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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

El traje del muerto (45 page)

BOOK: El traje del muerto
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—No comprendo —dijo Jude—. ¿No quiere hablar conmigo sobre lo que ocurrió en Florida?

Ella pestañeó rápidamente, y por un momento le estuvo mirando con gesto de inconfundible perplejidad. Luego la mirada de ojos fríos se reafirmó y se volvió todavía más fría.

—¿Sucedió algo en Florida? ¿Algo que yo deba saber, Jude?

De modo que no había ninguna orden judicial contra él en Florida. Eso no tenía sentido. Había atacado a una mujer y a su hija, le habían disparado, se había producido una colisión de vehículos... Pero si fuera un hombre buscado en Florida, Nan ya estaría al tanto de ello. Ya estaría pensando en su declaración.

La letrada continuó:

—Viniste al sur para ver a tu padre antes de que falleciera. Tuviste un accidente al llegar a su granja. Mientras paseabas al perro por el arcén de la carretera, los dos fuisteis atropellados. Una inimaginable secuencia de hechos desdichados, eso fue lo que ocurrió. Ninguna otra cosa tiene sentido.

La puerta se abrió y Jackson Browne curioseó el interior de la habitación. Jude le vio una marca roja de nacimiento en el cuello, una mancha rojiza con la forma irregular de una mano de tres dedos. Cuando habló, su voz era una especie de bocina de bufón, con los tonos propios de un campesino sureño:

—Señor Coyne. ¿Todavía con nosotros?

—Su mirada penetrante saltó de Jude a Nan Shreve, que estaba junto a él—. Su empresa discográfica estará desilusionada. Supongo que ya estaban preparando el disco de homenaje. —Al decirlo empezó a reírse, hasta que tosió y pestañeó con los ojos llorosos—. Señora Shreve, no la he visto en el vestíbulo. —Lo dijo en un tono bastante jovial, pero la manera en que la miró, con los ojos entrecerrados y suspicaces, sonaba casi como una acusación—. Tampoco la enfermera de recepción. Dijo que no la había visto.

—He saludado con la mano al entrar —explicó Nan.

—Entre —le invitó Jude—. Nan me ha dicho que quiere hablar conmigo.

—Debería arrestarlo —dijo el detective Quinn.

El pulso de Jude se aceleró, pero su voz, cuando habló, era suave y apacible:

—¿Por qué?

—Por sus últimos tres discos —dijo Quinn—. Tengo dos hijas, y los escuchan todo el tiempo, a todo volumen, hasta que las paredes tiemblan y los platos tintinean y yo noto que estoy al borde de perpetrar actos de violencia doméstica, ¿me comprende? Y además contra mis encantadoras y divertidas hijas, a las que no sería capaz de dañar en condiciones normales. —Suspiró, usó la corbata para secarse la frente, se acercó al pie de la cama. Le ofreció a Jude el último chicle que le quedaba. Cuando el cantante lo rechazó, Quinn se lo metió rápidamente en la boca y empezó a mascar—. En fin. Uno tiene que amarlas hagan lo que hagan, sin que importe lo mucho que te saquen de quicio a veces.

—Así es —confirmó Jude.

—Sólo unas pocas preguntas —comenzó Quinn, sacando una libreta del bolsillo interior de su chaqueta—. Empecemos por lo ocurrido antes de que llegara a la casa de su padre. Tuvo un accidente y el conductor se fugó, ¿no? Un día horrible para usted y su amiga, ¿eh? Y luego su padre le ataca. Por supuesto, por su aspecto y las condiciones en las que él se encontraba, pensaría que era... No sé. Un asesino que venía a saquear su granja. Un espíritu maligno. De todas maneras, no entiendo por qué no fue a un hospital después del accidente en el que perdió el dedo.

—No hay misterio —respondió Jude—. No estábamos lejos de la casa de mi padre, y yo sabía que mi tía estaba allí. Es enfermera titulada.

—¿Ah, sí? Cuénteme cómo era el coche que lo atropello.

—Una furgoneta —explicó Jude—. Una furgoneta. —Miró a Nan, que asintió levemente con la cabeza, observándole con sus ojos atentos y seguros. Jude respiró profundamente y empezó a mentir.

Capítulo 51

Antes de abandonar la habitación, Nan se detuvo al llegar a la puerta, y se dio la vuelta para mirar a Jude. Tenía otra vez en la cara aquella sonrisa tensa, forzada, que tanto entristecía al cantante.

—Es verdaderamente hermosa, Jude —dijo Nan—. Y te ama. Se le nota en la manera que tiene de hablar de ti. Charlé con ella. Sólo un momento, pero..., pero una se da cuenta. Ella es Georgia, ¿no? —Los ojos de Nan eran ahora tímidos, dolientes y afectuosos, todo al mismo tiempo. Había hecho la pregunta como si no estuviera segura de querer realmente conocer la respuesta.

—Marybeth —dijo Jude con firmeza—. Su nombre es Marybeth.

Capítulo 52

Dos semanas después estaban en Nueva York para el servicio religioso en memoria de Danny. Marybeth llevaba un fular negro alrededor del cuello, que hacía juego con los oscuros guantes de encaje. La tarde se había presentado ventosa y fría, pero acudió mucha gente a pesar de ello. Parecía que todas las personas con las que Danny había conversado, chismorreado o hablado por teléfono alguna vez estaban allí. Eran muchas. Ninguna de ellas se apresuró para irse, ni siquiera cuando comenzó a llover.

Capítulo 53

Cuando llegó la primavera, Jude grabó un disco, muy despojado de cualquier adorno, casi completamente acústico. Cantaba a los muertos, a los caminos en la noche. Otros músicos tocaban los punteos de guitarra. Podía manejar el ritmo, pero eso era todo. Se había visto obligado a hacer de nuevo los acordes con la izquierda, como en su infancia. Y no se le daba tan bien con esa mano.

El nuevo CD se vendió bien. No realizó ninguna gira. En lugar de ello le hicieron un triple bypass.

Marybeth enseñaba danza en un gimnasio elegante de High Plains. Sus clases siempre estaban llenas de gente.

Capítulo 54

Marybeth encontró un Dodge Charger abandonado en un almacén de chatarra local, y lo compró por trescientos dólares. Jude pasó el verano siguiente sudando en el jardín, sin camisa, reconstruyéndolo. Él entraba en la casa tarde todas las noches, tostado por el sol, todo el cuerpo menos la brillante cicatriz plateada que tenía en el centro del pecho. Marybeth le esperaba siempre en la puerta, con un vaso de limonada casera en la mano. A veces intercambiaban un beso, que sabía a refresco y aceite de motor. Eran sus besos favoritos.

Capítulo 55

Una tarde, a finales de agosto, Jude entró en la casa, como siempre sudoroso y bronceado por el sol, y encontró un mensaje de Nan en el contestador. Le decía que tenía una información importante para él y que la llamara en cuanto pudiera. En ese momento podía, y la llamó a su oficina. Se sentó en el borde del viejo escritorio de Danny mientras la secretaria de Nan le ponía al habla con su jefa.

—Me temo que no tengo mucho que decirte sobre esa persona, George Ruger —informó Nan sin ningún preámbulo—. Querías saber si su nombre figura en algún proceso penal del año pasado, y la respuesta es que parece que no. Tal vez si me dieras más información, como cuál es exactamente la razón de tu interés por él...

—No. No te preocupes —dijo Jude.

Así que Ruger no había hecho ningún tipo de denuncia ante las autoridades; no le sorprendía. Si pensara acusarlo de algo o tratara de hacer que lo detuvieran, Jude ya se habría enterado a esas alturas. En realidad, no esperó en ningún momento que Nan consiguiera algo. Ruger no podía hablar sobre lo que él le había hecho sin arriesgarse a que se conociera lo de Marybeth, a que se supiera que él se había acostado con ella cuando todavía estaba en la escuela secundaria. El hombre era, recordó Jude, una figura importante de la política local. Era difícil seguir siéndolo, e incluso pertenecer al partido, después de ser acusado de estupro.

—He tenido un poco más de suerte en lo que se refiere a Jessica Price.

—Vaya —reaccionó Jude. El mero hecho de escuchar su nombre hizo que se le encogiera el estómago.

Cuando Nan habló otra vez, lo hizo en un tono falsamente informal, demasiado frío como para ser persuasivo.

—Esa tal Price está siendo investigada por poner en peligro a una niña, y por abuso sexual. Su propia hija, imagínate. Parece ser que la policía fue a su casa después de que alguien llamara para informar de un accidente. Price lanzó su coche, adrede, sobre el vehículo de otra persona, delante de su propia casa, a sesenta kilómetros por hora. Cuando la policía llegó al lugar, la encontraron inconsciente, todavía al volante. Su hija estaba dentro de la casa con un arma de fuego en la mano y un perro muerto en el suelo.

Nan hizo una pausa para dar a Jude la oportunidad de hacer algún comentario, pero él no tenía nada que decir.

La abogada continuó:

—Quienquiera que fuese la víctima de Price, huyó. Nunca fue hallada.

—¿Price no lo dijo? ¿Qué es lo que ella cuenta?

—Nada. La policía logró calmar a la niña y quitarle el arma. Cuando registraron la casa encontraron un sobre escondido en el forro de terciopelo de la caja de la pistola. Contenía varias fotos Polaroid de la niña. Escenas que eran delictivas. Algo horrible. Aparentemente, pueden probar que fue la madre quien las tomó. Podrían encerrar a Jessica Price por lo menos unos diez años. Y tengo entendido que su hija sólo tiene trece años. Qué cosa más espantosa, ¿no?

—Espantosa —coincidió Jude—. Espantosa, efectivamente.

—¿Puedes creer que todo esto, el accidente de coche de Jessica Price, lo del perro muerto, las fotos, ocurrió el mismo día en que tu padre murió en Luisiana?

Otra vez Jude decidió no responder... El silencio le hacía sentirse más seguro.

Nan continuó:

—Siguiendo el consejo de su abogado, Jessica Price ha decidido ejercer su derecho legal de permanecer en silencio. No ha dicho una palabra desde que fue arrestada. Lo cual es bueno para ella. Y también es un golpe de suerte para quien estuviera allí. Ya sabes..., con el perro.

Jude sostuvo el auricular en la oreja. Nan permaneció en silencio durante tanto tiempo que él empezó a preguntarse si la comunicación se había cortado.

Finalmente, sólo para ver si ella seguía en la línea, habló:

—¿Eso es todo?

—No, hay otra cosa —dijo Nan. Su tono era perfectamente inexpresivo—. Un carpintero que trabajaba en la misma calle dijo que vio a un par de sospechosos en un coche negro escondido por allí, unas horas antes, ese mismo día. Dijo que el conductor era la viva imagen del vocalista de Metallica.

Jude tuvo que reírse.

Capítulo 56

El segundo fin de semana de noviembre, el Dodge Charger se alejó del atrio de la iglesia por un camino de polvo de arcilla roja, en Georgia, con latas repiqueteando en la parte trasera. Bammy se metió los dedos en la boca y silbó groseramente.

Capítulo 57

En otoño fueron a las islas Fiji. Y exactamente un año despues visitaron Grecia. En octubre viajaron a Hawai, donde pasaron diez horas diarias en una playa de arena negra. Nápoles, al año siguiente, fue todavía mejor. Su intención era estar una semana y se quedaron un mes.

En el otoño de su quinto aniversario no fueron a ninguna parte. Jude había comprado unos cachorros y no quería apartarse de ellos. Un día que se había presentado frío y lluvioso, el cantante fue con sus nuevos perros hasta la entrada de la casa, para recoger el correo. Mientras sacaba los sobres del buzón, al otro lado del portón de entrada, vio pasar una vieja y destartalada furgoneta. Marchaba ruidosamente por la autopista, lo cual hizo que a Jude le corriera un sudor frío por la espalda. Cuando se volvió para observarla alejarse, vio a Anna, que lo miraba desde el otro lado del camino. Sintió una aguda desazón en el pecho. Permaneció largo rato sin aliento.

Ella se apartó un mechón de pelo rubio de los ojos y vio que en realidad era una mujer más baja, con un cuerpo más atlético que el de Anna. Apenas una niña, de dieciocho años como máximo. Levantó la mano a modo de tímido saludo. El respondió haciendo un gesto para que se acercara.

—Hola, señor Coyne —le saludó.

—Reese, ¿verdad? —Jude la había reconocido.

La niña asintió con la cabeza. No llevaba sombrero y tenía el pelo mojado. Su chaqueta vaquera estaba empapada. Los cachorros se lanzaron alegremente sobre ella, que retrocedió riéndose.

—Jimmy —ordenó Jude—. Robert. Abajo. Disculpa. Son unos maleducados, estos perros. Todavía no les he enseñado buenos modales. ¿Quieres entrar?

—Ella temblaba un poco—. Estás empapada. Pareces enferma, te vas a morir.

—¿Será contagioso? —preguntó Reese.

—Sí —respondió Jude—. Hay una epidemia por esta zona. Tarde o temprano todo el mundo la sufre. Es raro, pero aquí nadie vive eternamente.

La llevó a la casa y a la cocina oscura. Se estaba preguntando cómo habría llegado la chiquilla hasta él, cuando Marybeth habló desde la escalera. Quería saber quién estaba allí con él.

—Reese Price —respondió Jude—. De Testament, Florida. La hija de Jessica Price.

Por un momento se hizo el silencio arriba. Luego, Marybeth bajó los escalones sin ruido, y se detuvo al pie de la escalera. Jude encontró el interruptor de las luces junto a la puerta. Las encendió.

En la súbita luminosidad que se produjo, Marybeth y Reese se miraron sin hablar. La cara de Marybeth permanecía impasible, era difícil de interpretar. Con ojos inquisitivos, Reese miró la cara de la mujer, y de ahí pasó al cuello, a la media luna blanca plateada de tejido cicatrizado alrededor de su garganta.

Reese sacó los brazos de las mangas de su chaqueta y se abrazó a sí misma. Estaba chorreando y empezaba a formarse un charco de agua a sus pies.

—Santo cielo, Jude —exclamó Marybeth—. Ve y tráele una toalla.

Jude fue a por una toalla al baño de la planta baja. Cuando regresó a la cocina con ella en la mano, había agua calentándose y Reese estaba sentada en el centro de la estancia, hablando a Marybeth de los estudiantes rusos en viaje de intercambio que la habían llevado desde Nueva York, unos chicos que no habían parado de hablar de su visita al edificio del Empire State, confundiendo de manera muy graciosa las palabras.

Marybeth le preparó chocolate caliente y un bocadillo de queso fundido y tomate, mientras Jude se sentaba con Reese junto a la encimera. La antigua Georgia se mostraba relajada y amistosa, riéndose alegremente con los relatos de Reese, como si fuera la cosa más natural del mundo ser la anfitriona de una niña que le había arrancado un trozo de mano a su marido de un disparo.

Las mujeres dominaron la conversación. Reese iba de viaje a Búfalo, donde se encontraría con amigos para ver y escuchar a 50 Cent y Eminem. Luego viajarían al Niágara. Uno de los amigos había comprado una vieja casa flotante. Su idea era vivir allí. Eran media docena de jóvenes. Había una gran balsa que necesitaba reparaciones. Tenían pensado arreglarla y venderla. Reese estaba a cargo de la pintura. Se le había ocurrido una gran idea para un mural que quería pintar en un costado. Ya tenía los bocetos. Sacó un cuaderno de dibujo de la mochila y les mostró algunos de sus trabajos. Sus ilustraciones eran un poco torpes, pero llamativas. Imágenes de mujeres desnudas, ancianos ciegos y guitarras, distribuidas en complejos patrones entrelazados. Si no podían vender la balsa, la usarían para poner un negocio, de pizza o de tatuajes. Reese sabía mucho de tatuajes y había practicado consigo misma. Se levantó la blusa para mostrarles el dibujo tatuado de una serpiente pálida y delgada, que rodeaba el ombligo mordiéndose la cola.

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