uli—, hay que introducir un código en el ordenador del dispositivo.

—¿Cuál es ese código?

—No lo sé —dijo Uli con pesar—. Nadie lo sabe. Nadie, excepto Fritz Weber. El diseñó el arma, así que es el único que sabe el código de desactivación.

—Genial —dijo Race.

Uli se giró.

—De acuerdo, escuchad. Así es como lo veo yo. Soy el único de nosotros que puede llegar a la cabina de control. Si alguno de vosotros intenta atravesar cualquiera de los puentes de cable, los dejarán caer y aislarán la cabina. Y, si no logran hacerse con el dinero, harán explotar la Supernova.

»Pero están esperando que regrese de un momento a otro, y creen que os he matado a los dos. Cuando regrese, procuraré llegar a la cabina de control. Entonces intentaré… convencer… a Weber para que desactive el arma.

—¿Qué hacemos nosotros mientras tanto? —preguntó Race.

—Para que esto funcione —dijo Uli—, debo poder estar con Weber a solas. Necesito que mantengáis a raya a Anistaze y a los demás hombres que están en el cobertizo.

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