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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (71 page)

BOOK: El testamento
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Bravo apenas si le prestó atención.

—Necesito el código para Munich, Alemania —dijo, porque allí debía de ser diferente que en Inglaterra.

Marcó el número y, cuando oyó la voz grave de un hombre al otro lado de la línea, tuvo la sensación de que el suelo se abría bajo sus pies. La pesadilla lo golpeó con una mueca espantosa.

La voz que sonaba en su oído era la de Karl Wassersturm. Era a los hermanos Wassersturm a quienes el tío Tony había estado transmitiéndoles el código oculto en sus informes. Con su memoria eidética consiguió recuperar parte de la conversación que había mantenido con Camille mientras se dirigían hacia Saint Malo:

—Los Wassersturm estaban furiosos cuando el trato se les fue al garete —dijo Camille en su mente—. Jordan estaba preocupado ante la posibilidad de que ellos fueran a por ti para vengarse. Lo que hizo que se intranquilizara de ese modo fue que estuvo tres días en Munich trabajando en otro acuerdo con ellos sólo para que se calmasen.

—Jordan no tendría que haber hecho eso; no hay ninguna razón para que nos fiemos de ellos.

Camille se había echado a reír.

—Ya conoces a Jordan. Si así puede conseguir lo que se propone, es capaz hasta de hacer un trato con el diablo.

Pero la cuestión era —lo que había quedado grabado en la mente de Bravo, lo que no había llegado a entender— que Jordan debería haber sabido que no podía hacer negocios con los Wassersturm, no importaba los términos que ellos le ofrecieran. Esos tipos eran muy peligrosos y se relacionaban con traficantes de armas y, posiblemente, terroristas.

—Karl, soy Jordan.

Bravo habló en alemán, imitando el tono de voz de Jordan y su ligero acento francés.

—¿Por qué estás usando esta línea? —pregunto Wassersturm con sus modales bruscos y directos—. Acordamos que sólo la utilizaríamos para transmitirla… información.

Ahí estaba la razón, la conexión entre los Wassersturm y Jordan, revelada en toda su horrible gloria.

—Este mes no has enviado nada, ¿verdad? —dijo Bravo en tono sombrío.

—Ya sabes, siempre puntual como un reloj. —La ansiedad era evidente en la voz de Karl Wassersturm—. Tú recibes la información minutos después de que yo la haya extraído de la transmisión, casi sin demora; así fue cómo tú lo organizaste. No es culpa mía, te lo aseguro. Este mes no ha llegado ninguna transmisión.

—Si me estás ocultando algo, Karl, te juro que…

—No, Jordan, en absoluto. Ese pensamiento jamás se me pasó por la cabeza. Tú mismo me lo dijiste, ¿verdad? Es tu código. Yo no lo entiendo, tú me dijiste que no podía ser descifrado, ¿qué ganaría yo ocultándote algo?

—Absolutamente nada —dijo Bravo con la voz más dura de Jordan Muhlmann—. No olvides eso, Karl. Estaremos en contacto.

Arrojó el teléfono móvil al otro lado de la habitación. Abrumado por el horror personal, la inimaginable traición que lo miraba a la cara, Bravo ocultó la cabeza entre las manos.

El camión de Cornadoro estaba vacío cuando el coche de Camille y Jenny se detuvo detrás de él. Jenny, con la pistola Witness que le había comprado a Mijaíl Kartli, salió del coche y realizó una búsqueda minuciosa. Cuando Camille se reunió con ella ya había encontrado algo interesante.

Sacó la caja metálica abollada que había debajo del asiento delantero del camión.

—Mira esto —dijo, abriendo la tapa. En su interior había tres capas de maquillaje escénico; trozos de pelo de diferentes colores para cejas, bigotes, barba; pequeñas cajas de plástico que contenían lentillas de colores.

Camille, revisando el surtido de narices, barbilla, mejillas y orejas protésicas, preguntó:

—¿Qué significa todo esto?

Jenny ya había sacado su teléfono móvil y pulsaba una y otra vez la tecla de marcación rápida sin obtener respuesta.

—Mierda, no contesta —exclamó, y de pronto echó a correr hacia los edificios del complejo.

Camille sabía exactamente lo que significaba el contenido de esa caja metálica. Había visto a Damon con varios de sus disfraces y sabía que era un experto cambiando de apariencia, razón por la cual la orden nunca había sido capaz de obtener una fotografía fiel de él. Mientras corría tras Jenny, Camille consideró sus opciones. Naturalmente, podía detener a la chica en ese mismo instante, como lo había hecho en el corredor de la iglesia de l'Angelo Nicolò, justo antes de asesinar al padre Mosto. Pero eso sería una estupidez. Ahora necesitaba a Jenny como cebo para atraer a Bravo. A quien no necesitaba era a Damon vagando por allí, matando gente a diestro y siniestro. Hasta el momento le había resultado útil, pero la situación había cambiado drásticamente, y cualquier general que no fuese incapaz de alterar el plan de batalla según el desarrollo del combate estaba condenado a la derrota.

—Mi mejor amigo es actor. He visto antes esos chismes —dijo Camille cuando alcanzó a Jenny—. Vi qué era lo que faltaba y creo que sé cuál es su aspecto ahora.

Camille tenía razón, pensó Bravo, aunque de un modo que ella no podía saber. Jordan, efectivamente, había hecho un trato con el diablo. Él no había sido engañado por Damon Cornadoro; él había contratado a Damon Cornadoro. Jordan, su mejor amigo, era un caballero de San Clemente, y no sólo un simple caballero sino el jefe, porque él era el arquitecto, era él quien estaba detrás de todo el plan: el asesinato de Dexter, el ataque concertado contra la Haute Cour, la búsqueda de los secretos que estaban en posesión de la orden.

Bravo soltó un gruñido. Y, para rematarlo, él había estado trabajando en Lusignan et Cie., para Jordan, afanándose durante años en la corporación del enemigo. ¿Y si Jordan le había encargado tareas que habían destruido negocios que pertenecían secretamente a miembros de la orden? Santo Dios, ¿había estado haciendo también él el trabajo del diablo?

No quería creerlo, no podía creerlo, todavía no, era algo demasiado grande, demasiado terrible, era impensable. Y, sin embargo, las pruebas eran irrefutables. Eso no podía estar pasando, no a él. Pero, en ese caso, la negación era mortal. Bravo lo sabía, y se sacudió, obligándose a llegar a un acuerdo con una verdad que jamás habría imaginado que un día se vería obligado a afrontar.

¿Cómo entender la naturaleza de un ser humano que podía ser tan falso, tan hipócrita? Su mejor amigo, su enemigo más implacable. Era como si el sol de pronto hubiese empezado a salir por el oeste o los océanos se hubieran convertido en piedra. Pero al dar un paso mental hacia atrás, le gustase o no, se sintió impresionado por la genialidad de Jordan: ¿qué mejor lugar para acampar que en la puerta de su enemigo, qué mejor posición ventajosa desde la cual observar y planear el orden de la batalla?

Y, con esta toma de conciencia, llegó el principio de la aceptación, una tristeza tan profunda que le dejó un dolor en el pecho.

Levantó la cabeza y un pensamiento terrible afloró a la superficie: ¿y si Camille lo sabía todo, si formaba parte del plan de Jordan? ¿Por qué no? Estaban unidos, ella trabajaba en Lusignan et Cie., haría cualquier cosa por su hijo, ella misma se lo había dicho más de una vez. ¿Incluso el trabajo del diablo? Bravo no lo sabía. Su reacción al enterarse de la identidad de Cornadoro parecía bastante sincera, pero ¿cómo podía saberlo con certeza?

Sintió la rápida y amarga punzada de la paranoia. Oyó la voz de su padre, como si llegase desde muy lejos, acercándose con cada latido de su corazón: «La paranoia es una habilidad que debe desarrollarse en algunas profesiones —le había dicho Dexter—. Lo mejor de ser paranoico es que no te sentirás afectado por el fracaso». ¿A qué profesión se refería su padre?, se había preguntado el joven Bravo. Ahora lo sabía. Tendría que mostrarse cauteloso con Camille, medir sus reacciones bajo una luz diferente hasta que ella demostrase, de un modo u otro, sus lealtades.

De pronto un ruido terrible hizo temblar las paredes y sacudió los aparatos electrónicos en sus estantes. Era como si una bomba hubiese estallado en la zona del apartamento más allá de la puerta oculta de la nevera. Bravo se levantó de un salto y Khalif hizo lo propio. Tres siniestros estampidos llegaron en rápida sucesión: disparos de una pistola, el sonido era inconfundible. Un momento después, algo duro y pesado impactó contra el frente de la nevera.

Khalif corrió hacia los equipos electrónicos y, mientras los golpes se sucedían rítmicamente, comenzó a pulsar una serie de botones rápida y metódicamente.

—Estoy borrando todos los discos duros —dijo tanto para sí mismo como para Bravo—. Tengo todos los datos críticos en copias de seguridad en otra parte. —Luego descorrió unas de las cortinas que oscurecían la habitación, accionó dos palancas de metal y liberó así el panel de madera contrachapada que había fijado a la ventana. Juntos bajaron el panel.

Khalif abrió la ventana y en la estancia penetró de repente un estallido de ruido y un minitornado de polvo de cemento procedente de la obra de limpieza exterior. Debajo había un reborde inclinado de cemento, apenas un poco más que una cinta decorativa en la fachada lisa. Era tan estrecho que no había espacio para el error: un paso en falso lo enviaría a una muerte segura varios metros más abajo.

Los golpes al otro lado de la nevera eran ahora más estridentes, más inmediatamente amenazadores.

Bravo lo dudó apenas un segundo antes de seguir a Khalif al estrecho reborde. Este último ya había comenzado a alejarse hacia la derecha, en dirección a la esquina del edificio. A Bravo se le antojó que era un camino muy largo, aunque no debían de ser más de diez metros. ¿Adonde iba Khalif? ¿Hacia una ventana en otro apartamento de esa misma planta? Eso no haría más que postergar lo inevitable.

Bravo observó a Khalif y, al igual que él, evitó mirar hacia abajo. En cambio, se concentró en mantener una mano contra los bloques de cemento de la fachada, colocando un pie delante del otro. Una súbita ráfaga de viento se arremolinó contra la fachada, alcanzándolo en el costado izquierdo, obligándolo a detenerse y a permanecer inmóvil hasta que el viento se calmó.

Khalif llegó a la esquina del edificio y desapareció por el otro lado. Reuniendo todo su valor, Bravo lo siguió, aferrándose a la esquina de la fachada y deslizándose alrededor de ella.

Un poco más allá pudo ver el andamio de madera de los trabajadores de mantenimiento. Su visión estaba distorsionada por la envoltura de plástico que los hombres habían colocado en un vano esfuerzo por mantener el polvo de cemento parcialmente controlado. Bravo pudo distinguir dos figuras vestidas con monos de trabajo, los rostros cubiertos con gafas protectoras y mascarillas que mantenían limpios sus pulmones. Uno de ellos estaba agachado, sosteniendo la pesada máquina que lanzaba el chorro de arena; trabajaba de forma lenta y minuciosa. El otro, justo detrás de él, estaba inclinado sobre la cuerda del andamio que hacía las veces de barandilla, presumiblemente llamando a los trabajadores que estaban abajo. Parecían hombres mayores con el pelo blanco por el polvo.

Khalif había llegado al borde del andamio. Apartó a un lado el plástico protector. Cuando pasó por encima de la cuerda, el trabajador que estaba más cerca de él se volvió y agitó un brazo indicándole que se marchara. Khalif lo ignoró y el hombre dejó la máquina en el suelo del andamio.

Khalif estaba tratando de explicarle la situación, pero el generador eléctrico que accionaba la máquina seguía produciendo un ruido ensordecedor, y era evidente que el hombre no oía lo que le decía. Para entonces, Bravo también había llegado al andamio. Los dos hombres estaban tan cerca que Bravo no podía ver al trabajador que se encontraba detrás. Aún estaba inclinado sobre la cuerda mirando hacia abajo, pero ahora, sin la interferencia del plástico, Bravo pudo ver sus manos ensangrentadas, su boca ensangrentada, su cuello ensangrentado, rajado de un extremo al otro.

Bravo saltó hacia adelante. El primer trabajador se estaba quitando la mascarilla, un gesto natural en lo que a Khalif concernía. Obviamente, el hombre quería oír lo que el turco le estaba diciendo. Pero Bravo sabía que el movimiento era un truco, una distracción, ya que, mientras la mirada de Khalif se dirigía a su rostro, el hombre sacó un cuchillo de remate de uno de los bolsillos de su mono.

—¡Ese hombre es Cornadoro! —gritó Bravo.

Khalif retrocedió, pero Cornadoro ya estaba moviendo el cuchillo y el arco de la hoja alcanzó el pecho del turco. Khalif giró, apoyándose pesadamente sobre la cuerda mientras la hoja del cuchillo desgarraba el algodón ligero de su camisa, desnudando su carne. Pero la hoja siguió su camino y el arco se hizo más grande, hasta que su blanco se hizo evidente.

El acero afilado cortó la cuerda que hacía las veces de barandilla contra la que Khalif estaba apoyado. Sus brazos se extendieron cuando perdió el equilibrio. Bravo se lanzó hacia adelante tratando de agarrar sus manos, pero era demasiado tarde, y sus dedos se cerraron en el aire. Mirando por encima del borde del andamio vio que Khalif estaba aferrado al extremo de la cuerda cortada, balanceándose debajo del andamio. Once pisos más abajo alcanzó a ver a Jenny y a Camille que corrían hacia el edificio.

Bravo se lanzó hacia la cuerda con la esperanza de izar al turco hasta el andamio, pero Cornadoro blandió su cuchillo de remate y lo hizo girar delante de él, obligando a Bravo a apartarse del borde, lejos de la única posición desde la que podía salvar a Khalif de una caída mortal.

Cornadoro pateó entonces a Bravo con su pie derecho y lo empujó debajo de la cuerda en el borde interior del andamio y hacia el costado del bloque. El andamio se meció, golpeando contra la fachada de cemento mientras Bravo trataba de no caer al vacío por la abertura que había entre el andamio y el edificio.

Cornadoro lo golpeó cuando Bravo se apoyó en una rodilla para levantarse, luego lo cogió con fuerza y lo alzó. Sus rostros estaban muy cerca. Bravo podía oler el hedor animal de aquel hombre, podía sentir el calor de su sed de sangre y algo más, algo frío e indiferente: la ausencia total de miedo.

—Quiero saber dónde está el escondite de los secretos. —La voz de Cornadoro era como una lima cortando la piel de Bravo—. ¿Dónde está? Lo quiero. ¿Dónde está? —Arrojó violentamente a Bravo contra el costado del edificio—. Dame esa información o te juro por Dios que te arrancaré los brazos y las piernas. Dejarás de ser un hombre, o peor. Cuando acabe contigo ni siquiera serás humano, me implorarás que te mate.

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