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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (44 page)

BOOK: El testamento
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Con su memoria eidética, naturalmente Bravo podría haber utilizado estos métodos para tratar de descifrar el código de su padre, pero no tenía ni el tiempo ni la seguridad de conseguir el éxito. Por tanto, necesitaba la clave.

Repasó nuevamente la libreta de notas hoja por hoja, esta vez de atrás hacia adelante. En una página próxima a la mitad, encontró una nota que decía: «Tiene que haber una razón para todo este movimiento». En sí mismo no significaba absolutamente nada, pero en la página siguiente Bravo se topó con la misma frase pero del revés, como si su padre hubiese estado resolviendo un nuevo código. Cuando se trataba de códigos, a Dexter le encantaba invertir los términos. Es probable que Bravo no hubiese reparado en ello si no hubiera estado pasando las hojas de la libreta de atrás hacia adelante. Sacó un bolígrafo y escribió ambas oraciones juntas, una inmediatamente debajo de la otra. Había letras que quedaban alineadas: la
t
y la
e
, un detalle interesante si uno estaba pensando en el método de descodificación por frecuencia de letras, pero Bravo sabía que ésa era precisamente la clase de pista falsa que a su padre le encantaba incluir en sus claves para códigos. Sin embargo, era una pista en que la clave era una variante del 3ECD, el Estándar de Codificación de Datos, desarrollado a mediados de los años setenta. La
e
era la quinta letra del alfabeto, y la t, la vigesimoprimera. Si restábamos 5 de 21 obteníamos 16. Restando luego 2, por las dos letras,
e
y
t
, se obtenía 14. La
m
era la decimocuarta letra del alfabeto. Bravo volvió su atención a la n, que era la cuarta letra en la primera oración y la tercera en la segunda. Sumó las dos, luego se dispuso a restar el número de letras que coincidían y aparecían antes de la n. Como no había ninguna que coincidiera, el resultado siguió siendo siete. Había conseguido la clave que buscaba.

Se inclinó y examinó el código. Una vez que hubo acabado, vio lo que su padre le había dejado: «Recuerda dónde estabas el día que naciste y el nombre de tu tercera mascota». Bravo había nacido en Chicago, pero aunque lo intentó no fue capaz de deducir de qué manera podía relacionar ese hecho con cualquier cosa en Venecia. Finalmente, se dedicó a la segunda parte del código. Su tercera mascota había sido un perro de raza indefinida y aspecto desgreñado al que había llamado
Bark
[1]
. De modo que ya tenía una pieza del rompecabezas que su padre había pretendido que él resolviese.

«Recuerda dónde estabas…». Él había nacido en el hospital Santa María de Nazaret.

Pero ¿cómo podía ayudarlo ese dato? En la ciudad debía de haber miles de estatuas de María y, en cualquier caso, ¿qué posible conexión podía tener María de Nazaret con la palabra «corteza»?

Alzó la vista. La tarde se había escabullido. Una brisa fresca que señalaba el inicio del crepúsculo le agitó el pelo. Tenía la camisa pegada a la espalda por el sudor. Cerró la libreta de notas con un suspiro y volvió a guardar el papel codificado en el monedero de acero. Luego bajó del rompeolas en busca de Paolo Zorzi.

Hubo un momento en que Anthony Rule se sintió perdido en el mar. Como era típico en verano, se había levantado una niebla vespertina nacida del calor y la humedad que envolvía Venecia como una mortaja. Iba a la deriva en la extensión blanca, sólo con el disco pulsante del sol como objeto visible mientras calentaba la atmósfera. Su mano reposó por un momento sobre la caña de madera del timón del
topo
—una embarcación ligera utizada para pescar—, sin tratar de orientar el rumbo hacia ninguna dirección en particular. De pronto experimentó una especie de ardiente júbilo ante el hecho de estar perdido, absolutamente invisible para el resto del mundo, como si ahora pudiese ser cualquier persona que eligiese ser. La sensación de libertad era enorme.

Había pasado junto a la punta meridional de Burano, con sus tiendas de cordoneros, tan coloridos para todo el mundo como el decorado de una divertida opereta. Era un marino experimentado y veterano: le encantaban las embarcaciones de toda clase y se sentía en casa tanto en medio del mar como en tierra firme. Conseguir que el dueño del
topo
le confiara el pequeño bote fue sólo una cuestión de doscientos euros, aparte de la tarifa habitual por hora de alquiler, que Rule sabía que estaba inflada. Pagó la tarifa por adelantado y sin el habitual regateo. Era mejor que el dueño pensara que era estúpido y se olvidara de él, y no mostrarse como un tío listo y quedar fijado en la memoria del hombre.

El
topo
se comportaba muy bien bajo su mando, sólido y sensible. Había sido construido en Chioggia, donde habían nacido esas embarcaciones, y Rule se sentía cómodo a bordo, casi como si formase parte de él.

En Dreux se había encargado de los caballeros de San Clemente de la manera habitual, pero desde el rescate en Saint Malo su mente había estado concentrada en Bravo. Después de haber hablado cinco minutos con él, se había maldecido por olvidar cuán inteligente e ingenioso era su «sobrino». Fue entonces cuando tomó la decisión de alterar su misión. Su elevada posición le permitía esa singular flexibilidad y, por tanto, había seguido a Bravo y a Jenny hasta Venecia. Su preocupación, naturalmente, se disparó cuando observó los movimientos preventivos de Paolo Zorzi en el puente próximo a la iglesia de l'Angelo Nicolò. Él sabía muy bien cuáles eran los sentimientos de Dexter hacia Zorzi, y, ahora que Zorzi tenía a Bravo, la situación, ya bastante comprometida de por sí, estaba al borde del desastre.

De pronto, como si se tratara de fantasmas en la niebla, Rule alcanzó a ver los contornos de los árboles: el parque del islote de San Francesco del Deserto. Recogió inmediatamente las velas y dejó que el
topo
fuese llevado por la corriente. No cabía duda de que la orden franciscana que habitaba la mayor parte del islote ignoraba la presencia de Zorzi, o quizá él había pagado a las personas adecuadas. Rule había tenido suficientes tratos con Zorzi como para saber cuán adepto era a burlar tanto la ley como las costumbres.

Pero lo que él no sabía —una pieza crucial de inteligencia que le preocupaba— era cuántos guardianes tenía Zorzi consigo en ese islote. Debía de tratarse de un número suficiente para mantenerlo protegido, pero no excesivo para no concitar la atención de los franciscanos que vivían en ese lugar.

El islote tenía una forma aproximadamente cuadrada, y Rule se había dirigido hacia la zona más densamente arbolada, la que quedaba más lejos del monasterio. Aquí y allá, a través de la niebla, alcanzaba a ver el muro que se alzaba en el borde del islote, justo detrás de las rocas.

Sus pensamientos volvieron a concentrarse entonces en Bravo. ¿Cuántas veces, en los años pasados, habían hablado Dexter y él de Bravo? Tantas que había perdido la cuenta. Pero había sido él quien había alentado a Dexter para que entrenase a su hijo, a pesar de las protestas de Stefana. El tema era explosivo. En una ocasión, Dexter y Stefana estuvieron a punto de separarse por ello, y Dexter estuvo viviendo tres semanas en casa de Rule. Bravo tenía entonces siete años y Rule había ido a visitarlo varias veces, le había llevado regalos, habían ido juntos al zoo y, en una ocasión, incluso al Radio City a ver el espectáculo que allí habían montado para celebrar la Pascua. Él había ideado el mito de que Dexter estaba fuera en viaje de negocios, y Bravo nunca le había preguntado nada. Ésa fue la primera vez que Rule pudo entender la verdadera naturaleza de su relación con el crío, y se sintió embargado por una profunda emoción.

En su casa, Rule no le había dicho nada a Dexter, dejando que él llegase a sus propias conclusiones. Cuando se trataba de su familia, Dexter era la última persona que necesitaba un consejo, de modo que Rule se había limitado a proporcionarle algo más importante que eso: compañía y consuelo. El resto, pensó, se daría por añadidura. Y así había sido: Dexter regresó junto a Stefana, y el entrenamiento de Bravo continuó con redoblada intensidad.

Rule calculó que ya se encontraba bastante cerca de la orilla y se preparó, gateando hacia la parte central de la embarcación, donde no había cubierta. La bodega apestaba a pescado. El
topo
se acercaba a las rocas de la costa. Su presencia atraería a dos guardianes, quizá tres. No importaba. Él había ido allí a rescatar a Bravo y eso haría, por cualquier medio.

Bravo encontró a Paolo Zorzi a unos cien metros, apoyado contra el rompeolas y fumando lánguidamente, como si no tuviese ninguna preocupación en el mundo. Sin embargo, se irguió de inmediato cuando él lo llamó.

Zorzi lanzó el cigarrillo a medio fumar, una chispa brillante desapareciendo en medio de la niebla.

—¿Consiguió descifrar el código?

—Lamentablemente, no —mintió Bravo. Aún se mostraba cuidadoso ante el hecho de que Zorzi figurase en la lista de sospechosos de traición que había confeccionado su padre—. Necesitaré un poco más de tiempo.

Zorzi extendió las manos, sonriendo.

—No se preocupe. De eso hay aquí en abundancia.

Ambos regresaron andando hacia el monasterio bajo un cielo nebuloso, azul plateado. En el camino, Bravo contó tres guardianes; los hombres lo miraron con una curiosa mezcla de aburrimiento y ansiedad.

—Debe de tener hambre —dijo Zorzi afablemente—. Sentémonos a la mesa y después, si lo desea, puedo ayudarlo con la criptografía. Soy un experto en esa clase de cosas y tengo algunos textos seminales que puedo dejarle.

—Me interesaría ver esos libros —declaró Bravo en tono neutro. No tenía ninguna intención de permitir que Zorzi se acercase al código de su padre—. Y ahora que lo pienso, me muero de hambre.

Pasaron junto a otros dos guardias, que estaban parados a cada lado de la puerta lateral, y entraron. El olor a piedra y cera de las velas llenaba el interior sombrío. La imagen de Jesús colgaba en las paredes.

Entraron en una habitación grande. Las paredes de piedra eran anchas y carecían de cualquier clase de adorno. No había ventanas. El espacio parecía frío y amenazador, y daba la impresión de ser a la vez una fortaleza o un torreón.

Una pesada mesa de madera estaba preparada para comer, aunque no obviamente la cena, ya que se serviría mucho más tarde. No obstante, en los candelabros ardían altas velas blancas, y había varios platos servidos: un simple arroz con frutos de mar y
sarde in saor
, una antigua receta que incluía escabechar sardinas frescas en cebollas empapadas en vinagre. Era un típico plato marinero, utilizado para prevenir el escorbuto en las largas travesías por mar.

Cuando se hubieron sentado a la mesa, Zorzi sirvió vino de una botella.

—¿Qué forma tenía el código? —preguntó—. ¿Era un código de transposición o, posiblemente, una de las inteligentes variantes de sustitución de su padre?

Bravo sonrió.

—El
sarde in saor
es excelente.

—Pruebe el arroz —dijo Zorzi, nuevamente todo amabilidad—. Lo encontrará igualmente bueno o incluso mejor.

De hecho, lo era, y Bravo así lo reconoció.

Zorzi dio la impresión de estar complacido, aunque un tanto preocupado, o eso le pareció a Bravo. No estaba sorprendido, ya que sus sospechas estaban aumentando de manera exponencial. Ahora se había concentrado en el proyecto de largarse de ese lugar sin que Zorzi ni ninguno de sus secuaces lo siguieran. Aunque él todavía no había conseguido descifrar el código más reciente de su padre, sabía que tenía que salir de esa isla y alejarse de Zorzi cuanto antes.

Cuando el
topo
salió del manto de niebla, el guardián que estaba patrullando esa zona de la costa llamó inmediatamente a dos de sus compañeros, como ordenaba el protocolo establecido por Zorzi. Él les había dicho a sus hombres que su invitado no debía ser molestado bajo ninguna circunstancia, sólo el propio Zorzi podía tener acceso a él. Una orden extraña, pero ellos la siguieron al pie de la letra porque así era como se los había entrenado.

Para cuando llegaron los demás, la proa de la pequeña embarcación estaba rascando las rocas. El
topo
parecía llevar a bordo un solo pasajero. Se dirigieron a él en dialecto veneciano, luego en italiano romano, y, finalmente, en francés, sin recibir ninguna respuesta. Cuando se acercaron cautelosamente al bote, vieron que la figura estaba encorvada, un hombre mayor aferrado a un bastón para no caer hacia adelante.

Aun así, los tres estaban de guardia, y más aún mientras abordaban el
topo
, porque el anciano se levantó, aunque todavía horriblemente encorvado. Luego les habló con una voz tan fina y temblorosa que se vieron obligados a acercarse para oír qué decía:

—No les he dado permiso para que subieran a mi bote.

Su rostro estaba oculto por una máscara blanca y llevaba la
bauta
y el
tabarro
tradicionales, aunque faltaba mucho aún para que celebrasen el carnaval. La demencia de aquel hombre los hizo reír.

—Señor, se encuentra usted en la isla de San Francesco del Deserto —dijo el guardián que había avistado el
topo
—. Está invadiendo nuestra propiedad.

—Pero ¿cómo puede ser? —Ahora la voz del hombre había adquirido un desagradable tono quejumbroso—. A mí no me parece que seáis monjes franciscanos.

El guardián perdió la paciencia. Tenía cosas mejores que hacer que discutir con un viejo veneciano chiflado que creía que estaban en febrero.

—Tendrá que marcharse, viejo.

—¿Quién crees que eres para hablarme de esa manera tan descortés?

El viejo alzó el bastón con un gesto amenazador.

El guardián se echó a reír y cogió el bastón.

—Ya está bien de tonterías…

Con un movimiento increíblemente rápido, Anthony Rule retiró el brazo, liberando la fina hoja del estoque y, antes de que el guardián pudiese decir nada más, atravesó su corazón con treinta centímetros de acero afilado como una navaja.

Cuando retiró la hoja, mientras el guardián se agitaba violentamente y echaba espuma por la boca, los otros dos guardianes entraron en acción. Se acercaron a Rule simultáneamente desde derecha e izquierda. Él hizo una finta hacia la derecha, se movió hacia la izquierda y atravesó limpiamente al segundo guardián con su bastón-espada. Pero ahora el tercero golpeó violentamente la mano que sostenía el bastón, dejándosela entumecida, y la espada cayó sobre la cubierta.

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