El tesoro de los nazareos (25 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El tesoro de los nazareos
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—No, esperad. Quiero deciros una cosa. En nuestro viaje anterior tuvimos un mal encuentro, quiero que sepáis que lo hice porque vuestras habladurías de marineros podían poner en peligro a mi amigo. Estaba enfermo. Era mi deber llevarlo a casa sano y salvo. Ahora él está muerto, espero que descanse en paz. Deseo haceros saber que, por mi parte, está todo olvidado y que me gustaría que comprendierais por qué os tuve que tratar con dureza.

—Está olvidado —dijo el marino de larga melena negra.

—Bien, me alegro. Aun así debéis de pensar que era él quien causaba el mal tiempo.

—Son cosas de marineros, mi señor, la gente de tierra adentro no lo puede entender.

—Supongo que cada uno conoce su oficio y que a vuestra manera tendréis razón. Tomad, por las molestias y el asunto de la daga en la bodega.

El marino quedó sorprendido al ver el sueldo de oro que le tendía Arriaga.

—Vaya, gracias, señor.

—¿Vivís en La Rochelle?

—Desde hace quince años.

—¿Y tenéis algún descanso en vuestra jornada?

—¿Yo? Ahora, al mediodía.

—Bien, Alonso, os espero en mi camarote, tengo que hablar con vos. Que no os vean entrar en él. Es por un negocio delicado.

Se quedó contemplando el mar durante un rato, a la diestra las costas de Inglaterra, a la derecha el horizonte tras el que se encontraba la convulsa Francia. ¿Qué le esperaba en Tierra Santa? ¿Estaría allí oculto el tesoro del Temple?

Entonces lo vio claro. Rosslyn.

¿Para qué habían de construir las familias una réplica en menor tamaño sino para ocultar el tesoro del Templo de Salomón? Era evidente, obvio.

No obstante, aquel lugar estaba vacío. Sólo aquel
Baphomet
presidía el lugar dándole un aire siniestro, maldito. Quizá habían mantenido oculto el tesoro en otro sitio para trasladarlo a Rosslyn. Ése era el lugar idóneo, al norte, en Escocia, lejos de la civilización, en tierra de paganos. Entonces recordó una alusión de Jean de Rossal en Chevreuse acerca de la locura de Robert. «No ha podido ocurrir en peor momento», había dicho.

Perdido en estos y otros pensamientos, llegó el mediodía. Bajó al camarote y ordenó que le trajeran vino. Al rato, tocaron a la puerta y entró Alonso Contreras.

—Sentaos —dijo Arriaga, acostumbrado a mandar a tipos como el marino.

Sirvió un par de vasos de vino y brindó con su invitado. La pequeña mesa a la que se hallaban sentados se bamboleaba mecida por el movimiento rítmico del barco. La madera crujía. Rodrigo comenzó:

—Tengo que hablar con vos de un asunto… delicado.

—Decid.

—Vivís en La Rochelle y trabajáis como marino para el Temple desde hace años.

—Así es.

—Dicen que es un puerto muy fortificado.

—En poco tiempo lo comprobaréis con vuestros propios ojos.

—¿Para qué quiere mi orden un puerto así en pleno Atlántico? Sus negocios están en el Mediterráneo.

Silencio. Leyó el miedo en los ojos del marino. El hombre de mar se levantó.

—Perdonadme, señor, pero si no se os ofrece otra cosa, yo…

—Esperad —dijo el templario. Sacó cinco sueldos de su bolsa y los puso sobre la mesa—. Ahí hay unos buenos dineros que asegurarán que vuestra familia no pase penurias durante mucho tiempo.

El marino miró hacia la mesa. Las monedas de oro brillaban sobre ella.

—Me juego la vida, señor. Además, ¿cómo sé que esto no es una trampa? Me la podríais tener jurada por lo del viaje anterior. Si tomo esas monedas, mi vida no vale un triste maravedí.

—Mi amigo murió en su lecho y eso está olvidado. Sois el único marinero que conozco y soy un hombre de palabra. Os juro que esto no es una trampa. Quiero saber, ¡necesito saber! Mirad las monedas, miradlas bien porque contaré hasta cinco y si no aceptáis el trato olvidad la oportunidad que habéis dejado pasar para siempre. Uno… dos… tres…

—Qué más da —repuso Contreras tomando asiento y cogiendo las monedas—. Si en el fondo, en La Rochelle, todo el mundo lo sabe aunque callan por sus vidas… La orden es despiadada con los que se van de la lengua.

—Bien, no os arrepentiréis. El puerto, hablad.

—Sí, sí… el puerto —dijo el hombre de mar sirviéndose otro vaso de vino que se atizó de un trago—. El puerto. Está situado lejos del Mediterráneo, y es evidente que eso no tiene sentido. Además, queda lejos de la ruta de la lana que, como sabréis, va desde Londres, Inglaterra, a los Países Bajos. Ése es el único movimiento comercial que da beneficios aquí en el norte, en el Atlántico.

—¿Entonces?

—Las tierras más allá del mar.

—¿Otremer?

—No, no. No me refiero a las posesiones del Temple en Tierra Santa, no. No me refiero a ese mar, hablo del océano, del Atlántico.

—¿Hay tierras más allá?

El marino asintió.

—¿No se acaba el mundo navegando hacia el oeste?

Contreras negó con la cabeza.

—Pero… esas tierras… ¿las habéis visto?

—No.

—¿Y cómo sabéis que existen?

—Lo sé.

—¿No serán cuentos de marinos?

—No, todo el mundo en La Rochelle lo sabe.

—Pero es imposible, ¿qué tierras?

—Ricas. El oro allí crece como el trigo, y la plata… ¡la plata! Sabed que ahora se paga mejor que el mismísimo oro. La ruta del oro del Sudán hace que sea menos escaso que la plata y ésta ha aumentado su valor. Eso es lo que vuestros hermanos templarios traen a espuertas desde aquellas tierras: plata.

Rodrigo se atusó el largo pelo y ladeó la cabeza de un lado a otro.

—Pero… ¿cómo se va a esas tierras?

—Hay cartas de navegación que marcan el camino y las corrientes adecuadas que hay que seguir para llegar. Y la vuelta también, claro.

—¿Y conocéis a alguien que haya estado allí, que pueda confirmarme esta historia?

—Ése es el problema. Mi compadre Philipp era el padrino de mi hijo Agustín, el segundo. Él estuvo allí.

—¿Podéis presentarme a ese hombre?

—Está muerto. Todos están muertos. Mirad, hará unos diez años, los templarios armaron un nuevo tipo de buque en el astillero de La Rochelle; mucho más grande que una galera, con más calado, capaz de surcar aguas más profundas, más bravas y con mayor autonomía. Una galera tiene dos palos; pues bien, este tipo de barco tiene cuatro: los dos de popa con velamen triangular, como las galeras; los dos de proa mucho más altos y con varias velas inmensas, cuadradas. Todo auguraba que era una embarcación diseñada para realizar trayectos largos, así que pensábamos que irían a Tierra Santa. No nos extrañó que construyeran un barco de este tipo, pues aunque yo no había visto nunca ninguno sabía de su existencia; además, la orden tiene la mejor flota del mundo conocido. En fin, que lo llamaron
La Madeleine
y lo botaron una mañana de abril. Reclutaron a una buena tripulación, pagaban bien pero no se sabía el destino. Un buen día partieron. No se supo nada de ellos en seis meses. Mi compadre iba en ese barco. A la vuelta regresaron con veinte marineros de los treinta y cinco que habían partido, y de los diez templarios que salieron de puerto sólo volvieron siete; uno de ellos, tuerto. Algo debió de pasarles. Algunos decían que habían encontrado una ruta hacia las Indias, ya sabéis, para comerciar con las especias. Pero no… Nadie contaba nada del viaje. La orden paga bien, pero es un patrón que exige discreción y en La Rochelle lo sabemos por experiencia. El caso es que uno de los marinos, el timonel, un tal Eric, se fue de la lengua al segundo día de la llegada. Le gustaba mucho el vino y en una taberna largó que había estado en unas tierras nuevas, que se habían enfrentado a unos salvajes con taparrabos y que los habían derrotado, que aquellos pobres paganos tenían oro y plata como para cubrir el mundo y que los habían tenido que torturar para que los llevaran a los yacimientos ocultos de donde los extraían. Al parecer, aquellas tierras eran maravillosas. Pasaron otros dos meses costeando y explorando, durante los cuales hallaron más y más plata y oro. Todo el mundo en la taberna lo tomó a risa. Poco a poco, los marinos fueron mostrando a sus familias extraños objetos: hachas, cuchillos, coronas con plumas, todos de aspecto tosco y primitivo. También tenía algunos adornos de oro y pequeñas tallas de lo que parecían dioses paganos.

»Eric apareció muerto en su casa, colgado. Otros dos marinos se esfumaron sin dejar rastro. En ese momento los más listos vendieron sus cosas y se fueron de aquí con sus familias. Esos salvaron la vida, sin duda. Debían de ser cuatro o cinco. Ni que decir tiene que los demás callaron como tumbas. Pese a ello, hubo un goteo lento pero inflexible de muertes. Uno se tiró por el acantilado, a otro lo apuñalaron de noche en un callejón, alguno murió con la cabeza aplastada por su caballo… En fin, un mal asunto.

—¿Y vuestro compadre?

—Su casa ardió con él, su mujer y sus tres hijos dentro.

—Vaya, lo siento.

—En menos de dos años no quedaba en La Rochelle superviviente alguno de aquel viaje.

—Excepto los templarios que volvieron de él.

—Y el judío.

—¿El judío?

—Sí. Mi compadre me contó que los templarios llevaron a un judío, un sabio que siempre vestía de negro. Lo sacaron de la Tour de Saint-Nicolas para realizar el viaje. Iba encerrado en un camarote y le hacían salir sólo para interpretar no sé qué documentos que un senescal de la orden guardaba bajo llave en un cofre.

—Sería una carta de navegación.

—Eso pensaron los marinos.

—Y debía de estar escrita en hebreo, en hebreo antiguo… ¿Sabéis algo de los siete sabios?

—¿Cómo?

—Sí, hace unos años que la orden secuestró en París a siete de los sabios más destacados de la comunidad judía. Sé que los trajeron a La Rochelle.

—Sí, eso tiene lógica, casa con lo del judío que llevaron al viaje.

—¿Os dijo vuestro amigo su nombre?

—Ni idea. Pero tengo un conocido que trabaja de carcelero en la Torre. Podríamos preguntarle si sabe algo.

—Sería de gran ayuda para mí.

—Lo haremos al llegar.

—Por cierto, si murieron todos los marinos ¿cómo han seguido trayendo la plata?

—Fletaron otro barco inmenso como
La Madeleine, La Petit Marie
. En cuanto llega el buen tiempo parten hacia la puesta de sol.

—¿Y cuánto tardan en volver?

—Mes y medio o cosa así. Entre abril y octubre hacen unos tres viajes; tres viajes con dos barcos inmensos de amplias bodegas. Los descargan por la noche, pero todos sabemos que los arcones de plata bajan de los barcos bien repletos. Además, están construyendo un tercer navío, éste más grande aún. Quieren tenerlo listo en un par de semanas.

—¿Y las tripulaciones no se han ido de la lengua?

—No han vuelto a cometer el error de enrolar a gente de fuera de la orden. En esos barcos sólo viajan caballeros, sargentos y armigueros. Al llegar octubre, se los llevan tierra adentro, supongo que a sus encomiendas. Así evitan que puedan cometer alguna indiscreción.

—Por eso la orden es tan rica.

—Por eso, señor, por eso.

—Bien. En cuanto lleguemos, me llevaréis a entrevistarme con el carcelero. No tengo mucho tiempo, un barco me espera para llevarme a Palestina.

—¿Cómo? —repuso sorprendido el marinero.

—Sí, me espera una nave en el puerto de La Rochelle.

Contreras negó con la cabeza. Rodrigo lo comprendió todo. ¡Qué ingenuo había sido! El marino aclaró:

—Nunca salen naves con destino a Tierra Santa desde allí, sería absurdo. Es mucho más rápido llegar por tierra hasta el Mediterráneo, hasta Marsella por ejemplo, y partir desde aquel puerto. Y menos peligroso. Bordear Finisterre no es asunto sencillo: son aguas difíciles, hay muchos naufragios. ¿Por qué realizar una travesía tan larga y peligrosa pudiendo acortar el viaje?

Rodrigo, tras pensar un momento dijo:

—Llamad al capitán y decidle que quiero verlo urgentemente. Tengo que desembarcar antes de llegar a La Rochelle; me esperan para matarme. Por cierto, ¿hay alguna manera de enlentecer el avance de la galera una vez baje yo? En cuanto el barco llegue a puerto y vean que no voy dentro, empezarán a buscarme y necesito un par de días. Contad con cinco sueldos más si lo conseguís.

—Puede hacerse, sí, si después de que lleguéis a tierra el timón se rompe, por ejemplo; el mar nos alejará de nuestra ruta y para repararlo necesitaremos un día al menos. ¿Os viene bien?

—Perfecto, y ahora dadme las señas de vuestro amigo el carcelero.

Cuando Alonso Contreras lo dejó a solas, Rodrigo pudo reflexionar sobre lo desentrenado que estaba como espía. ¿Cómo no había reparado en ello antes?

Iban a matarlo. Era tan obvio…

Cuando se encarga un asesinato a un sicario al que no se conoce demasiado no se corren riesgos y se lo elimina tras realizar el trabajo. Así no queda rastro alguno. Aquellos dos conspiradores, André de Montbard y Jacques de Rossal, no habían dudado un instante a la hora de matar a Robert Saint Claire, el hijo de un amigo al que conocían desde niño. ¿Cómo iban a dejar que Rodrigo campara por ahí a sus anchas? Ellos creían que él había acabado con Robert y por eso iban a quitarlo de en medio. Por eso le habían dado el oro y por eso le habían colocado delante un cebo sabroso: viajar a Palestina. Sabían de sobra que desde su ingreso en la orden había manifestado su deseo de ir a servir en Tierra Santa. Era seguro que sus asesinos lo esperaban en La Rochelle. No habían podido matarlo en Rosslyn, pues eso hubiera llamado mucho la atención. Los Saint Claire hubieran sospechado. Nada más llegar a puerto pretendían conducirlo a alguna casa de la orden y Rodrigo Arriaga sería historia.

Tenía que hablar con el carcelero. Sabía por qué habían potenciado el puerto de La Rochelle, sabía que se creían herederos de los nazareos y sabía de dónde venía su inmensa riqueza.

Sólo le faltaba ampliar un poco su información con lo que Tomás averiguara en Clairvaux y podría contárselo a Silvio de Agrigento para que Roma actuara de inmediato. Debía ser cauto. Estaba en territorio enemigo.

—¿Qué se os ofrece? —dijo el capitán cuando hubo entrado en el camarote.

—En cuanto nos acerquemos a La Rochelle, me avisaréis. Debo desembarcar antes de llegar a puerto. Buscad dónde hacerlo con facilidad.

—Pero… eso es un poco extraño…

Rodrigo miró al capitán como estudiándolo, entonces dijo:

—Mirad, cumplo una misión secreta. No os puedo decir más, pues la orden os eliminaría. Mis órdenes vienen nada menos que de André de Montbard y Jacques de Rossal, dos de los fundadores. No puedo desembarcar en lugar tan concurrido como La Rochelle, pues voy de incógnito, pero allá cada uno con las consecuencias de sus actos si cometéis el error de no obedecer y me hacéis llegar a puerto para que todo el mundo me vea, estropeando mi cometido. Ateneos a las consecuencias. Arriaga vio el miedo en los ojos del marino:

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