Read El Teorema Online

Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (48 page)

BOOK: El Teorema
4.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Crowe desenganchó la cuerda de su cinturón y le hizo una señal al piloto. El helicóptero se elevó con las cuerdas colgando de los amarres. Vio que Espósito ya había abierto la puerta que daba a la escalera y se acercó al trote. Aprobó su trabajo con un gesto y luego habló por su micrófono.

—¿Grimes, el objetivo permanece en el lugar?

—Sí. No se ha movido en los últimos cinco minutos.

—Vale. Avísame si cambia de posición o busca un arma. Si no es así, mantente en silencio.

—Recibido.

Crowe se volvió hacia sus hombres.

—Rainer, quiero que bajes por la escalera de incendios. En el lado norte del edificio, dos pisos abajo. Espera justo encima de la ventana. Entra a mi señal.

—Comprendido.

—Ahora. —Rainer cruzó la azotea y desapareció por encima del murete. Crowe miró a Espósito—. Tú vienes conmigo. No dispares a menos que sea absolutamente necesario.

—Comprendido.

Crowe cruzó el umbral y corrió escalera abajo.

Caine abrió los ojos.

Imaginó que los había oído caminar por la azotea, pero sabía que el sonido sólo estaba en su mente. No obstante, cuando comenzaron a bajar por la escalera los oyó físicamente. Quince segundos más tarde, la puerta principal se abrió con gran estrépito. Crowe fue el primero en entrar, aunque había otro hombre detrás. Al mismo tiempo, oyó que se rompía un cristal a su espalda cuando un tercero entró por la ventana.

Caine miró el reloj un tanto sorprendido. Habían llegado un segundo antes de lo calculado. Quizá había más viento de cola.

Dos manos muy fuertes le sujetaron los hombros por detrás, pero Caine no se movió. Se limitó a mirar a Martin Crowe a los ojos. Deseaba que el hombre supiera que, por muchas cosas que le hubiesen dicho, él no era un monstruo. Lo último que vio fue el cañón del arma de Crowe cuando el mercenario apretó el gatillo.

Antes de sumirse en la inconsciencia, Caine hizo lo único que podía hacer: se deseó suerte.

—Objetivo asegurado —dijo Crowe en el micro con un alivio evidente—. Estaremos de nuevo en la azotea dentro de dos minutos, solicito recogida.

—Recibido —respondió el piloto.

—Ha sido fácil —comentó Espósito desde detrás de Crowe y le palmeó el hombro—. Lo sedaste antes de que yo pudiera entrar.

—Sí —asintió Crowe, en voz baja. Allí había algo que no cuadraba. Después de lo ocurrido en la estación de Filadelfia y en el apartamento de Brooklyn, aquello no tenía sentido. El objetivo había demostrado en ambas ocasiones ser un hombre de considerables recursos. Pero en lugar de plantar cara, Caine se había sentado a esperar en el único lugar que sabía que estaban vigilando.

—¿Quieres que lo lleve? —preguntó Espósito. Crowe asintió. El mercenario levantó a Caine y se lo cargó al hombro. Mientras lo hacía, un sobre blanco cayó del regazo de Caine y flotó hasta el suelo. Crowe iba a dejarlo cuando las primeras palabras escritas en el papel le llamaron la atención.

Se le aceleró el pulso cuando se agachó para recogerlo. En cuanto acabó de leer la nota, sintió un escalofrío.

—¿Qué es eso? —le preguntó Rainer por encima del hombro.

—Nada. —Crowe hizo una bola con el sobre y lo arrojó al suelo—. Vamos.

Mientras subían la escalera hasta la azotea donde les esperaba el helicóptero, Crowe se preguntó qué demonios estaba pasando y qué pasaría después.

Viajaron en silencio. Cuando llegaron al punto de destino, el gigante ruso apagó el motor y bajó de la furgoneta sin decir palabra. Nava lo siguió a un bar mal iluminado y lleno de humo. Un puñado de clientes eran norteamericanos y el resto rusos. Incluso si no les hubiese oído hablar en su idioma nativo, Nava lo hubiese sabido por el aspecto.

—Por aquí —dijo Kozlov y le señaló una puerta de madera al fondo del bar. En cuanto la cruzaron, disminuyó el ruido, aunque Nava aún oía la música que atravesaba los delgados tabiques. Bajaron por una escalera en penumbra hasta una sala. Kozlov la guió entre varias mesas de póquer hasta un pequeño despacho.

Un hombre pálido y delgado se levantó para saludarla. No hizo el menor intento de disimular cómo la miraba de pies a cabeza.

—Hola, señorita Vaner. Soy Vitaly Nikolaev —se presentó con una gran sonrisa—. El señor Caine no me dijo que era usted tan guapa.

—¿Por eso quería que nos viéramos? —replicó Nava.

—Vale, primero hablamos de negocios, ¿no? —Nikolaev le entregó un sobre. Las palabras «La confianza comienza aquí» aparecían escritas en la solapa. Nava rasgó el sobre y sacó la carta. La leyó dos veces antes de dejarla a un lado. No tenía muy claro lo que había esperado, pero desde luego no era aquello. El plan de Caine tenía sentido, pero no la hacía muy feliz lo que entrañaba. Entonces, exactamente tal como había previsto Caine, sonó el teléfono.

—Es para mí —dijo Nava, y cogió el teléfono de Nikolaev. El ruso enarcó las cejas, pero no hizo ademán de detenerla.

—¿Oiga? ¿Eres Nava?

—Lo soy.

—Verás, no sé si esto tiene mucho sentido, pero…

—David Caine te dijo que me llamaras.

—Sí. —La voz reflejó el alivio de su interlocutor—. ¿Cómo lo has sabido?

—James, creo que debes ver esto. —¿Qué pasa?

—Se trata de Jasper Caine —dijo Tversky—. Desde hace unos minutos no deja de gritar como un histérico.

—No sabía que eso se considerara una conducta aberrante para un esquizofrénico paranoico —manifestó Forsythe sin mirar a su colega.

—No lo es. Pero sí lo es su electroencefalograma.

Las palabras llamaron su atención. Apretó unas cuantas teclas y el electroencefalograma del gemelo apareció en la pantalla de su ordenador. Se escapaba de la gráfica. Se quitó las gafas de leer y miró a Tversky.

—¿Qué dice?

—Grita lo mismo una y otra vez: «Viene a por nosotros».

—Eso no era parte de las especificaciones del encargo.

—Le estoy pagando una cantidad muy considerable, señor Crowe, y espero…

—Me contrató para capturar a David Caine. Lo hice, además de capturar a su hermano. He cumplido con mi encargo.

—Lo cumplirá cuando yo lo diga —replicó Forsythe, con un tono frío.

Crowe apretó los puños. Fue lo único que podía hacer para no darle un puñetazo en la cara. La única cosa que lo retuvo fue pensar en Betsy.

—Doctor Forsythe —dijo Crowe, dispuesto a mantener la calma—. No quiero discutir con usted. Lo único que quiero es mi dinero. Después me marcharé.

—Qué le parece si doblo la cantidad acordada para la captura a cambio de que usted se encargue de la custodia —propuso Forsythe—. Sólo por una semana hasta que pueda arreglarlo de otra manera.

Crowe cerró la boca. Otros ciento veinticinco mil dólares. No podía decir que no.

—De acuerdo. Pero no haré el interrogatorio.

Forsythe frunció el entrecejo.

—¿Qué me dice de alguno de sus hombres? El señor Grimes me ha facilitado los expedientes. —Forsythe apretó unas cuantas teclas en su ordenador y se iluminó la pantalla—. Aquí dice que el señor Dalton tiene una gran experiencia en ese campo.

—Si le interesa el bienestar del señor Caine, entonces le recomendaría que no utilizara a Dalton.

—Pero a usted no le importará si se lo planteo a él, ¿verdad? —Crowe no podía poner ninguna objeción y Forsythe lo sabía.

—No.

—Bien, entonces por favor dígale que venga. Mientras tanto, coordine con Grimes todo lo referente a la seguridad. —Forsythe lo despidió con un gesto. Mientras Crowe caminaba por el pasillo, se preguntó si Forsythe tenía alguna idea de a lo que se enfrentaba.

Al cabo de una hora, Kozlov regresó con el arsenal que había pedido Nava. Mientras subía a la furgoneta, repasó el plan. Gracias a Caine la información era casi perfecta: los planos, los expedientes personales, los códigos de acceso, los perfiles de seguridad; lo tenía todo.

Sólo había un problema: ésa era una operación por lo menos para cuatro agentes. Pero ella estaba sola, y para colmo dolorida, aunque el doctor Lukin, el médico personal de Nikolaev, había hecho todo lo posible para aliviarla. Sabía que el bajón sería considerable, pero en esos instantes tenía la sensación de poder enfrentarse al mundo, correr diez kilómetros, y tener todavía energía suficiente para ganar el decatlón olímpico.

Claro que no pasaría el control antidopaje.

El agua estaba volviendo loco a Caine. Otra gota le cayó en el centro de la frente. De haber caído en intervalos regulares no le hubiera preocupado tanto, pero que lo hiciera al azar era un tormento que lo volvería loco.

Lo mismo que los auriculares. En el izquierdo sonaba algo que parecía una radio que estuviese sintonizando las emisoras. Se oía una canción durante cinco segundos, seguidos por unos pocos segundos de silencio, luego otros cinco segundos de música, y vuelta a empezar. En el auricular derecho sonaba una melodía machacona, que ya era de por sí una tortura, agravada por las subidas y bajadas del volumen, de modo que durante unos segundos era ensordecedor y luego prácticamente inaudible.

A esto se sumaba la rotación. Al principio, Caine lo había atribuido a la desorientación, pero al abrir los ojos había descubierto que la silla giraba lentamente. Después de hacer unos pocos experimentos, decidió que la náusea y el mareo disminuían un poco cuando cerraba los ojos, así que los mantuvo cerrados.

Cada pocos segundos, recibía una descarga eléctrica. Por lo general era en algún dedo de la mano o el pie, pero algunas veces en los genitales. La mayoría de las descargas era de poca potencia, pero algunas eran realmente dolorosas. Tenía el pulso acelerado. Los músculos se negaban a relajarse, a la espera de la siguiente descarga.

Intentó acceder al Instante para ver, pero no pudo. Pasaban demasiadas cosas a la vez. Se encontraba indefenso. Tenía la sensación de que una enorme aspiradora le estaba arrancando la cordura del cerebro. De pronto la silla se detuvo. Su estómago, sin embargo, continuó moviéndose. Alguien le levantó el párpado izquierdo y le iluminó el ojo con una luz muy potente. Luego el derecho. Caine intentó levantar el brazo para sujetar la mano; pero, con las muñecas atadas, no pudo. Entonces sintió un pinchazo agudo cuando alguien le clavó una aguja en el brazo, y a continuación algo que se desgarraba. Era un trozo de esparadrapo para sujetar la aguja en posición.

Pasaron los segundos. De nuevo le levantaron los párpados. Esta vez no se los soltaron. Se le secaron los ojos; intentó pestañear, y un dolor muy agudo le hizo desistir. Le era imposible pestañear.

Una solución acuosa le inundó los ojos. Las gotas caían cada pocos segundos. Ya no necesitaba pestañear para mantener la humedad de los ojos, aunque después de hacerlo durante treinta años, resultaba difícil detener un reflejo natural. Se preguntó cuánto tiempo tardaría en aprender a no pestañear.

Se sentía cansado, dolorido, medio loco y asustado hasta la médula. Pero a pesar de todo, estaba decidido. Entonces recibió una descarga en el escroto, que eclipsó todo lo demás. Entre los baños de colirio, intentó enfocar la visión. Había un hombre delante de él, alto y amenazador. Otra descarga, ésta en el dedo gordo. Cuando disminuyó el dolor, intentó de nuevo enfocar la visión.

El hombre le resultaba conocido; Caine intentó descubrir por qué, pero el colirio lo distraía. También la música. A Caine le encantaba la música, pero se juró a sí mismo que nunca más utilizaría unos cascos si continuaba aquello. Entonces, cesó la música. Hubo un momento de delicioso silencio, interrumpido por una voz fría.

—¿Me oye?

—Sí —jadeó Caine.

—¿Sabe qué día es hoy?

—Es… eeh… —Caine intentó recordar. Aumentó la náusea—. Creo que es… ¡AAAAHHH! —Era sorprendente lo mucho que dolía una descarga en el meñique izquierdo—. Es… es febrero… febrero…

—Bastante cerca —dijo la voz con tono burlón—. Muy bien. Dentro de un par de minutos voy a interrumpir la tortura. Pero primero, escuche atentamente, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —asintió Caine con un hilo de voz. Cualquier cosa. Haría cualquiera cosa por detener la tortura, aunque sólo fuera por un minuto. Incluso por un segundo.

—Estamos sobrecargando su sistema porque no queremos que se escape. Sin embargo, esto hace que resulte difícil la comunicación. Hablar con usted es muy importante para nosotros. Pero debe comprender una cosa: si intenta escapar, su hermano sufrirá las consecuencias. Y usted no quiere que eso ocurra, ¿verdad?

Caine creyó que iba a vomitar. Quería cerrar los ojos y hacer que todo desapareciera, pero no podía. Sus párpados luchaban inútilmente contra las sujeciones, y el dolor era tremendo.

—Señor Caine. —El hombre le dio un cachete—. Sé que cuesta, pero présteme atención. Mientras trabaje con nosotros, nada malo le ocurrirá a Jasper. ¿De acuerdo?

Caine tardó unos instantes en comprender que le tocaba responder.

—De acuerdo.

—Bien. —El hombre desapareció de su campo de visión. La silla dejó de girar y cesaron las descargas. Caine intentó relajarse, pero los músculos no le obedecieron; todos los tendones estaban tensos como las cuerdas de un piano. Notaba el latido de la sangre en los oídos, mientras el corazón bombeaba sangre a los músculos para anticiparse al dolor.

Caine respiró hondo, retuvo el aire por un momento y luego exhaló por la nariz. Poco a poco, todo lo demás volvió a la normalidad. El ritmo del corazón se hizo más lento y pudo aflojar las mandíbulas. Estaba bien. Quiso mover la cabeza, pero la tenía sujeta por unos aros metálicos.. El hombre debió ver que Caine había movido la cabeza porque volvió a colocarse delante de él para que lo viera. Esta vez, Caine lo reconoció del Instante.

Se llamaba Frank Dalton.

—Ha tenido una semana muy agitada, ¿no es así, señor Caine?

Él permaneció en silencio.

—¿Sabe por qué está aquí?

—No —respondió Caine rotundamente.

Al segundo siguiente, su cuerpo se retorció con un dolor que superaba todo lo imaginable, que lo desgarraba hasta la última fibra. El dolor era como una cosa viva que gritaba, y Caine gritó con él.

Luego, con la misma rapidez que había comenzado, desapareció. Caine cerró la boca con tanta fuerza que se mordió la lengua y la boca se le llenó de sangre. Estaba agotado. Lo único que deseaba era cerrar los ojos. Consiguió respirar con normalidad al cabo de un minuto y luego aflojó las mandíbulas poco a poco.

—Señor Caine, como estoy seguro de que se habrá dado cuenta, tenemos electrodos conectados a su cuerpo. Algunos producen unas descargas muy dolorosas; otros leen su ritmo cardiaco, y otras, sus señales bioeléctricas. Esto nos dice si miente o no. Si vuelve a mentir lo sabremos. La próxima descarga no será tan suave.

BOOK: El Teorema
4.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Pale Phoenix by Kathryn Reiss
Crossing To Paradise by Kevin Crossley-Holland
Covert Alliance by Linda O. Johnston