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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El trono de diamante (29 page)

BOOK: El trono de diamante
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—¡Magnífico! —exclamó Talen, excitado—. ¿Y a continuación nuestros ejércitos invadieron Zemoch?

—Se encontraban demasiado exhaustos —le explicó Berit—. Habían ganado la batalla, pero sufrieron grandes pérdidas. La mitad de los caballeros de la Iglesia yacían sobre el campo de batalla, y entre las fuerzas de los reyes elenios se contaban los muertos por centenas.

—Hubieran podido intentar algo, ¿no?

Berit cabeceó para asentir.

—Cuidaron de los heridos y enterraron a los muertos. Después regresaron a sus casas.

—¿Ése fue el final? —preguntó incrédulamente Talen—. Ésta no es una buena historia si se limitaron a eso.

—No tenían alternativa. Habían reclutado a todos los hombres capaces de los reinos occidentales, con lo que habían dejado los campos abandonados. El invierno acechaba y no tenían alimentos. Lograron salir con vida de aquella estación, pero habían perecido demasiados hombres y muchos otros quedaron lisiados, de forma que, cuando llegó la primavera, no había suficientes brazos, ni en Occidente ni en Zemoch, para plantar las nuevas cosechas. El resultado de aquella situación fue la miseria. Durante un siglo, la única preocupación en Eosia consistió en poder llevar un bocado a la boca. Se relegaron las espadas y las lanzas, y los caballos de guerra sirvieron de mulos de carga.

—En los relatos que he escuchado nunca se describían ese tipo de desgracias —comentó sarcásticamente Talen.

—Porque sólo eran cuentos —explicó Berit—. Lo que te narro sucedió realmente. Lo cierto es —continuó— que la guerra y el hambre consiguiente provocaron grandes cambios. Las órdenes militares se vieron obligadas a trabajar la tierra junto a la plebe y gradualmente se distanciaron de la Iglesia. Excusadme, Su Ilustrísima —dijo a Dolmant—, pero, en aquel tiempo, la jerarquía se hallaba demasiado apartada de la problemática del pueblo como para comprender y compartir sus sufrimientos.

—No es necesario que os disculpéis —respondió tristemente Dolmant—. La Iglesia ha reconocido abiertamente los errores en que incurrió durante ese período.

—Paulatinamente los caballeros de la Iglesia se secularizaron —continuó Berit—. El objetivo original de la jerarquía había aspirado a que los caballeros fueran monjes armados y que, cuando no se dedicaran a la guerra, vivieran en sus castillos conventuales. Esa idea comenzó a difuminarse. Las enormes bajas producidas entre sus miembros hacían necesario hallar una nueva fuente de reclutamiento. Los preceptores se desplazaron a Chyrellos para exponer el problema. El principal obstáculo que frenaba a todos los que aspiraban a pertenecer a las órdenes había sido siempre el voto de celibato. Ante la insistencia de los dirigentes, se accedió a retirar esa normativa y permitir que los caballeros de la Iglesia pudieran casarse y tener hijos.

—¿Estáis casado vos, Sparhawk? —preguntó de repente Talen.

—No —repuso el caballero.

—¿Por qué no?

—No ha encontrado a ninguna mujer tan tonta como para estar dispuesta a aguantarlo —explicó Kalten riendo—. En primer lugar, no resulta nada atractivo, y, además, tiene muy mal genio.

Talen miró a Berit.

—¿Has finalizado la historia? —preguntó descontento—. Un relato ha de tener siempre un desenlace, algo como «y vivieron felices hasta el fin de sus días». El vuestro termina sin llegar a una conclusión.

—La historia no se detiene nunca, Talen, y por eso no tiene fin. Actualmente las órdenes militares están más comprometidas con los asuntos políticos que con el gobierno de la Iglesia, y nadie puede prever qué les depara el futuro.

—Vuestras palabras son demasiado ciertas —convino Dolmant con un suspiro—. Preferiría que las cosas hubieran sucedido de otro modo, pero tal vez Dios tenga sus motivos para disponer los acontecimientos de esta manera.

—Un momento —objetó Talen—. Todo esto empezó cuando intentabais explicarme quién era Otha y dónde estaba Zemoch. No habéis mencionado ninguno de los dos nombres en la última parte de la narración. ¿Por qué os preocupan ahora?

—Otha ha vuelto a movilizar sus ejércitos —le respondió Sparhawk.

—¿Y qué medidas ha tomado al respecto nuestro bando?

—De momento, observamos sus movimientos. Si ataca de nuevo, le haremos frente como lo hicimos anteriormente. —Sparhawk miró las hierbas amarillentas que reflejaban a su alrededor el brillo del sol de la mañana—. Si queremos llegar a Chyrellos antes de que acabe el mes, debemos avanzar un poco más deprisa —añadió, al tiempo que espoleaba a
Faran
.

Cabalgaron en dirección este durante tres días, y cada noche se albergaban en posadas de viajeros. Sparhawk experimentaba un cierto regocijo tolerante cada vez que Talen, inspirado por las enseñanzas de Berit sobre historia antigua, descabezaba cardos con un palo a su paso.

Mediada la tarde del tercer día coronaron una larga colina que dominaba la vasta extensión ocupada por Chyrellos, la sede de la Iglesia elenia. La ciudad no formaba parte de ningún reino específico y se asentaba en la intersección de las fronteras de Elenia, Arcium, Cammoria, Lamorkand y Kelosia. Constituía, con diferencia, la mayor ciudad de Eosia. Debido a su condición de ciudad religiosa, se alzaban los campanarios y domos por doquier, y, a determinadas horas del día, las campanas llenaban el aire con su tañido para llamar a plegaria a los fieles. No obstante, ninguna urbe tan importante podía estar totalmente consagrada al culto. El comercio, casi de forma equiparada a la religión, dominaba la sociedad, y los palacios de los ricos mercaderes rivalizaban en esplendor y opulencia con los de los patriarcas de la Iglesia. Sin embargo, el núcleo central de la población lo ostentaba la basílica de Chyrellos, una enorme catedral de rutilante mármol erigida para glorificar a Dios. El incalculable poder que emanaba de la basílica repercutía en las vidas de todos los elenios, desde los habitantes de los yermos helados del norte de Thalesia a la gente de los desiertos de Rendor.

Talen, que hasta entonces no había salido nunca de Cimmura, contemplaba boquiabierto la magnífica ciudad que se extendía ante ellos, resplandeciente bajo el sol invernal.

—¡Dios me valga! —musitó casi con reverencia.

—Sí —asintió Dolmant—. Dios es bondad y ésta es una de sus más espléndidas obras.

Por su parte, Flauta no parecía impresionada en absoluto; por el contrario, tras llevarse su instrumento a los labios, comenzó a interpretar una pequeña melodía burlona como si quisiera restar valor a la magnificencia de Chyrellos.

—¿Deseáis ir directamente a la basílica, Su Ilustrísima? —inquirió Sparhawk.

—No —respondió Dolmant—. El viaje ha sido agotador y necesito restablecer el pleno rendimiento de mis facultades antes de exponer este asunto a la jerarquía. Annias dispone de muchos amigos en los consejos superiores de la Iglesia y no van a escuchar de buen grado mis noticias.

—No pueden dudar de vuestras palabras, Su Ilustrísima.

—Tal vez no, pero pueden intentar tergiversarlas. —Dolmant se acarició pensativo el lóbulo de la oreja—. Creo que mi informe tendría más peso si alguien lo corroborase. ¿Qué tal se os dan las apariciones en público?

—Sólo le interesan si en ellas tiene la oportunidad de practicar con la espada —repuso Kalten.

—Venid a mi casa mañana, Sparhawk —pidió Dolmant con una leve sonrisa—. Consideraremos la orientación de vuestro testimonio.

—¿Vuestra propuesta entra dentro de la absoluta legalidad, Su Ilustrísima? —preguntó Sparhawk.

—No intentaré que mintáis bajo juramento, Sparhawk. Lo único que deseo sugeriros es la manera de formular las respuestas a ciertas cuestiones. —Sonrió de nuevo—. No quiero que me deis una sorpresa delante de la jerarquía. Odio los imprevistos.

—De acuerdo pues, Su Ilustrísima —aprobó Sparhawk.

Descendieron hasta las grandes puertas de bronce de la ciudad sagrada. Los guardianes saludaron a Dolmant y les franquearon el paso sin formularles preguntas. Más allá de la entrada, la carretera se convertía en una amplia calle que bien podía denominarse un bulevar. Enormes mansiones que se alzaban a ambos lados parecían confabuladas en la tarea de atraer la atención de los viandantes. La avenida se mostraba atestada de gente, de la cual, aunque muchos lucieran los sayales pardos propios de los trabajadores, la mayoría llevaba sobrios atavíos eclesiásticos negros.

—¿Todos los habitantes son religiosos? —inquirió Talen.

Los ojos del chiquillo se abrían desmesurados ante las maravillas de Chyrellos. El cínico ratero de las callejuelas de Cimmura había encontrado finalmente algo que lo impresionaba de veras.

—No —repuso Kalten—, pero en Chyrellos, las personas imponen más respeto si tienen aspecto de ser miembros de la Iglesia, por eso todo el mundo viste ropajes negros.

—Francamente, no me molestaría contemplar un poco de color en las calles de Chyrellos —confesó Dolmant—. La monotonía del negro me deprime.

—¿Por qué no iniciáis una nueva tendencia, Su Ilustrísima? —sugirió Kalten—. La próxima vez que aparezcáis en la basílica os ponéis un hábito rosa, o quizás el verde esmeralda sería más apropiado.

—La catedral se escandalizaría con mi osadía —respondió Dolmant con ironía.

A diferencia de gran parte de los palacios de otras autoridades eclesiásticas, la morada del patriarca se mostraba simple y austera. Quedaba ligeramente apartada de la vía principal y se hallaba rodeada por arbustos y una verja de hierro.

—Continuaremos hasta el castillo de la orden, Su Ilustrísima —indicó Sparhawk cuando se detuvieron ante su puerta.

—Os veré mañana —se despidió el patriarca.

Sparhawk saludó con un gesto y luego condujo al resto de la comitiva calle abajo.

—Es un buen hombre, ¿verdad? —apuntó Kalten.

—Uno de los mejores —convino Sparhawk—. La Iglesia tiene suerte de contar con él.

El castillo de los caballeros pandion de Chyrellos era un edificio de piedra de apariencia fría situado en un tramo lateral poco frecuentado. Al contrario que el de Cimmura, no estaba aislado por un foso, sino por altos muros que lo cercaban y por una entrada protegida con una formidable puerta. Sparhawk siguió el ritual que les franqueaba el acceso al interior. Cuando desmontaron en el patio, el gobernador de la fortaleza, un hombre corpulento llamado Nashan, acudió con premura a recibirlos.

—Nuestra casa se honra con vuestra visita, Sparhawk —saludó, estrechando la mano del fornido caballero—. ¿Qué rumbo han tomado los acontecimientos en Cimmura?

—Conseguimos pararle los pies a Annias —replicó Sparhawk.

—¿Cuál fue su reacción?

—No demostró mucha alegría.

—Bien. —Nashan se volvió hacia Sephrenia—. Sed bienvenida, pequeña madre —la saludó, y luego le besó las palmas de las manos.

—Nashan —advirtió gravemente la mujer—, advierto que no os perdéis ni una comida.

—Todo hombre necesita mantener uno o dos vicios —respondió riendo Nashan mientras se palmeaba la panza—. Entrad. He hecho llegar clandestinamente un odre de tinto arciano a la casa…, para cuidar mi estómago, por supuesto. Podemos tomar un par de copas.

—¿Ves cómo funcionan las cosas, Sparhawk? —observó Kalten—. Puedes saltarte las reglas con las personas adecuadas.

El estudio de Nashan estaba tapizado de rojo y la ornamentada mesa de trabajo tenía incrustaciones de oro y perlas.

—El entorno cuenta con algunos detalles vanos —les previno a modo de disculpa, al tiempo que los hacía pasar a la estancia—. En Chyrellos, debemos rendir pequeños honores a la opulencia para salvaguardar nuestro prestigio.

—No os preocupéis, Nashan —lo tranquilizó Sephrenia—. No os eligieron gobernador de esta casa por vuestra humildad.

—Hay que mantener las apariencias, Sephrenia —declaró Nashan antes de dejar escapar un suspiro—. Nunca me comporté como un caballero digno de admiración —admitió—. Si me permitís un poco de benevolencia, soy mediocre en el manejo de la lanza y la mayor parte de mis conjuros tienden a desmoronarse sobre mí a mitad de la invocación. —Respiró profundamente y miró a su alrededor—. Sin embargo, soy un buen administrador. Conozco la Iglesia y su modo de actuar y puedo prestar un mejor servicio a la orden y a lord Vanion en este campo que en el de batalla.

—Todos nos esforzamos cuando podemos —dijo Sparhawk—. Según me han enseñado, Dios aprecia nuestra dedicación.

—A veces pienso que lo he decepcionado —confesó Nashan—. En lo más recóndito de mi interior creo que podría haber cumplido objetivos más elevados.

—No os autoflageléis, Nashan —aconsejó Sephrenia—. Al dios elenio se lo caracteriza por estar siempre abierto al perdón. Vos os habéis conducido según vuestras posibilidades.

Tomaron asiento alrededor de la suntuosa mesa de Nashan y éste llamó a un acólito y le encargó que trajera unas copas y el odre de vino. A petición de Sephrenia, solicitó también té para ella y leche para Flauta y Talen.

—No tenemos por qué mencionar esto a lord Vanion necesariamente, ¿no creéis? —preguntó el gobernador a Sparhawk cuando llenaba los recipientes.

—Ni un caballo salvaje lograría hacerme confesarlo, mi señor —respondió Sparhawk tras alzar la copa.

—Y bien —intervino Kalten—, ¿cómo es la situación en Chyrellos?

—Corren tiempos agitados, Kalten —repuso Nashan—. Es una mala época. Mientras el archiprelado envejece, la ciudad entera se mantiene en suspenso y trata de anticipar el momento de su muerte.

—¿Quién ocupará el cargo tras él? —inquirió Sparhawk.

—Por ahora resulta imposible saberlo. Cluvonus no se halla en condiciones de designar a su sucesor y Annias gasta el dinero como si fuera agua para comprar el trono.

—¿Dolmant tiene posibilidades de acceder a él? —preguntó Kalten.

—Me temo que es demasiado modesto —respondió Nashan—. Se ha consagrado tanto a las funciones de la Iglesia que carece del sentimiento de vanagloria personal necesario para aspirar a ocupar el trono de oro de la basílica. Por otra parte, lo que más lo perjudica es que se ha procurado enemigos.

—A mí me gusta tener adversarios —señaló Kalten con una mueca—. Esa circunstancia proporciona motivos para conservar bien afilada la espada.

—¿Ha acontecido algún suceso especial entre los estirios? —preguntó Nashan en dirección a Sephrenia.

—¿A qué os referís exactamente?

—La ciudad se ha visto repentinamente inundada de estirios —aclaró el gobernador—. Afirman que acuden a recibir las enseñanzas de la fe elenia.

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