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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (22 page)

BOOK: El testamento
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—Jenny, ¿es necesario que estemos de malas?

Ella lo miró fijamente pero no le contestó.

—Lamento que haya muerto. No puedo siquiera imaginar lo que Kavanaugh significaba para ti, pero…

—Eres un idiota, ¿sabes? —dijo ella con vehemencia—. Crees que lo sabes todo, pero no es así. No sabes absolutamente nada.

Un silencio familiar se alzó entre ellos, erizado de las espinas defensivas que ambos exhibían. Finalmente, Bravo extendió la mano con la palma hacia arriba.

—¿Por qué no hacemos un pacto para dejar a un lado nuestra ira y nuestra tristeza personales, sean cuales sean sus causas?

Jenny permaneció en silencio durante un largo momento. Por la forma en que sus ojos estudiaban su rostro, Bravo pensó que ella estaba tratando de discernir si su oferta era sincera.

Entonces Jenny alzó la cabeza con expresión desafiante.

—Puedes olvidarte de follar conmigo.

Bravo se echó a reír, sorprendido y, muy posiblemente, decepcionado.

—Hablo en serio.

—De acuerdo —dijo él, calmándose.

Por fin, Jenny extendió la mano hasta que ésta reposó levemente sobre la suya. Luego lo miró, los ojos brillantes y agrandados por las lágrimas.

—Un pacto estaría bien.

Una vez de regreso en el Lincoln, Bravo sacó el papel donde había copiado la secuencia de números y espacios que su padre había grabado en la lente de las gafas.

—He estado pensando en esto —dijo—, y creo que sé de qué podría tratarse.

—¿Has tenido tiempo de resolver la fórmula matemática? —preguntó Jenny.

—Es una configuración errónea para una fórmula. —Alzó la hoja de papel para que ambos pudiesen ver su reflejo en el retrovisor—. Es un truco que mi padre me enseñó cuando era pequeño. Invertir toda la secuencia, aunque cada una de las letras o, en este caso, los números no estén invertidos. De ese modo, para cualquiera que no entienda la clave, la secuencia parecerá equivocada incluso vista a través de un espejo.

Buscó en la guantera un taco de notas y un bolígrafo y, mientras Jenny sostenía el papel, copió la secuencia de forma invertida. Lo que buscaba eran tres series de seis números, seguidas de una serie formada por cuatro números.

Jenny desvió la vista de la secuencia al rostro de Bravo, tratando de descifrar su expresión.

—¿Y bien?

Bravo se inclinó hacia adelante, sacó el GPS de su soporte y pulsó los números.

Jenny estaba boquiabierta.

—¿Es una posición?

—Las tres series de seis números representan la longitud y la latitud.

—Pero ¿qué hay del último grupo de cuatro cifras?

—No lo sé.

Bravo le mostró la pantalla iluminada del GPS.

—Saint Malo —dijo ella—. Francia, ¿verdad?

Él asintió.

—La Bretaña francesa, para ser exactos. —¿Es allí adonde iremos ahora?

—Exacto. —Bravo sacó el teléfono móvil—. Pero no iremos solos.

En París ya era media mañana y Jordan Muhlmann estaba en su despacho de Lusignan et Cie. Era un hombre alto y delgado con el pelo negro, los ojos hundidos del mismo color y una barbilla pronunciada. El suyo era un rostro poderoso pero, de alguna manera, perturbado. Muhlmann estaba hablando con una mujer de unos cincuenta años, de una belleza en la que el paso del tiempo no había hecho mella. Iba vestida con un elegante traje negro de Lagerfeld, debajo del cual lucía una blusa de seda de color amarillo pálido. En el cuello exhibía un collar de perlas de una sola vuelta y un anillo de oro con la cabeza de una mujer tallada en él. Estaba sentada, las manos alzadas sobre la rodilla, con una serenidad zen.

A través de la ventana se podía ver la elevada estructura de piedra blanca aséptica del Grande Arche de la Défense, que no era un arco en absoluto, sino un cubo con el centro horadado. Muy adecuado, en cierta forma, pensó Jordan, para el monumento a los negocios del París de hoy en día. Más allá se alzaba el sólido y magníficamente esculpido Arco de Triunfo, el monumento a las victorias militares de Charles de Gaulle, el último de los grandes héroes militares de Francia.

El día era claro y luminoso, con apenas un atisbo de nubes bajas en el horizonte septentrional. Las nuevas aceras estaban llenas de trajes. Aunque procedían de todos los rincones del mundo, no era posible distinguirlos. Todos ellos hablaban un idioma común, le rezaban a un dios común, expresaban sus deseos a una estrella común, y eso era el comercio. Detrás del euro, las transferencias electrónicas sin rostro, las adquisiciones corporativas que incluían a dos, tres o cuatro países, ¿quedaba algo de la belleza que había florecido allí durante siglos?

Al igual que todo lo demás en ese sector tímidamente posmoderno de París, la fachada del edificio de Lusignan et Cie. estaba en armonía con sus alrededores: contemporánea, elegante, austera, carente de todo carácter. El complejo de oficinas, sin embargo, era todo lo contrario, lleno del encanto y los adornos del Viejo Mundo, especialmente el despacho de Jordan, que exhibía todo su esplendor
art nouveau
. No había virtualmente ningún borde afilado: todo, curvo y esculpido en altorrelieve, mostraba una forma orgánica. En las estanterías se alojaban objetos de épocas anteriores —esculturas francesas y alemanas de la década de los años veinte, cerámicas del siglo xix, fragmentos de antiguos rollos de pergamino religiosos, la guarnición de una espada presuntamente de la época de las cruzadas—, restos de una civilización remota. Esta fascinación por la historia, la cultura y la religión era una de las cosas que habían unido tan estrechamente a Bravo y a Jordan.

En ese momento se oyó el zumbido del interfono.

—Es monsieur Shaw —anunció la secretaria de Muhlmann—. Dice que es urgente.

Jordan pulsó el botón del altavoz y levantó el auricular.

—Bravo, he estado tratando de dar contigo… como siempre. —La ansiedad de su voz era evidente—. ¿Va todo bien?

—Ahora sí —dijo Bravo.

—¡Ah,
bon
, es un alivio!

—Pero viajaré a París inmediatamente. Llegaré mañana temprano con una amiga, Jenny Logan, y necesitaré un medio de transporte.

—Por supuesto. Lo tendrás.
Alors
, debes contarme algo más de esa Jenny Logan. Es, sin duda, una buena noticia. En medio de tu dolor has podido encontrar una compañera…, ¿cuál es la palabra que usan los norteamericanos?, una novia.

Bravo se echó a reír.

—¿Una novia? No exactamente. —Se aclaró la garganta—. Escucha, Jordan, creo que debo decirte que aquí las cosas han tomado un cariz muy desagradable.

—Mon ami, ¿a qué te refieres?

—Por teléfono, no —dijo Bravo—. Pero cualquier persona que envíes a recogerme debe ser alguien de tu absoluta confianza, ¿me entiendes?

En ese momento, la mujer se levantó del sillón y se acercó al escritorio de Jordan. Sus movimientos eran perfectos. Su rostro magnífico e impetuoso mostraba el conocimiento cabal de quién era y qué poderes poseía. Era una mujer que exudaba una autoridad innata que dejaba absolutamente claro que sería un grave error engañarla o enfrentarse a ella.

—Bravo,
un moment, s'il te plaît
.

Jordan pulsó el botón de llamada en espera y miró a la mujer con expresión ansiosa.

Ella abrió los labios y dijo con suavidad:

—Deja que yo me encargue de esto, querido.

Jordan negó con la cabeza.

—Es demasiado peligroso. Después de lo sucedido con Dexter…

—No te preocupes, tendré cuidado —susurró ella. Luego sonrió.

—Jordan, ¿me entiendes? —repitió Bravo en el auricular.

Muhlmann volvió a pulsar el botón de llamada en espera y declaró:

—Mon ami, puedo percibir la urgencia en tu voz, y eso hace que me preocupe aún más.

—Entonces, lo entiendes.

—Por supuesto que lo entiendo —dijo—. Yo mismo iré a recogerte.

—¿No es esta semana cuando se celebra la reunión trimestral de los directores de la compañía?

—Mañana, de hecho. Por no mencionar a los holandeses, que han llegado para cerrar el acuerdo en el que tú y yo hemos estado trabajando durante casi un año.

—¿Qué hay de los Wassersturm?

—Ese acuerdo está muerto, Bravo; tú te aseguraste de que así fuese.

—Han demostrado ser notablemente insistentes.

—Yo me encargaré de los Wassersturm,
mon ami
.

—Entonces no hay nada más que hablar, Jordan. Como acabas de confirmar, tienes una compañía que dirigir.

—Pero eres mi amigo… más que un amigo.

—Lo sé, y lo aprecio —dijo Bravo—. Pero envía a otra persona a recogerme, por favor.

Jordan meditó su respuesta durante un momento, luego asintió en dirección a la mujer.

—Bon, no te preocupes —respondió finalmente—, enviaré a alguien que conoces muy bien y en quien confías.

—Gracias, Jordan —dijo Bravo con evidente alivio—. No olvidaré esto.

El avión estaba a oscuras. En plena noche, en el jumbo que volaba a diez mil metros de altura sobre el Atlántico negro e inquieto, la mayoría de los pasajeros que ocupaban la clase
business
dormían o contemplaban las pequeñas pantallas luminosas de los aparatos DVD portátiles proporcionados por la compañía aérea. Pero, a pesar de que estaban exhaustos, Jenny y Bravo no lograban conciliar el sueño.

En cambio, iluminados escénicamente por las luces que estaban encima de sus asientos, conversaban en voz muy baja. En ambos había una necesidad inconsciente de llegar a conocerse mejor. Habían logrado sobrevivir a batallas campales, salvándose mutuamente de una muerte segura. Como soldados que luchan codo con codo en la extraña e invisible guerra que definía al Voire Dei, ellos habían forjado un vínculo más íntimo incluso que el sexo y, sin embargo, seguían siendo dos extraños.

—Los únicos que tenían fe en mí eran mi padre y el tuyo… y, por supuesto, Paolo Zorzi, mi instructor —estaba diciendo Jenny—. Los demás se oponían a que ingresara en la orden, por no hablar del hecho de convertirme en guardián. —El bronceado había regresado a su piel y, bajo el pozo vertical de luz, era posible reconocer los cortes y las magulladuras que había sufrido en los últimos días—. Pero tu padre era un hombre muy poderoso; muchos de los miembros de la Haute Cour temían oponerse a él abiertamente.

Una azafata se acercó para ofrecerles agua, café, té y zumo, pero declinaron amablemente el ofrecimiento. Muchas de las luces individuales estaban apagadas, y el interior del avión estaba aún más oscuro. Según sus cálculos, estaban más cerca de París que de Washington.

—¿Tu iniciación en la orden fue como la mía? —preguntó Bravo.

Una sonrisa irónica se dibujó en los generosos labios de Jenny.

—Soy una mujer. No fue nada parecida a la tuya.

—Pero acabas de decir que mi padre, el tuyo y ese tal Paolo Zorzi creían en ti.

Ella asintió.

—Sí, pero existen algunas tradiciones que incluso a ellos les resultó imposible ignorar. Me dieron una simple bata negra y luego me condujeron a una pequeña cámara oscura sin ventanas. Excepto por unas velas largas colocadas en pesados candelabros de latón, la habitación estaba vacía y se parecía más a la celda de una prisión o a una cámara de tortura. Hacía mucho frío. El suelo era de bloques de piedra muy antiguos. Me cubrieron con una especie de sudario negro, una tela lo bastante transparente como para ver las velas que colocaban encima de mi cabeza y a mis pies. Mientras juraba entregar mi corazón, mi mente y mi espíritu a la orden, tu padre y Paolo Zorzi entonaban una antigua plegaria en una lengua que no pude reconocer.

—¿Recuerdas algunas de las palabras?

Jenny cerró los ojos y la frente se le arrugó. Luego pronunció tres palabras, que resultaron ser incorrectas. No obstante, Bravo reconoció la lengua.

—Es seljuk —dijo—. Los selyúcidas fueron la tribu dominante en Turquía en el siglo XIII, y en dos ocasiones invadieron con éxito la importante ciudad mercantil de Trebisonda, que los griegos habían fundado sobre la costa meridional del mar Negro para proveer a Europa de sedas, especias y, quizá lo más importante de todo, alumbre, la sustancia que se emplea para que las tinturas se fijen a la tela.

Jenny le pidió que repitiese las palabras hasta que pudo pronunciarlas correctamente.

—Gracias —dijo.

—De nada. Ahora háblame del resto de tu ceremonia de iniciación.

Jenny suspiró.

—Zorzi hundió sus nudillos en la región lumbar hasta que el dolor fue tan intenso que comencé a jadear y los ojos se me llenaron de lágrimas. «Por tanto, al igual que tus hermanas, recitó entonces tu padre en latín, llegas a la orden en medio del dolor y el sufrimiento.»

—Eso suena sospechosamente parecido a una parte del voto medieval para tomar los hábitos —dijo Bravo.

—¡Bingo! —exclamó Jenny—. La iniciación fue tomada directamente de una que se administraba a las mujeres venecianas en el siglo xvi cuando se convertían en monjas. En efecto, se hacía que presenciaran su propio funeral.

—De modo que, aparentemente, a través de su historia, la orden acabó aceptando a las mujeres —dijo Bravo.

—Eso parece, aunque tú y yo sabemos que la historia lo registra de otra manera.

Bravo pensó por un momento en la injusticia de esa situación. Finalmente, se inclinó hacia ella y le dijo:

—Hay algo que me preocupa. —Le gustaba su olor; hacía que se sintiera agradablemente aturdido, y estaba más que feliz de rendirse ante esa voluptuosa sensación—. No has tratado de contactar en ningún momento con nadie de la orden, y te mostraste evasiva cuando te pregunté acerca de sus recursos. ¿Por qué?

Jenny permaneció callada unos minutos, pero sus ojos estaban ocupados, como si estuviese tratando de resolver un problema particularmente difícil. Por fin, se volvió hacia él y dijo muy suavemente:

—Tu padre pensaba, y el mío también, que hay un traidor dentro de la Haute Cour, alguien que ha estado allí durante algún tiempo, alguien de confianza, un agente secreto dormido, si quieres.

—Es evidente que tú también lo crees.

—Yo creía que nuestra gente era intocable, que estaba completamente a salvo. Un traidor es la explicación lógica de por qué, de pronto, los caballeros de San Clemente han tenido tanto éxito al conseguir asesinar a cinco miembros de la Haute Cour, incluido tu padre.

—De modo que, en síntesis, estamos aislados de nuestros mejores recursos.

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