El Terror (102 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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Hickey no me ha hecho Daño todavía. Ni en las últimas Dos Noches cuando me negué a compartir la Comida o a Cortar Otros Cuerpos cuando llegue el momento. Hasta el momento, la Carne del Señor Lane y el Señor Goddard han saciado su apetito y me han Liberado de tener que decidir entre convertirme en Chef de Caníbales o que me dejen Lisiado y me Devoren a mí.

Pero a nadie se le permite Tocar las Escopetas aparte de al Señor Hickey, al Señor Aylmore o al Señor Thompson, estos Dos Últimos convertidos en tenientes del Nuevo Bonaparte que es nuestro Diminuto Ayudante de Calafatero, y Magnus Manson es un arma por sí mismo que sólo Un Hombre, si es que se le puede considerar aún humano, puede Apuntar y Disparar.

Pero cuando hablo de la Suerte de Hickey no hablo sólo de la Suerte de sus Oscuras Maquinaciones que le han proporcionado una fuente de carne fresca. Más bien me refiero a la Revelación de hoy cuando, sólo unos tres kilómetros al noroeste y fuera de la costa de nuestro Antiguo Campamento del Río donde se perdió el Señor Bridgens, hemos dado con Canales Abiertos que se extienden hacia el Oeste, a lo largo de la Costa.

La Depravada Tripulación de Hickey ha desmontado los trineos, ha cargado y ha botado la pinaza casi de inmediato, y hemos ido Navegando y Remando rápidamente hacía el Oeste, desde entonces.

Uno se Podría Preguntar cómo es posible que 17 Hombres quepan en un Bote Abierto de menos de nueve metros y que está preparado para llevar sólo de 8 a una Docena de hombres cómodamente.

La Respuesta es que vamos Espantosamente apiñados unos encima de otros, y aunque sólo llevamos Tiendas, armas, cartuchos, barriles de agua, a nosotros mismos y nuestro terrible Suministro de Comida, vamos tan Pesadamente Cargados que el Mar se eleva casi hasta las Bordas por cada lado, especialmente cuando la anchura de los Canales nos permite hacer una bordada en el viento sin el Uso de los Remos.

He oído a Hickey y Aylmore susurrando después de desembarcar para montar las Tiendas esta Noche, porque han hecho pocos esfuerzos para bajar la Voz.

Alguien tendrá que irse.

El Agua está Abierta por delante, el Camino está Libre, quizá todo el camino hasta el campamento
Terror
, o incluso hasta el propio
Terror,
tal como insistía el Profeta Cornelius durante su enfrentamiento con Crozier en la bahía sin nombre en julio, cuando sólo se evitó el motín por los gritos de Agua Abierta..., y puede muy bien Ocurrir que Hickey y aquellos que Queden con El vuelvan al campamento
Terror
y al buque en tres días de Fácil Navegación, en lugar de los Tres Meses y Medio de Brutal Arrastre que nos costó recorrer la misma Distancia en la Dirección Opuesta.

Pero ahora que no necesitan hombres que tiren, ¿a quién Sacrificarán para la Reserva de Comida de modo que el bote quede Aligerado para la Navegación de mañana?

Hickey, su Gigante, Aylmore y los otros líderes van Caminando a Través del Campamento mientras escribo, llamándonos para que salgamos urgentemente Fuera de las Tiendas, aunque la Hora es Tardía, y la noche es Oscura.

Si estoy Vivo mañana, escribiré más.

56

Jopson

Campamento de Rescate

20 de agosto de 1848

Le trataban como a un anciano y le abandonaban porque pensaban que era un anciano, agotado, moribundo incluso, pero eso era ridículo. Thomas Jopson sólo tenía treinta y un años. Aquel día, 20 de agosto, cumplía treinta y un años. Era su cumpleaños, y nadie excepto el capitán Crozier, que había dejado de ir a verle a su tienda de enfermo por algún motivo que desconocía, sabía siquiera que era su cumpleaños. Le trataban como a un anciano porque se le habían caído casi todos los dientes por culpa del escorbuto, y también la mayor parte del pelo por algún motivo que él no comprendía, y le sangraban las encías y los ojos y la raíz del pelo y el ano, pero desde luego, no era ningún anciano. Tenía treinta y un años, y le iban a abandonar el día de su cumpleaños.

Jopson oyó el jolgorio de la tarde y de la noche anterior, recordaba gritos, risas, olor de carne asada, cosas inconexas, porque había ido saliendo y entrando de una conciencia febril todo el día anterior, pero se despertó en penumbra y vio que alguien le había llevado un plato con un fragmento de piel de foca grasienta, unas tiras de grasa blanca y goteante y un trozo de carne de foca roja y casi sangrante que apestaba a pescado. Jopson vomitó sin expulsar nada, porque no había comido desde hacía uno o varios días, apartó aquel plato ofensivo de despojos y lo sacó por la puerta de la tienda.

Comprendió que le dejaban allí cuando todos sus compañeros de tripulación, uno tras otro, pasaron por su tienda más tarde, aquella noche, sin decir nada, sin asomar la cara siquiera, pero cada uno de ellos metió una galleta o dos verdosas y duras como una piedra y se las pusieron al lado, como otras tantas piedras blancas en preparación para su entierro. Estaba demasiado débil para protestar entonces, y demasiado preocupado con sus sueños, pero sabía que aquellos miserables restos de harina medio cocida y rancia eran todo lo que iba a recibir por sus años de fiel servicio a la Marina, al Servicio de Descubrimientos y al capitán Crozier.

Lo iban a abandonar.

Aquel domingo por la mañana se despertó con la cabeza más despejada que nunca desde hacía días, quizá semanas, y oyó los preparativos de sus compañeros para abandonar el campamento de Rescate para siempre.

Se oían gritos junto a los botes al preparar las dos balleneras; mientras los dos cúteres se colocaban en sus trineos y se cargaban los cuatro botes.

«¿Cómo pueden abandonarme?» A Jopson le costaba creer que pudieran hacerlo, que fueran a hacerlo. ¿Acaso no había permanecido él cien veces junto al capitán Crozier, cuando éste se encontraba enfermo y malhumorado y en baja forma y con tremendos ataques de borrachera? ¿Acaso no había limpiado calladamente, sin quejarse, como el buen mozo que era, los cubos llenos de vómito del camarote del capitán en mitad de la noche, acaso no le había limpiado el culo a aquel irlandés borrachín cuando se cagaba encima en sus delirios febriles?

«Quizá por eso el muy hijo de puta me deja para que me muera.»

Jopson se esforzó por abrir los ojos e intentó darse la vuelta en su empapado saco de dormir. Era muy difícil. La debilidad que irradiaba desde su centro le consumía. La cabeza amenazaba con estallarle por el dolor cada vez que abría los ojos. La tierra tiraba de él con tanta firmeza como cualquier buque en el que hubiese navegado jamás doblando el cabo de Hornos, con mala mar. Le dolían los huesos.

«¡Esperadme!», gritó. Pensó que lo había gritado, pero la verdad es que sólo lo había pensado en silencio. Tendría que hacerlo mejor..., alcanzarlos mientras empujaban los botes fuera del hielo..., demostrarles que podía tirar de los arneses como el que más. Podía incluso engañarlos si era capaz de tragar a la fuerza un poco de aquella carne de foca podrida y apestosa.

Jopson no podía creer que le estuvieran tratando como si estuviera muerto. Era un ser humano vivo, con un expediente naval excelente y muchísima experiencia como mozo personal, y que tenía una vida privada impecable como ciudadano leal de Su Majestad, como cualquier otro hombre de la expedición, por no mencionar una familia y un hogar en Portsmouth (si es que Elisabeth y su hijo, Avery, todavía vivían y no los habían desahuciado de la casa que habían alquilado con el adelanto de la paga del Servicio de Descubrimientos de Thomas Jopson, que consistía en veintiocho libras, a cuenta del salario del primer año de su expedición, sesenta y cinco libras).

El campamento de Rescate parecía vacío, excepto por unos quejidos que podían proceder de las tiendas adyacentes o bien del viento incesante. El habitual crujido de las botas en la grava, las maldiciones en voz baja, alguna risa escasa, la charla insustancial de los hombres que entraban o salían de la guardia, los gritos entre las tiendas, los ecos de martillos o de sierras, el olor de tabaco de pipa..., todo se hallaba ausente, excepto unos sonidos débiles y menguantes en dirección a los botes. Los hombres se iban de verdad.

Thomas Jopson no pensaba quedarse allí y morir en aquel gélido campamento temporal en el culo del mundo.

Usando toda la fuerza que tenía y alguna que no sabía que tenía, Jopson tiró del saco de dormir hecho con mantas Hudson Bay, lo bajó por debajo de sus hombros y empezó a salir. La operación no se veía simplificada precisamente por el hecho de que tenía que soltar los hilos de sudor, sangre y otros fluidos corporales congelados de su carne y de la lana antes de poder salir del saco y dirigirse hacia la abertura de la tienda.

Desplazándose sobre los codos lo que le parecieron kilómetros enteros, Jopson avanzó hacia la abertura de la tienda y jadeó al notar lo frío que estaba el aire del exterior. Se había acostumbrado tanto a la luz tenue filtrada por la lona y al aire viciado de su tienda como un útero que aquella inmensidad y aquel resplandor hacían que sus pulmones sufrieran y llenaban de lágrimas sus ojos guiñados.

Jopson se dio cuenta muy pronto de que el resplandor del sol era ilusorio; en realidad, la mañana era oscura y cubierta por una niebla espesa, con zarcillos de vapor helado moviéndose entre las tiendas como espíritus de aquellos hombres muertos que habían dejado en el camino. Al mozo del capitán le recordó la espesa niebla del día que enviaron al teniente Little, al patrón del hielo Reid, Harry Peglar y los demás adelante, por el primer canal abierto en el hielo.

«A la muerte», pensó Jopson.

Arrastrándose por encima de las galletas y de la carne de foca, que le habían llevado como si fuese un maldito ídolo pagano o como una ofrenda de sacrificio a los dioses, Jopson tiró de sus piernas, insensibles, que no le respondían, y pasó a través de la abertura circular de la tienda.

Vio dos o tres tiendas que permanecían montadas cerca, y durante un segundo se sintió lleno de esperanza de que la ausencia de hombres desplazándose por allí fuera temporal, de que estuviesen ocupados haciendo algo junto a los botes y pronto volviesen. Pero luego Jopson vio que faltaba la mayoría de las tiendas Holland.

«No, no faltan.» A medida que su vista se adaptaba a la difusa luz que se filtraba entre la niebla, vio que la mayoría de las tiendas del extremo sur del campamento, junto a los botes y la costa, estaban caídas, con piedras arrojadas encima para evitar que volasen. Jopson se sentía confuso. Si se fuesen definitivamente, ¿no se habrían llevado las tiendas? Era como si hubiesen planeado salir al hielo, pero volver pronto. ¿Adonde? ¿Y por qué? Nada de todo aquello tenía sentido para el mozo enfermo y sus alucinaciones.

Luego, la niebla se movió, se levantó y pudo ver a unos cincuenta metros de distancia el lugar donde los hombres iban tirando, empujando y arrastrando los costados de los botes, subiéndolos al hielo. Jopson estimó que había al menos diez hombres por bote, cosa que significaba que todos o casi todos los supervivientes del campamento le estaban abandonando a él y a los demás enfermos.

«Pero ¿cómo puede dejarme así el doctor Goodsir?», se preguntaba Jopson. Intentó recordar la última vez que fue el cirujano quien le levantó la cabeza y los hombros para alimentarle con caldo o limpiarle. El día anterior había sido el joven Hartnell, ¿verdad? ¿O fue hace más días? Realmente no recordaba la última vez que el cirujano le había visitado o le había llevado alguna medicina.

—¡Esperad! —gritó.

Sólo que no fue un grito. Apenas fue un gemido. Jopson se dio cuenta de que llevaba muchos días sin hablar en voz alta, quizá semanas, y que el ruido que acababa de hacer había quedado ahogado y sordo, hasta para sus propios oídos.

—¡Esperad! —No fue mejor en este caso. Se dio cuenta de que tenía que agitar el brazo y moverlo en el aire, hacer que le vieran, hacer que volvieran a buscarle.

Thomas Jopson no podía levantar los brazos. Sólo con intentarlo se cayó hacia delante, con la cara en la grava.

No había manera... Tendría que arrastrarse hacia ellos hasta que le vieran y retrocedieran. No dejarían atrás a un compañero lo bastante sano como para arrastrarse un centenar de metros tras ellos en el hielo.

Jopson luchó por avanzar sobre sus destrozados codos otro metro y se derrumbó boca abajo en la helada grava, de nuevo. La niebla se arremolinaba a su alrededor, oscureciendo incluso su propia tienda, a pocos pasos tras él. El viento gemía, o quizás eran más almas abandonadas que se quejaban en las pocas tiendas que aún permanecían en pie, y el frío helador del día se introducía bajo su hedionda camisa de lana y sus manchados pantalones. Se dio cuenta de que si seguía arrastrándose y alejándose de su tienda, quizá no tuviese fuerzas para volver atrás: moriría entre el frío y la humedad, allá fuera.

—¡Esperad! —gritó.

Su voz era tan débil y lloriqueante como la de un gatito recién nacido.

Se arrastró, luchó y se retorció, un metro, un poco más..., y se quedó echado, jadeando, como una foca arponeada. Sus brazos y manos debilitadas ya no servían mucho más que las aletas del animal..., incluso menos.

Jopson intentó clavar la barbilla en la tierra helada para impulsarse hacia delante medio metro, unos centímetros más. Inmediatamente se partió uno de los últimos dientes que le quedaban, pero aun así siguió clavando la barbilla para intentarlo de nuevo. Su cuerpo, simplemente, pesaba demasiado. Parecía unido a la tierra por grandes lastres.

«Sólo tengo treinta y un años», pensó orgullosamente, furioso. «Hoy es mi cumpleaños.»

—Esperad..., esperad..., esperad... —Cada palabra sonaba más débil que la anterior.

Jadeando, ahogándose, con los mechones de pelo que le quedaban salpicando vetas escarlata en las piedras redondeadas, Jopson se quedó echado de cara, con los brazos muertos a ambos lados, el cuello dolorosamente retorcido, y apoyó la mejilla en la fría tierra, de modo que podía ver hacia delante.

—Esperad...

La niebla formó un remolino y luego se elevó.

Veía a un centenar de metros, más allá del extraño vacío donde antes se encontraban alineados los botes, más allá de la playa de guijarros y la grava y el montón de hielo de la costa, afuera, hacia el propio hielo, donde unos cuarenta y tantos hombres y cuatro botes («¿dónde está el quinto?») luchaban por dirigirse hacia el sur adentrándose más en el hielo, y la debilidad de los hombres, aun a aquella distancia, resultaba evidente, y su progreso no era ni mucho más eficiente ni más elegante de lo que había sido la lucha de Jopson por recorrer cinco metros.

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