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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (2 page)

BOOK: El Teorema
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Lo bueno del juego era que en cualquier momento, un jugador inteligente podía mirar las cartas en la mesa y saber cuál era la mejor mano que se podía hacer. Cuando Caine miró el montón, no vio tres cartas. Vio centenares de probabilidades. La que más le importaba era la que le indicaba si podía ganar. Con las cartas que tenía, Caine juzgó que la probabilidad era alta. Tenía un par de «balas»: el as de corazones y el as de diamantes. El montón consistía en el as de trébol y un par de picas: la jota y el seis. El trío de ases de Caine era la mano más alta posible en la mesa, pero aún quedaban un montón de cartas ocultas.

Comenzó a calcular todas las probabilidades posibles. Durante los pocos y preciosos segundos que Caine dedicó a los cálculos, las neuronas que insistían en que el aire olía a carne quemada tuvieron la bondad de permanecer calladas.

Cualquiera con dos picas tenía un total de cuatro picas: dos en la mano, dos en la mesa. Dicha persona necesitaría otra pica en la mesa para completar un color. Caine hizo el cálculo. Su mente jugaba con los números con la facilidad de un niño que recitaba el abecedario.

Había un total de trece picas en la baraja, así que si alguien tenía dos picas en la mano, como máximo sólo podían quedar nueve picas (las ocultas). La probabilidad de que una de las dos cartas siguientes fuese una pica era del 38 por ciento. Alta, pero las probabilidades de que a alguien le hubiesen tocado dos picas era sólo del 6 por ciento.

Caine activó el mecanismo mental para obtener la respuesta final, las probabilidades de recibir dos picas y de que aparecieran tres en la mesa. Exhaló un suspiro cuando el número apareció en su cabeza, como un resplandeciente letrero de neón: apenas un 2,3 por ciento. Aceptable.

Repitió el ejercicio. Esta vez calculó la probabilidad de que alguien recibiera una pica y completara un color: sólo el 1,6 por ciento. Las probabilidades de que alguien consiguiera un color con tréboles en lugar de picas era todavía menor: 0,2 por ciento. No había que preocuparse por ese lado.

La escalera era más preocupante. Con un as y una jota en la mesa, y sin otra figura o un diez a la vista, significaba que había doce ocultas que podían hacer una escalera (cualquiera de los cuatro reyes, reinas o dieces). Sin embargo, sólo había una probabilidad del 3,6 por ciento de que alguien ya tuviera las otras dos cartas necesarias para ligar una escalera. Teóricamente, todavía estaba viva la escalera de color, pero era tan difícil que ni siquiera se molestó en calcular las probabilidades.

Dado que Caine ya tenía tres ases, lo que necesitaba de verdad era otro as, una jota o un seis. Si conseguía el as, tendría póquer. Una jota o un seis le darían un full, ya fuera de ases y jotas o ases y seises. Con siete ocultas (un as, tres jotas y tres seises) las probabilidades de conseguir cualquiera de las cartas necesarias era del… Caine parpadeó, se le aceleró el pulso… 28 por ciento. Nada mal.

Miró a Walter, dispuesto a leer sus ojos llorosos, pero allí no había nada excepto el aburrido cansancio, que Caine conocía de sobra de su propia imagen reflejada en el espejo. Eso, y el ansioso anhelo, el intenso deseo de jugar, jugar, jugar. Entonces lo asaltó otra oleada del apestoso hedor. Un torrente de agria bilis le inundó la boca pero se lo tragó.

Caine sabía que debía ir al baño, pero no podía. En mitad de una mano ganadora, no. Ni soñarlo. Aunque estuviera muriéndose, no se levantaría hasta que recogieran las cartas. Caine cogió las fichas y las arrojó ciegamente al bote.

—Subo veinte.

—Veo.

La hermana Straight estaba dentro. Caine confiaba en que tuviera una pareja de jotas y que no estuviese buscando la escalera como tenía por costumbre.

—Veo.

Mierda. Stone también estaba dentro. Como siempre, permanecía inmóvil como una estatua. Casi nunca se movía, pero no se había ganado el apodo por eso; se lo había ganado porque era una maldita piedra. Stone siempre jugaba de acuerdo con las reglas, nunca entraba por capricho o una intuición, y se atenía a las probabilidades. No había manera de que entrara a menos que tuviera cartas para una escalera o color.

Caine se maldijo a sí mismo por no haber apostado fuerte antes para eliminar a todos los que buscaban una escalera. No hubieran entrado si él los hubiera asustado desde el principio. Pero el olor le nublaba el cerebro, le hacía jugar como un idiota. Intentó convencerse de que no, de que sólo había apostado poco para engañarlos, porque era codicioso, pero no era verdad. Era el olor. El olor, el olor, el olor. Si cerraba los ojos, podía imaginar montañas de carne putrefacta cubierta de gusanos blancos que se retorcían.

Walter jugó con las fichas, las hizo deslizar sobre sus nudillos con una facilidad rutinaria. Por un segundo, Caine creyó que Walter iba a subir, pero sólo vio. Sí, todos estaban esperando la ronda, aguantaban con lo que tenían hasta tener una idea más clara de lo que venía.

La carta siguiente fue una visión gloriosa. Para Caine, era más bonita que un desplegable del Playboy y más hermosa que una puesta de sol en el Gran Cañón: el as de picas. Con un par de balas en la mesa y otras dos en la mano, tenía póquer.

La única mano que podía ganarle era una escalera de color, pero era poco probable. La siguiente carta tendría que ser el rey, la reina o el diez de picas, y además haría falta que alguien tuviese las otras dos picas altas para completarla. Imposible.

Sin embargo… Caine hizo un rápido cálculo mental, con los párpados entornados para ocultar los rápidos movimientos de sus ojos: las probabilidades de recibir cualquiera de las tres combinaciones de picas necesarias (rey-reina, rey-diez o reina-diez) era de 150 contra una. La probabilidad de recibir una de estas parejas y que saliera la tercera carta era de 3.500 contra una. Sí, era imposible.

El bote era suyo; ahora sólo era cuestión de saber hasta dónde podría aumentarlo antes de que acabara la mano. Si apostaba demasiado fuerte podría espantar a todas las presas. Pero si decidía esperar y jugar lento, entonces podría acabar desperdiciando su mano ganadora. Tenía que apostar una chocolatina: ni demasiado grande, ni demasiado poco… lo justo.

—Van veinte. —Walter arrojó cuatro fichas rojas al bote y se reclinó en la silla, como si se preparara para una larga espera.

Caine miró sus fichas y cogió lentamente un par de verdes.

—Que sean cincuenta.

—Paso —anunció la hermana Straight, disgustada, y arrojó sus cartas con una mano mientras que con la otra toqueteaba la cruz de plata que llevaba colgada al cuello.

—Yo, también —dijo Stone. No se movió porque ya tenía las cartas boca abajo, en la mesa. Probablemente ambos habían buscado la escalera y suponían que algún otro había conseguido un color en la ronda.

—Eso nos deja a ti y a mí —señaló Walter, mientras masticaba con aire distraído una patata fría—. Hagamos que resulte interesante. Subo otros cincuenta. —Dijo con voz melosa. Sus fichas tintinearon en el centro del bote.

Caine intentó controlar el olor y concentrarse. ¿Qué estaba haciendo Walter? Bien podía ser que no tuviera más que basura, pero Caine no lo creía. Con un par de balas en la mesa, no. Además, había algo en la mueca arrogante del hombre que le hizo creer que tenía algo. Entonces Caine lo adivinó: Walter tenía en la mano una pareja de jotas o una pareja de seises. Tenía un full, probablemente de jotas y ases; el único problema para Walter era que un full no podía ganarle al póquer de Caine.

De no haber sido por las náuseas, Caine hubiese sonreído. Cuando estuviese vomitando en la taza del baño después de acabar la mano, al menos tendría el consuelo de una bonita pila de fichas. Caine se concentró en hacer que su voz sonara normal, aunque cada palabra que salía de su boca tenía el gusto de la leche agria.

—Cincuenta más. —Caine lanzó al bote una ficha de cien. El círculo negro mate llamó la atención de Nikolaev y se acercó para mirar el desarrollo de la mano. Walter echó una negra de su pila y retiró dos verdes para tener cambio. Entonces el crupier mostró el río —el rey de picas— y el estómago de Caine se contrajo.

Con el as, el rey y la jota de picas a la vista, la escalera de color estaba oficialmente vivita y coleando. Miró de nuevo sus cartas y después las de la mesa, mientras intentaba no hacer caso del olor. Dio un largo trago de su copa para espantarlo, pero no le sirvió de nada. «Piensa, piensa, piensa. No te concentres en el olor, concéntrate en las cartas, en los números».

Ésa era la manera. Los números lo ayudarían. Ellos serían su guía. Los recitó en su mente, toda su energía en la letanía de las probabilidades. Tenía cuatro ases. Cuádruple. ¿Eso qué significaba?

El olor, el espantoso olor, estaba en todas partes.

«No, concéntrate. Concéntrate en los números».

Hay 133 millones de manos posibles que se pueden hacer con siete cartas. De estos 133 millones de cartas, sólo 224.848 son cuatro del mismo valor. Por lo tanto, sólo hay un 0,16% de probabilidades de conseguir un cuádruple: 595 a 1.

¿Qué pasa con la escalera de color?

Sólo hay 17.238 combinaciones de siete cartas que pueden formar una escalera de color de cinco cartas. Un 0,013% de probabilidades. Una en 7.761 manos.

Pero ¿cuáles eran las probabilidades de que salieran ambas al mismo tiempo? ¿Cuántas combinaciones había? La cabeza le daba vueltas. No podía pensar. ¿Cuántas combinaciones? No muchas. Pocas. Minúsculas. Insignificantes. Los cálculos lo superaban en su estado actual. Sólo sabía que había un pequeño resto de 17.238 manos que también podía incluir cuádruples. Probablemente algo así como 5.000 manos. Cinco mil combinaciones de siete cartas entre 133 millones posibles: 26.000 contra 1.

No había manera. Pero era posible. Coño, el olor lo estaba matando. Cerró los ojos, con la ilusión de que cuando los abriera todo volvería a ser normal. Pero cuando los abrió el mundo tenía el aspecto de una imagen de esos espejos que hay en los parques de atracciones. El rostro macilento de Walter se estiraba del suelo al techo. Las ojeras debajo de sus ojos tenían el tamaño de platillos volantes. Su boca podía engullir un televisor de 20 pulgadas.

—Chico, ¿estás seguro de que te sientes bien?

La voz sonó a un millón de kilómetros de distancia. Caine volvió la cabeza y la habitación se sacudió con tanta fuerza que a punto estuvo de caerse.

—Epa, grandullón. —Era Stone; había alargado la mano Para sujetar el brazo de Caine. En un primer momento Caine no comprendió la razón, pero entonces se dio cuenta de que estaba sentado en un ángulo de 45 grados a la izquierda. Se sujetó al borde de la mesa con las dos manos y se enderezó.

—Estoy bien —balbuceó Caine—. Sólo ha sido un vahído. Lo siento. —Su voz sonó como si llegara de un túnel muy largo.

—Creo que deberías echarte unos minutos, cariño.

—Primero tiene que acabar la mano —dijo Walter, y luego se volvió hacia Caine—. A menos que quieras abandonar.

—No seas tan gilipollas, Walter. ¿No ves que está enfermo?

—¿Gilipollas? ¿Le rezas a Dios con esa boca, hermana? Quiero decir…

—¡Walter, cállate! —La hermana Straight lo dijo con tanta autoridad que Walter cerró la boca. Se inclinó hacia Caine—. ¿Quieres acostarte un ratito en el sofá? —Caine vio por el rabillo del ojo que Vitaly Nikolaev lo miraba. No parecía preocupado; parecía cabreado.

—No, no, estoy bien —respondió Caine, con toda la fuerza que pudo poner en la voz—. Sólo deja que acabe esta mano. —Antes de que la hermana Straight pudiese responder, Caine puso una ficha negra en el bote—. Van cien —dijo. Ahora que se había destapado la última carta, el juego estaba limitado al bote; la apuesta no podía superar el monto del bote.

Walter miró a Caine en un intento de encontrar una pista de lo que llevaba. Si había alguna. Lo agudo del malestar de Caine las ocultaba. Todo lo que Walter sacó en limpio de la observación fue que Caine parecía un muerto viviente. Después de un segundo, Walter murmuró volviendo la cabeza:

—Vitaly, haz la suma. —Nikolaev se acercó a la mesa y con gran rapidez apiló todas las fichas del bote. Cinco negras, ocho verdes y quince rojas: un total de 775 dólares—. Veo tus cien y subo el bote —anunció Walter y cogió diez billetes de cien dólares del billetero que tenía junto a sus fichas—. Tienes que poner 875 dólares para ver.

Walter quería que Caine creyera que llevaba una escalera de color, pero ni hablar. Era imposible según el cálculo de probabilidades. Walter sencillamente estaba intentando comprar el bote, pero Caine no se lo iba a permitir. Miró su pequeña pila de fichas y luego el trozo de papel que había debajo. Era una línea de crédito de quince mil dólares, para recompensar a Caine por pagar siempre sus deudas puntualmente. Cuando Nikolaev se la había dado, Caine se había jurado que nunca la utilizaría a menos que tuviera algo absolutamente seguro. Si cuatro ases no eran algo seguro, entonces que alguien le dijera qué lo era.

Le hizo un gesto a Nikolaev, pero podría haberse ahorrado la molestia. Nikolaev ya había llamado a su gigantesco guardaespaldas, que inmediatamente colocó una pila de diez fichas moradas delante de Caine. Si veía los 875 dólares, la mano se acabaría en cinco segundos. Si perdía, estaría endeudado con Nikolaev por mil dólares; no era algo deseable, pero podía reunirlos en pocas semanas. Caine intentó engañarse y decirse que estaba considerando esa opción, pero tenía claro que era mentira. No podía ver. Con cuatro ases, no. Después de que Walter intentara robarle el bote, no. Ver ya no era una opción. Tenía que subir.

Caine empujó lentamente cuatro fichas moradas hacia el bote y retiró cinco negras para tener cambio.

—Van 3.500 dólares. Tú hablas.

Se oyó una discreta exclamación de la hermana Mary. Incluso Stone estaba impresionado; Caine lo sabía por la diminuta arruga que había aparecido en su frente. Desapareció todo el aire de la habitación. Hasta el hediondo olor desapareció por un momento mientras Caine miraba los ojos llorosos de Walter.

—Tienes que poner 2.625 dólares, Walter. ¿Vas o pasas?

—Mañana querrás darte de bofetadas —replicó Walter despreciativamente. Miró a Nikolaev y le colocaron delante diez fichas moradas. Walter las acercó todas al bote, y luego añadió, una a una, cinco negras—. Subo. ¿Lo ves?

Caine sintió que el corazón se le detenía. No podía subir más. Ya estaba. Tenía que poner 7.875 para ver. Si perdía, la deuda con Nikolaev sería de once mil dólares, que eran 10.600 dólares más de lo que tenía en el banco. Era una deuda de cuidado con un acreedor de cuidado. Al menos a Caine ya no le hacía falta plantearse si tenía o no un problema con el juego. Su padrino en Jugadores Anónimos estaría muy orgulloso.

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