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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (9 page)

BOOK: El Teorema
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—Ésta es la dirección del laboratorio. Tiene que presentarse a mediodía, así que será mejor que se dé prisa. —Volvió su atención a la pantalla del ordenador, una clara señal de que había terminado con ella—. Ahora, si me perdona…

Un guardia armado esperaba a Nava fuera del despacho del director. La miró con expresión severa.

—Me han ordenado que la acompañe hasta la salida, señora.

Nava pensó deprisa. Necesitaba entrar en el banco de datos y copiar la información en otro disco. Miró al guardia con una expresión coqueta.

—¿Puedo utilizar uno de los terminales para leer mi correo? Sólo tardaré un segundo.

—No puede, señora. Sus códigos de seguridad ya no están activos. Tengo que pedirle que me acompañe.

Nava se encogió de hombros como si no tuviera ninguna importancia y dejó que el guardia la acompañara hasta la salida del edificio. Se preguntó qué harían los norcoreanos cuando les dijera que ya no tenía acceso a la información. En cuanto pisó la acera, encendió un cigarrillo con manos temblorosas. Al otro lado de la calle vio a un coreano alto con gafas de sol que hablaba por el móvil. Mierda. Ya la estaban siguiendo.

Fingió no haberse dado cuenta y comenzó a caminar hacia el laboratorio, que estaba a quince manzanas. El hombre la siguió, sin molestarse mucho en ocultar sus intenciones. Nava sabía que los agentes del Spetsnaz estaban mucho más capacitados. Ella había podido descubrirlo sin problemas sólo porque él había querido que lo viera. Estaba allí para recordarle que la vigilaban. Como si pudiera olvidarlo.

Dejó de preocuparse por el coreano y se obligó a pensar. El plan original de copiar otro disco en la agencia era en esos momentos del todo imposible. Tendría que pensar qué otra cosa podía ofrecer a los norcoreanos. Si no cumplía con la entrega en las dieciséis horas siguientes, la matarían.

La única esperanza de Nava era descubrir algo en el laboratorio que se pudiera considerar un cambio equivalente. Era un disparo a ciegas, pero tenía que intentarlo. Si no encontraba nada, tendría que correr.

Nava continuaba pensando en sus planes de fuga cuando entró en el edificio de oficinas que albergaba el laboratorio de Ciencia y Tecnología de la ASN. Después de recibir la autorización de seguridad, subió en el ascensor hasta el piso veintiuno. La esperaba una recepcionista con una gran sonrisa.

—Bienvenida, agente Vaner —dijo la mujer—. Por favor, acompáñeme. El doctor Forsythe la está esperando.

El doctor Tversky notó que Julia temblaba cuando la besó en la frente.

—¿Estás bien, cariño?

—Estoy muy bien —murmuró Julia, con los ojos cerrados—. Siempre me siento bien cuando estoy contigo, Petey.

Demonios. Sabía que ella estaba enamorada como una adolescente, pero eso rozaba lo ridículo. Se preguntó cuánto tiempo más tendría que seguir con esa pantomima. En el fondo de su mente, se dijo que si el experimento acababa en un estrepitoso fracaso, al menos acabaría con la relación.

Puso su mejor empeño en fingir ternura y le apretó el brazo antes de apartarse para observar a su amante, el sujeto. Estaba acostada en la camilla, desnuda excepto por una delgada sábana de algodón cuidadosamente colocada en sus partes íntimas. Los pequeños pechos estaban a la vista, los pezones marrón oscuro erectos por el aire frío del laboratorio.

Tenía seis electrodos pegados debajo de los pechos y los cables bajaban por el estómago antes de desaparecer debajo de la camilla y serpentear por el suelo hasta el electrocardiógrafo. Otros ocho electrodos estaban fijados en la cabeza, dos para cada lóbulo: occipital, central, frontal y temporal. Los cables estaban conectados al electroencefalógrafo, que medía los impulsos eléctricos emitidos por el cerebro. Dejó de mirar a Julia y fijó su atención en los monitores colocados junto a la camilla. Le interesaba ver la gráfica de las ondas cerebrales.

Tversky, que era un gran aficionado a la historia, se maravillaba de la cadena de acontecimientos que lo habían llevado allí. Se remontaba a 1875, cuando un médico de Liverpool llamado Richard Catón había descubierto las señales eléctricas neurales mientras experimentaba con cerebros de animales vivos. Cincuenta años más tarde, Hans Berger, un psiquiatra austríaco, había inventado el electroencefalógrafo, que medía la fuerza y la frecuencia de las ondas cerebrales humanas. Como Tversky, Berger también era un firme partidario de los ensayos con humanos. En 1929 había publicado los primeros setenta y tres encefalogramas, todos hechos al mismo sujeto: su hijo, Klaus.

Pero había sido la investigación realizada por Berger en pacientes epilépticos en los años treinta lo que había interesado de verdad a Tversky. Berger había descubierto que los impulsos eléctricos de las ondas cerebrales de los epilépticos durante los ataques eran más fuertes que en los pacientes normales. Pero lo más interesante era que las ondas cerebrales casi eran planas inmediatamente después de un ataque, como si hubiesen sufrido un cortocircuito temporal. Tversky consideraba esta polaridad como la chispa que lo había llevado al estudio de las ondas cerebrales de aquellos que padecían de la enfermedad conocida en otros tiempos con el nombre del azote de Cristo.

Tversky siempre había tenido claro que las ondas cerebrales eran la clave de lo que buscaba. Beta, alfa, zeta, delta: allí estaba la respuesta. Mientras miraba las lecturas de Julia, se descubrió momentáneamente hipnotizado por el movimiento del punto electrónico, con su larga cola brillante, que representaba las ondas alfa de Julia.

La frecuencia de la onda, medida en hercios, ilustraba el número de veces que una onda se repetía por segundo; la amplitud o altura de la onda representaba la intensidad de los impulsos eléctricos del cerebro. Aunque siempre había actividad en cada una de las cuatro categorías de las ondas cerebrales, cualquiera de ellas podía ser dominante en un momento dado.

En ese instante las dominantes eran las ondas alfa de Julia, algo del todo normal. Las ondas alfa eran el ritmo natural de los adultos relajados. Las ondas eran más fuertes cuando una persona soñaba despierta y a menudo se las describía como un puente al subconsciente, ligado a la memoria y la percepción. La frecuencia de las ondas alfa de Julia era de diez hercios, exactamente en el medio de los límites normales.

Tversky decidió comprobar las ondas beta antes de desconectarla. Las ondas beta sólo eran dominantes cuando las personas tenían los ojos abiertos o escuchaban con atención, pensaban o procesaban información, así que le hizo una pregunta para hacer que su cerebro funcionara.

—Cariño. Quiero que comiences a contar los números primos hasta que yo te diga que pares. Ya puedes comenzar.

Julia asintió con un gesto y luego comenzó a contar en voz alta.

—Dos, tres, cinco, siete, once, trece…

Al principio no hubo muchos cambios en la actividad cerebral, probablemente porque se sabía de corrido los primeros diez números primos. Sin embargo, a medida que Julia seguía contando, tuvo que hacer trabajar la mente consciente y aparecieron los picos en las ondas beta, que subieron rápidamente a los 19 hercios, como era normal.

—Muy bien, Julia. Ya puedes dejarlo.

Julia dejó de contar; la amplitud y la frecuencia de las ondas beta comenzaron a bajar. Una vez más, las ondas alfa se convirtieron en las dominantes. Tversky llenó una jeringuilla con dos centímetros cúbicos de una solución amarillenta.

—Te voy a inyectar un sedante suave. Te escocerá durante un segundo.

Tversky clavó la aguja en su brazo y Julia se tensó por un momento. Al cabo de unos pocos segundos la vio relajarse, como si todos los músculos se hubieran aflojado al mismo tiempo. Comenzó a respirar lenta y profundamente y su cabeza se cayó hacia un costado. Tversky chasqueó los dedos muy cerca del rostro de la muchacha. Julia parpadeó unas cuantas veces, pero después dejó que los ojos se cerraran.

—¿Julia, me oyes?

—Te oigo —murmuró ella.

No estaba del todo inconsciente, pero sí muy cerca, exactamente como él quería: a las puertas de Dormilandia. Miró el monitor y asintió. En esos momentos las ondas zeta eran las dominantes, la confirmación que Julia estaba en algún punto entre la vigilia y el sueño. Las ondas zeta eran las que más relación tenían con la creatividad, los sueños y las fantasías.

Si bien era raro que las ondas zeta fueran las dominantes en los adultos conscientes, eran absolutamente normales en los niños hasta la edad de trece años. Los científicos no sabían si las ondas zeta dominantes en los niños eran la causa o el resultado de su vivida imaginación, pero sabían que, al menos desde el punto de vista bioquímico, el niño normal era mucho más creativo que un adulto.

La mente de Tversky continuó divagando mientras miraba cómo las ondas zeta de Julia aumentaban de intensidad. Los párpados parecían latir sobre las pupilas, que no dejaban de moverse. Le inyectó otra dosis de un centímetro cúbico. Esperó unos minutos a que la sustancia hiciera todo el efecto.

Al cabo de un rato las ondas zeta disminuyeron en frecuencia y amplitud para dejar espacio para sus ondas delta. El ciclo de estas ondas era mucho más bajo que el de todas las demás —sólo 2 hercios— pero la intensidad era mucho mayor. Julia estaba ahora sumida en un sueño muy profundo y sin actividad onírica, controlada totalmente por el inconsciente. A él le interesaban sobre todo las ondas delta, porque estaban vinculadas a aquello que Tversky luchaba por comprender: la intuición.

Entonces, cuando las ondas delta de Julia estaban en su punto máximo, Tversky le puso una última inyección, pero esta vez en la base del cráneo. A diferencia de las anteriores, no era un sedante: era el nuevo suero que Tversky había desarrollado. Había tardado nada menos que cuatro años en ser capaz de sintetizar el compuesto base que conseguía el efecto deseado en los monos rhesus y otros dos años de pruebas con sujetos humanos.

A aquellos pobres desgraciados los había encontrado en las clínicas que trataban la epilepsia, todos ellos ansiosos de una cura milagrosa. Estaban tan desesperados, que hubiesen hecho cualquier cosa. De haber comprendido claramente lo que Tversky intentaba conseguir, sospechaba que no se hubiesen mostrado tan dispuestos. Hubiese sido una mentira decir que se sentía culpable por su suerte. Era verdad que lamentaba el resultado final, pero lo sentía más por la ciencia que por los sujetos.

Después de haber eliminado los fallos del sistema y con mucha confianza en el éxito, había iniciado el experimento con Julia. Si al fin conseguía su objetivo, quería alguien a quien pudiera controlar, y ¿qué mejor sujeto que una estudiante perdidamente enamorada de él? Miró a su amante y le acarició con suavidad la cabeza, atento a no desplazar ninguno de los electrodos. Qué conejillo de Indias más encantador.

Entonces, bruscamente, comenzó a pitar el electrocardiógrafo. Los latidos se habían casi duplicado a ciento veinte pulsaciones por minuto. Tversky sintió que se le aceleraba el corazón, como si pretendiera igualar el ritmo. La intensidad de las ondas beta, alfa y zeta de Julia tenían la misma amplitud que las de las ondas delta. El científico apenas si podía respirar. Si estaba en lo cierto, Julia sería en ese instante capaz de procesar información mientras se mantenía en contacto simultáneamente con su inconsciente.

Estaba tan nervioso que le temblaban las manos. Se obligó a sí mismo a respirar profundamente, retener el aire por un momento y exhalar muy despacio. Una rápida mirada a la cámara de vídeo confirmó que filmaba todo lo que estaba ocurriendo. Sintió el perverso deseo de mirarse al espejo para saber si estaba bien peinado; al fin y al cabo, si había tenido éxito, era un momento histórico, pero apartó el pensamiento de su mente. Preocúpate del presente, no del futuro. «Preocúpate por lo que está sucediendo ahora». Asintió mientras repetía la frase una y otra vez.

«Preocúpate por lo que está sucediendo ahora. Preocúpate por lo que está sucediendo ahora».

Cuando estuvo seguro de que la voz no se le quebraría o temblaría, se inclinó hasta quedar muy cerca del rostro de Julia, y le formuló la pregunta que le había torturado durante años.

—Julia —preguntó con la voz ahogada—, ¿qué ves?

Julia volvió la cabeza hacia él sin abrir los ojos.

—Veo… el infinito.

Caine miró la cápsula alargada, intrigado por saber si la sustancia lo llevaría más allá de la cordura.

—No puedo marcharme hasta que se tome la medicación, señor Caine —dijo la enfermera.

—Lo sé —contestó Caine suavemente.

—¿Hay algún problema?

—Todavía no. —La enfermera no captó el chiste. Sin pensárselo más, Caine se llevó el vaso con la cápsula a la boca y echó la cabeza hacia atrás para tragársela. Después cogió el vaso de agua y lo levantó en un brindis hacia la enfermera—. Brindo para que las cosas sigan de la misma manera.

La enfermera respondió a la sonrisa nerviosa de Caine con una mirada de desconcierto. Miró debajo de la lengua de Caine para asegurarse de que se había tragado la cápsula y salió de la habitación. Caine se quedó a solas con sus temores. Su estómago tardaría veinte minutos en digerir el plástico de la cápsula que contenía los granos del medicamento experimental del doctor Kumar. Después de eso, se habían acabado las apuestas.

Caine se preguntó qué debía hacer con sus (potencialmente) últimos momentos de cordura. Se planteó escribir un testamento, pero no poseía nada de valor. De no haber visto ese día a Jasper, le hubiese dejado una nota a su hermano gemelo, pero le pareció que ya no era necesario. Al final, se decidió por encender el televisor y ver la última mitad de «Jeopardy!».

Un hombre regordete llamado Zeke estaba destrozando a los otros dos concursantes. En la segunda ronda se mostró imbatible y no dejó de ajustarse las gafas de montura negra entre pregunta y pregunta. Pero después Zeke se mostró codicioso en la siguiente ronda y perdió más de la mitad de sus ganancias, cosa que le dejó en segunda posición por unos pocos centenares de dólares. Habría que esperar a la final. Tras la tanda publicitaria de alimentos para perros, furgonetas y fondos de inversión, reapareció Alex Trebek para dar la respuesta final.

«Cuando Napoleón le preguntó a ese astrónomo del siglo XVII por qué en su libro sobre el sistema solar no se mencionaba a Dios, el científico respondió: "Sire, no necesito esa hipótesis"», dijo Alex, que pronunció cada palabra con mucha claridad antes de que comenzara a sonar la sintonía de «Jeopardy!».

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