El templo (48 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: El templo
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Esperándonos.

Reunidos en un amplio círculo tras la entrada a la ciudadela.

Conté doce de ellos, doce enormes felinos negros, cada uno de ellos provisto de unos demoníacos ojos amarillentos, orejas puntiagudas y lomos musculosos.

Renco sostuvo el ídolo, que seguía emitiendo aquel peculiar zumbido, ante él y los
rapas
se quedaron mirándolo, paralizados.

Entonces, de repente, el ídolo dejó de zumbar y, al instante, los
rapas
salieron de su trance y comenzaron a gruñirles.

Renco corrió a echar más agua de la vejiga de la llama al ídolo y este volvió a emitir el zumbido. Los
rapas
regresaron a su estado de hipnosis.

Mi corazón también volvió a latir.

A continuación, con el ídolo en sus manos y los siete guerreros incas y yo tras de él, Renco cruzó la entrada de la ciudadela y salió al frío aire de la noche.

La lluvia había cesado al fin y las nubes se habían marchado a otra parte, dejando ver el cielo estrellado y una luna llena brillante.

Con las antorchas por encima de nuestras cabezas, nos dirigimos al pueblo y al estrecho sendero que recorría la ribera del río.

Los
rapas
estaban a nuestro alrededor. Se movían con pasos lentos y deliberados, sus cuerpos pegados al suelo, mientras clavaban la mirada en el ídolo que Renco sostenía en sus manos.

Mi terror era extremo. Mejor dicho, creo que nunca he estado más aterrorizado en mi vida.

Estábamos rodeados por una manada de criaturas enormes y peligrosas, criaturas totalmente carentes de piedad o compasión alguna, criaturas que mataban sin contemplaciones.

¡Eran tan grandes! La parpadeante luz naranja de las antorchas se reflejaba en sus lomos e ijadas. Su respiración era muy fuerte, un sonido muy desagradable que parecía provenir de lo más profundo de su pecho y que no era muy distinto a la respiración de los caballos.

Mientras recorríamos el sendero de la ribera del río, miré tras de mí y vi a Lena en el pueblo sosteniendo una antorcha, observando nuestra marcha.

Unos instantes después, sin embargo, ella desapareció de mi vista. Supuse que habría decidido regresar a la ciudadela y continuar con sus deberes allí. Proseguimos nuestro viaje hacia el misterioso templo.

Recorrimos el sendero. Nueve hombres (Renco, los siete guerreros incas y yo) rodeados por una manada de
rapas
.

Llegamos a la montaña, a un estrecho pasillo que había en la pared. Uno de los guerreros incas le dijo a Renco que el templo estaba en el otro extremo de ese pasillo.

Renco volvió a mojar el ídolo. Zumbaba con fuerza. Su tono agudo cortaba el aire de la mañana. A continuación entramos en la fisura. Los felinos nos siguieron como los niños siguen a su maestro.

Mientras atravesábamos el estrecho pasillo iluminados con nuestras antorchas, un guerrero inca intentó apuñalar a uno de los embelesados
rapas
con la punta de su lanza pero, cuando estaba a punto de clavarle el arma en la ijada, el
rapa
se volvió y le gruñó con las fauces abiertas. El guerrero desistió y el felino se giró y volvió a seguir, arrobado, al ídolo.

El guerrero miró a uno de sus compañeros. Los
rapas
podrían estar embelesados, pero no totalmente inofensivos.

Salimos del estrecho pasillo a una especie de cañón circular enorme. Tal como había dicho el j efe Vilcafor, en el centro de este se encontraba un enorme dedo de piedra que se alzaba hasta el cielo.

En ese cañón había un sendero, justo a nuestra izquierda; el sendero de huida que Vilcafor había encargado construir a su gente. Subía en espiral por la circunferencia del cañón cilíndrico que, a su vez, rodeaba la torre de piedra del centro.

Renco subió al sendero y comenzó a recorrerlo lentamente mientras sostenía el ídolo empapado de agua entre sus manos. Los felinos lo siguieron. Los guerreros incas y yo fuimos subiendo despacio tras ellos.

Subimos y subimos, siguiendo la espiral constante del sendero.

Al cabo de un rato llegamos a un puente de cuerda que se extendía sobre el cañón y que conectaba el sendero exterior con la torre.

Observé la torre de piedra que se alzaba ante nosotros.

En la parte superior de esta, rodeada por un follaje no muy elevado, vi una magnífica pirámide escalonada no muy diferente a las encontradas en las tierras de los aztecas. Justo encima de la imponente pirámide se encontraba un templo de forma cuadrangular.

Renco cruzó primero el puente. Los felinos lo siguieron uno por uno. Atravesaron el puente de cuerda con una firmeza y seguridad supremas. Los guerreros fueron los siguientes. Yo fui el último en cruzar.

Una vez hube atravesado el puente, subí una serie de enormes escalones de piedra que conducían a una especie de claro. Delante de este claro se encontraba el portal del templo, su entrada.

La entrada, amplia y oscura, imponente y amenazadora, permanecía abierta, como si estuviera retando al mundo a entrar.

Con el ídolo empapado de agua en sus manos, Renco se acercó al portal.

—Guerreros —dijo con firmeza—. Ocupaos de la roca.

Los siete guerreros y un humilde servidor corrimos hacia la roca que se encontraba al lado de la entrada del templo.

Renco permaneció en la entrada del portal mientras echaba más agua al ídolo.

Los felinos estaban a su lado, mirando el ídolo hipnotizados.

Renco dio un paso y entró en el templo.

Los felinos lo siguieron.

Renco bajó un peldaño y el primer felino bajó tras él.

Otro peldaño.

Lo siguió un segundo felino, luego un tercero y, a continuación, un cuarto.

Llegados a ese punto, Renco echó toda el agua que quedaba dentro de la vejiga de la llama sobre el ídolo y entonces, tras mirar solemnemente por última vez a la posesión más preciada de su gente, se adentró a las entrañas del templo.

Los felinos saltaron al interior del templo tras él. Los doce.

—¡Rápido, la roca! —gritó Renco tras salir a toda prisa del templo—. ¡Colocadla de nuevo sobre la entrada del portal!

Empujamos a la vez.

La roca retumbó contra el umbral.

Empujé con todas mis fuerzas la piedra. Renco se colocó a mi lado y también comenzó a empujar.

La roca comenzó a moverse lentamente hacia su lugar original. Un poco más.

Ya casi estaba…

Solo un poco más…

—Renco —dijo de repente una voz desde algún lugar cercano.

Era la voz de una mujer.

Renco y yo nos giramos al unísono.

Y vimos a Lena en el borde del claro.

—¿Lena? —dijo Renco—. ¿Qué estás haciendo aquí? Pensaba que te había pedido que…

En ese momento, Lena fue bruscamente empujada a un lado y cayó al suelo. Entonces vi a un hombre tras ella, en las escaleras de piedra. En aquel instante la sangre de mis venas se quedó petrificada.

Era Hernando Pizarro.

Unos veinte conquistadores salieron del follaje detrás de Lena y se dispersaron por el claro con sus mosquetes apuntando hacia nuestros rostros. La luz de sus antorchas iluminaba todo el claro.

Iban acompañados de tres nativos a los que les sobresalían afilados trozos de huesos de las mejillas. Chancas. Los rastreadores chancas que Hernando había utilizado para seguir nuestro rastro hasta Vilcafor.

Tras todos ellos, salió otro hombre. Era más alto que los demás, más grande, con una mata de pelo negro que le llegaba hasta los hombros. Su mejilla izquierda también estaba atravesada por un hueso.

Era Castino, el salvaje chanca que había estado en el mismo barco prisión que Renco al inicio de nuestra aventura, el que había oído a Renco decir que el ídolo estaba en el Coricancha en Cuzco.

Los conquistadores y los chancas formaron un amplio círculo alrededor de Renco, los siete guerreros incas y yo.

Fue entonces cuando me percaté del aspecto mugriento que tenían. Los conquistadores estaban cubiertos de mugre y suciedad, y parecían extenuados.

Caí entonces en la cuenta. Eso era todo lo que quedaba de la legión de cien hombres de Hernando. Los hombres de Hernando habían ido muriendo en su travesía por las montañas. De hambre, de alguna enfermedad o, simplemente, de agotamiento.

Eso era todo lo que quedaba de la legión. Veinte hombres.

Hernando dio un paso adelante y tiró a Lena a sus pies. La arrastró tras él mientras se dirigía al templo. Llegó hasta el templo, se paró delante de Renco y lo observó imperiosamente. Hernando le sacaba una cabeza a Renco y era el doble de ancho de espaldas que él. Arrojó a Lena a los brazos de su hermano.

Yo, mientras tanto, miraba furtivamente y con miedo al portal del templo.

No habíamos cubierto del todo la entrada del portal. Por el hueco que quedaba entre la roca y la entrada fácilmente cabía un
rapa
.

Aquello no pintaba nada bien.

Si el agua se secaba y el ídolo dejaba de emitir su sonido, los
rapas
saldrían de su hechizo y…

—Por fin nos encontramos —dijo Hernando a Renco en español—. Has logrado esquivarme durante demasiado tiempo, joven príncipe. Tu muerte será lenta.

Renco no dijo nada.

—Y tú, monje —dijo Hernando girándose hacia mí—. Eres un traidor a tu país y a tu Dios. Tu muerte será todavía más lenta.

Tragué saliva aterrorizado.

Hernando se dirigió de nuevo a Renco.

—El ídolo. Dámelo.

Renco no rechistó. Agarró la bolsa que llevaba en el cinto y sacó el ídolo falso.

Los ojos de Hernando se iluminaron cuando lo vio. Si no lo conociera mejor, habría jurado que había comenzado a salivar.

—Dámelo —le dijo.

Renco dio un paso adelante.

—De rodillas.

Lentamente, a pesar de la humillación que aquello le suponía, Renco se arrodilló y le ofreció el ídolo a Hernando.

Hernando lo cogió. Sus ojos brillaron de avaricia al contemplar su tan codiciado botín.

Unos instantes después, apartó la vista del ídolo y se dirigió a uno de sus hombres.

—Sargento —dijo.

—¿Sí, señor? —respondió el sargento que estaba más cerca de él.

—Ejecútelos.

Mis manos estaban atadas con una cuerda muy larga. Las de Renco también.

A Lena se la llevaron dos de los soldados españoles. Los dos animales comenzaron a hacer comentarios nauseabundos acerca de lo que le harían cuando Renco y yo estuviésemos muertos, comentarios que no me atreveré a repetir aquí.

A Renco y a mí nos obligaron a arrodillarnos delante de una enorme piedra rectangular situada en medio del claro, una piedra que parecía un altar no muy elevado.

El sargento español estaba a mi lado. Había desenfundado su sable.

—Tú, chanca —dijo Hernando dándole una espada a Castino. Desde que había hecho su aparición en el claro, el vil chanca había estado mirando a Renco con un odio inconmensurable—. Puedes deshacerte del príncipe.

—Será un placer —dijo Castino en español. Cogió la espada y se acercó presuroso al altar de piedra.

—Cortadles las manos primero —dijo Hernando con diplomacia—. Me gustaría oírles gritar antes de que mueran.

Nuestros dos verdugos asintieron mientras dos conquistadores más nos colocaban a Renco y a mí en posición. Tiraron de nuestras cuerdas para que nuestros brazos quedaran extendidos a lo largo del altar. Nuestras muñecas quedaron así totalmente expuestas; nuestras manos listas para ser separadas de nuestros cuerpos.

—Alberto —dijo Renco en voz baja.

—Sí.

—Amigo mío, antes de que muramos, me gustaría que supiera que para mí ha sido un honor y un placer conocerle. Lo que ha hecho por mi gente será recordado durante generaciones. Le doy las gracias por ello.

—Mi valiente amigo —le respondí—. Si se repitieran estas circunstancias, habría hecho lo mismo. Que Dios cuide de usted en el Cielo.

—Y de usted también —dijo Renco—. Y de usted también.

—Caballeros —dijo Hernando a nuestros verdugos—. Cortadles las manos.

El sargento y el chanca levantaron sus refulgentes espadas al mismo tiempo.

—¡Esperad! —dijo alguien de repente.

En ese momento, uno de los otros conquistadores se acercó al altar. Parecía mayor que sus compañeros soldados, más entrecano; un viejo zorro astuto.

Había visto el colgante de la esmeralda que mi compañero llevaba alrededor de su cuello.

El viejo conquistador sacó con rapidez el collar de cuero por la cabeza de Renco mientras esbozaba una sonrisa avariciosa.

—Gracias, salvaje —le dijo con desprecio mientras se colocaba el collar y volvía a su posición en el portal del templo.

Nuestros dos verdugos miraron a Hernando para que este les hiciera la señal.

Pero, extrañamente, Hernando ya no los estaba mirando.

Es más, ni siquiera nos estaba mirando a Renco o a mí.

Estaba mirando boquiabierto a nuestra derecha, al templo.

Me giré para ver qué era lo que estaba mirando.

—Dios mío… —murmuré.

Uno de los
rapas
permanecía en el hueco abierto del portal, observando con curiosidad a la masa de humanos allí congregada.

Se alzaba imponente en la entrada del templo con sus patas delanteras estiradas y su lomo musculoso, pero a su vez tenía un aspecto extrañamente cómico, pues estaba sosteniendo algo en su boca.

Era el ídolo.

El ídolo auténtico.

El enorme felino, otrora aterrador y sanguinario, parecía ahora un humilde perro cobrador que iba a devolverle el palo a su dueño. Además, el
rapa
parecía como atontado, como si estuviera buscando a alguien que pudiera mojar el ídolo de nuevo para que volviera a emitir su embaucador sonido.

Hernando tenía la mirada fija en el felino, o mejor dicho, en el ídolo que sostenía entre sus poderosas fauces. Y entonces, de repente, sus ojos dejaron de mirar al
rapa
y al ídolo de su boca para mirar al ídolo que sostenía en sus propias manos, y luego a Renco y a mí. Su rostro se mudó cuando lo comprendió todo.

Lo sabía.

Sabía que había sido engañado.

El rostro del español se tornó rojo de la ira. Nos miró a Renco y a mí.

—¡Matadlos! —gritó a nuestros verdugos—. ¡Matadlos ahora!

En ese instante los acontecimientos se precipitaron.

Nuestros verdugos levantaron sus espadas de nuevo, esta vez apuntando a nuestros cuellos. Las hojas ya estaban bajando cuando de repente un silbido cortó el aire sobre mi cabeza.

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