Por supuesto, Renco lo había planeado todo, lo había concebido desde el principio.
Recordé, en el inicio del viaje, nuestra breve parada en el pueblo cantero de Coico y también cómo habían dado a Renco un saco lleno de objetos de bordes afilados. Y recordé con toda claridad que en ese momento me había preguntado por qué estábamos perdiendo nuestro preciado tiempo en coger piedras.
Pero ahora sí lo entendía.
Renco había cogido piedras de la cantera casi iguales a la extraña piedra púrpura y negra en la que se había tallado el ídolo.
Renco, a continuación, le había dado esas piedras al delincuente Bassario y le había encomendado que tallara una copia idéntica del ídolo con la que, imagino, engatusar a Hernando.
Era un plan brillante.
En ese momento también caí en la cuenta de qué era lo que había estado haciendo Bassario durante el viaje en aquellos momentos en que se retiraba a un rincón y se acurrucaba al lado de una pequeña hoguera de espaldas a nosotros.
Había estado tallando la copia del ídolo.
Y lo cierto era que la copia era extraordinaria. Las fauces abiertas, los dientes afilados… todos los detalles tallados en una reluciente piedra negra y púrpura.
Entonces, durante un instante, lo único que pude hacer fue mirar al ídolo falso y preguntarme qué tipo de experto delincuente había sido Bassario.
—¿Cuánto tiempo queda para que lo termines? —le preguntó Renco a Bassario. Mientras Renco hablaba, me di cuenta de que a la réplica le faltaban algunos toques finales en la quijada.
—No mucho —respondió el delincuente—. Estará terminado para el amanecer.
—Tienes la mitad de ese tiempo —le dijo Renco. Se dio la vuelta y miró al grupo de supervivientes congregados en la ciudadela.
Aquella imagen no le dio demasiadas esperanzas.
Ante él estaba Vilcafor, viejo y débil, y siete guerreros incas, aquellos afortunados que se encontraban dentro de la ciudadela cuando había comenzado el ataque de los
rapas
. Además de los siete guerreros, sin embargo, Renco solo vio a un heterogéneo grupo de mujeres, niños y ancianos aterrorizados.
—Renco —susurré—. ¿Qué vamos a hacer?
Mi valeroso compañero frunció los labios pensativo. Después habló así:
—Vamos a poner fin a todo este sufrimiento de una vez por todas.
Mientras Bassario trabajaba sin descanso para terminar la réplica del ídolo, Renco comenzó a organizar a los supervivientes de Vilcafor.
—Ahora escuchadme —dijo cuando todos se reunieron a su alrededor en un círculo—. Los comedores de oro estarán aquí al amanecer. Según mis cálculos, eso nos deja menos de dos horas para prepararnos para su llegada.
»Las mujeres, los niños y los ancianos entrarán en el
quenko
guiados por mi hermana y se alejarán del pueblo todo lo que puedan.
»Guerreros —dijo tras volverse para mirar a los siete guerreros supervivientes del pueblo—. Vosotros vendréis conmigo al templo del que Vilcafor habla. Si esos
rapas
han salido de ese templo, entonces tendremos que volver a meterlos dentro. Los atraeremos hacia el templo mojando el ídolo y con su sonido lograremos encerrarlos de nuevo. Ahora reunid todas las armas que podáis.
Los guerreros se pusieron manos a la obra.
—Lena —dijo Renco.
—¿Sí, hermano? —Su hermosa hermana apareció a su lado. Me sonrió al llegar. Sus ojos eran increíbles.
—Necesito la vejiga de animal más grande que puedas encontrar —dijo Renco—. Llénala con agua de lluvia.
—Así se hará —dijo Lena y se marchó.
—¿Qué hay de Hernando? —le pregunté a Renco—. ¿Y si llega cuando estemos intentando devolver a los
rapas
a su guarida?
Renco dijo:
—Si, como dice mi hermana, nos están siguiendo con rastreadores chancas, entonces tan pronto como lleguen aquí él sabrá en qué dirección hemos ido. Confíe en mí, buen Alberto, cuento con que den con nosotros. Pues, cuando me encuentre, también encontrará el ídolo… y doy mi palabra de que se lo daré.
—Hernando es un hombre frío y cruel, Renco —le dije—. Despiadado y sanguinario. No es un hombre ni de honor ni de palabra. Cuando le dé el ídolo, lo matará.
—Lo sé.
—Pero entonces, ¿por qué…?
—Mi amigo, ¿qué es mej or? —dij o Renco con dulzura. Su gesto era amable y su voz calma—. ¿Que viviera y Hernando se hiciera con el ídolo de mi gente o que muriera y él se llevara una réplica sin valor?
Me sonrió.
—Personalmente, preferiría vivir, pero me temo que aquí hay mucho más en juego que mi vida.
La ciudadela se convirtió en un hervidero de actividad mientras las gentes de Vilcafor se preparaban para lo que iba a acontecer.
Renco fue a dar algunas instrucciones a los guerreros. Mientras lo hacía, aproveché para ir con Bassario y observar cómo le daba forma a la réplica del ídolo. Pero, si he de ser sincero, y que Dios me perdone, también tenía otro motivo para ir a hablar con él.
—Bassario —le susurré con titubeos—. ¿Lena… Lena tiene marido?
Bassario me lanzó una sonrisa picara.
—¿Por qué, monje…? ¡Viejo granuja…! —dijo en voz alta.
Le rogué en murmullos que no hablara tan alto. Bassario, como era de esperar de semejante bribón, estaba sumamente divertido.
—Tuvo un marido —dijo finalmente—. Pero su matrimonio terminó hace muchas lunas, antes de la llegada de los comedores de oro. El nombre de su marido era Huarca y era un joven guerrero prometedor. Su matrimonio trajo consigo grandes expectativas y esperanzas, dentro de las expectativas que una boda concertada pueda tener. Sin embargo, casi nadie sabía que Huarca tenía brotes de furia. Tras el nacimiento de su hijo, Huarca comenzó a pegar a Lena salvajemente. Decían que Lena soportaba sus palizas para proteger a Mani de la furia de su padre. Según parece lo logró, pues Huarca jamás pegó al niño.
—¿Por qué no lo abandonó? —le pregunté—. Después de todo, ella es la princesa de vuestra gente…
—Huarca amenazó con matar al niño si Lena se lo contaba a alguien.
Dios santo
, pensé.
—Entonces, ¿qué es lo que ocurrió? —pregunté.
—Todo se descubrió por accidente —dijo Bassario—. Un día Renco visitó a Lena de improviso y se la encontró encogida de miedo en un rincón de su casa acunando al niño en sus brazos. Tenía los ojos llenos de lágrimas y la cara ensangrentada y lastimada.
»Huarca fue capturado inmediatamente y condenado a muerte. Creo que al final lo lanzaron a un foso con un par de enormes y hambrientos felinos. Despedazaron sus miembros uno a uno. —Bassario sacudió la cabeza—. Monje, el hombre que pega a su mujer es el mayor de los cobardes, el mayor. Creo que Huarca tuvo el final que se merecía.
Dejé que Bassario continuara con su trabajo y me retiré a un rincón de la ciudadela para prepararme para nuestra misión.
Poco tiempo después, Renco se unió a mí para hacer lo mismo. Todavía llevaba las ropas españolas que había robado del barco prisión hacía muchas semanas: el chaleco de cuero marrón, los pantalones blancos, las botas de cuero por las rodillas. Aquellos ropajes extra, me dijo en una ocasión, le habían sido de gran utilidad durante nuestra dura caminata por la selva.
Se colocó una aljaba y comenzó a ponerse el cinturón de la espada alrededor de la cintura.
—¿Renco? —le dije.
—¿Sí?
—¿Por qué estaba Bassario en prisión?
—Ah… Bassario —suspiró con tristeza.
Esperé a que comenzara.
—Lo crea o no, Bassario fue una vez príncipe —dijo Renco—. Un joven príncipe al que se le tenía en gran estima. Su padre era ni más ni menos que el cantero real, un constructor y tallador de piedra brillante, el ingeniero más venerado del imperio. Bassario era su hijo y protegido, y pronto se convirtió en un cantero excepcional. A la edad de dieciséis años ya había sobrepasado a su padre en conocimiento y habilidad, a pesar de que su padre era el cantero real, ¡el hombre que había construido ciudadelas para el sapa inca!
»Pero Bassario era imprudente. Era un cazador excepcional y como arquero no tenía igual, pero, como a muchos de su ralea, le gustaba beber y apostar y divertirse con jóvenes doncellas de los barrios menos recomendables de Cuzco. Para desgracia suya, su éxito con las mujeres no era tal en el juego. Acumuló una deuda gigantesca con gente de una reputación más que dudosa. Entonces, cuando la deuda fue demasiado elevada como para poder pagarla, esos delincuentes decidieron que Bassario pagara su deuda de otra forma: con su talento.
—¿Cómo?
—Bassario pagó su deuda con ellos utilizando su habilidad con la mampostería para tallar falsificaciones de estatuas famosas y tesoros inestimables. Esmeralda u oro, plata o jade, daba igual, Bassario podía reproducir hasta el objeto más complejo.
»Una vez hacía la copia de una estatua famosa, sus colegas nefarios robaban en las casas de los propietarios de las estatuas y objetos auténticos, y los sustituían por la falsificación de Bassario.
»Esto les funcionó durante casi un año y esos delincuentes lograron grandes beneficios hasta que un día pillaron in fraganti a los «amigos» de Bassario en casa del primo del sapa inca cambiando un ídolo falso por el verdadero.
«Pronto se descubrió el papel de Bassario en el plan. Lo mandaron a prisión y deshonraron a toda su familia. Destituyeron a su padre como cantero real y lo despojaron de todos sus títulos. Mi hermano, el sapa inca, decretó que la familia de Bassario fuera trasladada de su hogar en el recinto real a una de las peores barriadas de Cuzco.
Asimilé todo lo que le decía en silencio.
Renco prosiguió:
—Yo consideraba que el castigo era demasiado duro y así se lo hice saber a mi hermano, pero quería darle un castigo ejemplar a Bassario e ignoró mis súplicas.
Renco miró a Bassario, que seguía trabajando en un rincón de la ciudadela.
—Bassario fue una vez un hombre muy noble. Con sus defectos, sí, pero con un fondo noble. Por eso, cuando me encargaron rescatar el ídolo de Coricancha, decidí que usaría su habilidad para mi misión. Pensé que si los delincuentes de Cuzco emplearon las habilidades de Bassario para sus fines, entonces yo también podría emplearlas en mi misión para rescatar el Espíritu del Pueblo.
Bassario terminó su réplica del ídolo.
Cuando hubo terminado llevó el ídolo falso, junto con el auténtico, a Renco.
Renco sostuvo los dos ídolos. Los observé por encima de su hombro y tal era la habilidad de Bassario que fui incapaz de averiguar cuál era el verdadero y cuál la falsificación.
Bassario se retiró a su rincón de la ciudadela y comenzó a recoger sus cosas. Su espada, su aljaba, su arco.
—¿Adonde crees que vas? —le preguntó Renco al verle.
—Me marcho —dijo Bassario.
—Pero necesito tu ayuda —dijo Renco—. Vilcafor dice que sus hombres tuvieron que quitar una roca enorme de la entrada del templo y que necesitó a diez hombres para hacerlo. Voy a necesitar a tantos como sea posible si la queremos colocar en su sitio. Necesito tu ayuda.
—Creo que ya he hecho más de lo que me correspondía en tu misión, noble príncipe —dijo Bassario—. Escapar de Cuzco, atravesar las montañas, cruzar una selva llena de peligros. Y mientras, tallar un ídolo falso. He cumplido con mi parte y ahora me voy.
—¿No eres leal a tu gente?
—Mi gente me metió en la cárcel —replicó Bassario con severidad—. Y después castigaron a mi familia por mi delito. Los desterraron a la cloaca más terrible de Cuzco. En esa barriada violaron a mi hermana, y golpearon y robaron a mis padres. Los ladrones le rompieron los dedos a mi padre para que nunca más pudiera volver a tallar piedra. Tuvo que mendigar, mendigar sobras con que poder alimentar a su familia. No siento ningún rencor por el castigo que se me impuso, ninguno, pero no puedo ser leal a ninguna sociedad que ha castigado a mi familia por un delito que yo, y solo yo, cometí.
—Lo siento —le dijo Renco con dulzura—. No tenía ni idea. Pero por favor, Bassario, el ídolo, el Espíritu del Pueblo…
—Es tu misión, Renco. No la mía. Ya he hecho suficiente por ti, más que suficiente. Creo que me he ganado mi libertad. Sigue tu destino y deja que yo siga el mío.
Y con esas duras palabras, Bassario se echó al hombro su arco, bajó al
quenko
y desapareció por entre la oscuridad.
Renco no intentó detenerlo. Se limitó a contemplarlo con el semblante inundado de tristeza.
Ya estábamos todos listos para nuestro enfrentamiento con los
rapas
. Lo único que quedaba era un toque final.
Cogí la vejiga llena de orina de mono que el anciano desdentado me había dado al inicio de la noche y la abrí.
Al instante un olor realmente repugnante asaltó mis conductos olfativos. Me estremecí y me desesperé ante la perspectiva de tener que verter aquel líquido nauseabundo sobre mi cuerpo.
Pero lo hice. Y, oh, ¡qué olor tan terrible! No me extrañaba que los
rapas
lo detestaran.
Renco rió entre dientes ante mi turbación. Después cogió la vejiga y comenzó a echarse ese apestoso líquido amarillo. La vejiga fue pasándose entre los demás guerreros que se aventurarían a las montañas y estos también se empaparon de ese líquido maloliente y hediondo.
Cuando ya estábamos a punto de terminar, Lena volvió con una vejiga mucho más grande, la vejiga de una llama supongo, también llena de un líquido.
—El agua de lluvia que me pediste —le dijo a Renco.
—Bien —dijo Renco cogiendo la vejiga de llama—. Entonces estamos listos para marchar.
Renco vertió un hilo de agua de lluvia de la vejiga de la llama sobre el ídolo auténtico.
El ídolo comenzó a zumbar al instante, emitiendo su melodiosa canción.
El interior de la ciudadela estaba vacío. Lena ya había mandado a las mujeres, niños y ancianos del pueblo al
quenko
para comenzar la travesía por sus túneles laberínticos, un viaje que los llevaría en última instancia hasta la catarata que había en el borde de la meseta. Lena había esperado en la ciudadela para cerrar la puerta de piedra tras nuestra marcha.
—De acuerdo —dijo Renco señalando con la cabeza a dos guerreros incas que estaban sujetando la enorme roca—. Ahora.
En ese momento, los dos guerreros incas rodaron la roca a un lado. Tras ella se reveló la oscuridad de la noche.
Los
rapas
estaban allí.