El túnel (4 page)

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Authors: Ernesto Sábato

BOOK: El túnel
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Había ya perdido toda esperanza (serían alrededor de las once y media) cuando la vi salir de la boca del subterráneo. Terriblemente agitado, me levanté de un salto y fui a su encuentro. Cuando ella me vio, se detuvo como si de pronto se hubiera convertido en piedra: era evidente que no contaba con semejante aparición. Era curioso, pero la sensación de que mi mente había trabajado con un rigor férreo me daba una energía inusitada: me sentía fuerte, estaba poseído por una decisión viril y dispuesto a todo. Tanto que la tomé de un brazo casi con brutalidad y, sin decir una sola palabra, la arrastré por la calle San Martín en dirección a la plaza. Parecía desprovista de voluntad; no dijo una sola palabra.

Cuando habíamos caminado unas dos cuadras, me preguntó:

—¿A dónde me lleva?

—A la plaza San Martín. Tengo mucho que hablar con usted —le respondí, mientras seguía caminando con decisión, siempre arrastrándola del brazo.

Murmuró algo referente a las oficinas de T., pero yo seguí arrastrándola y no oí nada de lo que me decía.

Agregué:

—Tengo muchas cosas que hablar con usted.

No ofrecía resistencia: yo me sentía como un río crecido que arrastra una rama.

Llegamos a la plaza y busqué un banco aislado.

—¿Por qué huyó? —fue lo primero que le pregunté. Me miró con esa expresión que yo había notado el día anterior, cuando me dijo "la recuerdo constantemente": era una mirada extraña, fija, penetrante, parecía venir de atrás; esa mirada me recordaba algo, unos ojos parecidos, pero no podía recordar dónde los había visto.

—No sé —respondió finalmente—. También querría huir ahora.

Le apreté el brazo.

—Prométame que no se irá nunca más. La necesito, la necesito mucho —le dije.

Volvió a mirarme como si me escrutara, pero no hizo ningún comentario. Después fijó sus ojos en un árbol lejano.

De perfil no me recordaba nada. Su rostro era hermoso pero tenía algo duro. El pelo era largo y castaño. Físicamente, no aparentaba mucho más de veintiséis años, pero existía en ella algo que sugería edad, algo típico de una persona que ha vivido mucho; no canas ni ninguno de esos indicios puramente materiales, sino algo indefinido y seguramente de orden espiritual; quizá la mirada, pero ¿hasta qué punto se puede decir que la mirada de un ser humano es algo físico?; quizá la manera de apretar la boca, pues, aunque la boca y los labios son elementos físicos, la manera de apretarlos y ciertas arrugas son también elementos espirituales. No pude precisar en aquel momento, ni tampoco podría precisarlo ahora, qué era, en definitiva, lo que daba esa impresión de edad. Pienso que también podría ser el modo de hablar.

—Necesito mucho de usted —repetí. No respondió: seguía mirando el árbol.

—¿Por qué no habla? —le pregunté. Sin dejar de mirar el árbol, contestó:

—Yo no soy nadie. Usted es un gran artista. No veo para qué me puede necesitar.

Le grité brutalmente:

—¡Le digo que la necesito! ¿Me entiende?

Siempre mirando el árbol, musitó:

—¿Para qué?

No respondí en el instante. Dejé su brazo y quedé pensativo. ¿Para qué, en efecto? Hasta ese momento no me había hecho con claridad la pregunta y más bien había obedecido a una especie de instinto. Con una ramita comencé a trazar dibujos geométricos en la tierra.

—No sé —murmuré al cabo de un buen rato—. Todavía no lo sé.

Reflexionaba intensamente y con la ramita complicaba cada vez más los dibujos.

—Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que iluminan algunos corredores. Nunca termino de saber por qué hago ciertas cosas. No, no es eso...

Me sentía bastante tonto, de ninguna manera era esa mi forma de ser. Hice un gran esfuerzo mental, ¿acaso yo no razonaba? Por el contrario, mi cerebro estaba constantemente razonando como una máquina de calcular; por ejemplo, en esta misma historia ¿no me había pasado meses razonando y barajando hipótesis y clasificándolas? Y, en cierto modo, ¿no había encontrado a María al fin, gracias a mi capacidad lógica? Sentí que estaba cerca de la verdad, muy cerca, y tuve miedo de perderla: hice un enorme esfuerzo.

Grité:

—¡No es que no sepa razonar! Al contrario, razono siempre. Pero imagine usted un capitán que en cada instante fija matemáticamente su posición y sigue su ruta hacia el objetivo con un rigor implacable. Pero que
no sabe por qué va hacia ese objetivo
, ¿entiende?

Me miró un instante con perplejidad; luego volvió nuevamente a mirar el árbol.

—Siento que usted será algo esencial para lo que tengo que hacer, aunque todavía no me doy cuenta de la razón.

Volví a dibujar con la ramita y seguí haciendo un gran esfuerzo mental. Al cabo de un tiempo, agregué:

—Por lo pronto sé que es algo vinculado a la escena de la ventana: usted ha sido la única persona que le ha dado importancia.

—Yo no soy crítico de arte —murmuró. Me enfurecí y grité:

—¡No me hable de esos cretinos!

Se dio vuelta sorprendida. Yo bajé entonces la voz y le expliqué por qué no creía en los críticos de arte: en fin, la teoría del bisturí y todo eso. Me escuchó siempre sin mirarme y cuando yo terminé comentó:

—Usted se queja, pero los críticos siempre lo han elogiado.

Me indigné.

—¡Peor para mí! ¿No comprende? Es una de las cosas que me han amargado y que me han hecho pensar que ando por el mal camino. Fíjese por ejemplo lo que ha pasado en este salón: ni uno solo de esos charlatanes se dio cuenta de la importancia de esa escena. Hubo una sola persona que le ha dado importancia: usted. Y usted no es un crítico. No, en realidad hay otra persona que le ha dado importancia, pero negativa: me lo ha reprochado, le tiene aprensión, casi asco. En cambio, usted...

Siempre mirando hacia adelante dijo, lentamente:

—¿Y no podría ser que yo tuviera la misma opinión?

—¿Qué opinión?

—La de esa persona.

La miré ansiosamente; pero su cara, de perfil, era inescrutable, con sus mandíbulas apretadas. Respondí con firmeza:

—Usted piensa como yo.

—¿Y qué es lo que piensa usted?

—No sé, tampoco podría responder a esa pregunta. Mejor podría decirle que usted
siente
como yo. Usted miraba aquella escena como la habría podido mirar yo en su lugar.

—No sé qué piensa y tampoco sé lo que pienso yo, pero sé que piensa como yo.

—¿Pero entonces usted no piensa sus cuadros?

—Antes los pensaba mucho, los construía como se construye una casa. Pero esa escena no: sentía que debía pintarla así, sin saber bien por qué. Y sigo sin saber. En realidad, no tiene nada que ver con el resto del cuadro y hasta creo que uno de esos idiotas me lo hizo notar. Estoy caminando a tientas, y necesito su ayuda porque sé que siente como yo.

—No sé exactamente lo que piensa usted.

Comenzaba a impacientarme. Le respondí secamente:

—¿No le digo que no sé lo que pienso? Si pudiera decir con palabras claras lo que siento, sería casi como pensar claro. ¿No es cierto?

—Sí, es cierto.

Me callé un momento y pensé, tratando de ver claro. Después agregué:

—Podría decirse que toda mi obra anterior es más superficial.

—¿Qué obra anterior?

—La anterior a la ventana.

Me concentré nuevamente y luego dije:

—No, no es eso exactamente, no es eso. No es que fuera más superficial.

¿Qué era, verdaderamente? Nunca, hasta ese momento, me había puesto a pensar en este problema; ahora me daba cuenta hasta qué punto había pintado la escena de la ventana como un sonámbulo.

—No, no es que fuera más superficial —agregué, como hablando para mí mismo—. No sé, todo esto tiene algo que ver con la humanidad en general ¿comprende? Recuerdo que días antes de pintarla había leído que en un campo de concentración alguien pidió de comer y lo obligaron a comerse una rata viva. A veces creo que nada tiene sentido. En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil.

¿Sería eso, verdaderamente? Me quedé reflexionando en esa idea de la falta de sentido. ¿Toda nuestra vida sería una serie de gritos anónimos en un desierto de astros indiferentes?

Ella seguía en silencio.

—Esa escena de la playa me da miedo —agregué después de un largo rato—, aunque sé que es algo más profundo. No, más bien quiero decir que me representa más profundamente a mí... Eso es. No es un mensaje claro, todavía, no, pero me representa profundamente a

.

Oí que ella decía:

—¿Un mensaje de desesperanza, quizá?

La miré ansiosamente:

—Sí —respondí—, me parece que un mensaje de desesperanza. ¿Ve cómo usted sentía como yo?

Después de un momento, preguntó:

—¿Y le parece elogiable un mensaje de desesperanza? —La observé con sorpresa.

—No —repuse—, me parece que no. ¿Y usted qué piensa? Quedó un tiempo bastante largo sin responder; por fin volvió la cara y su mirada se clavó en mí.

—La palabra elogiable no tiene nada que hacer aquí —dijo, como contestando a su propia pregunta—. Lo que importa es la verdad.

—¿Y usted cree que esa escena es verdadera? —pregunté. Casi con dureza, afirmó:

—Claro que es verdadera.

Miré ansiosamente su rostro duro, su mirada dura. "¿Por qué esa dureza?", me preguntaba, "¿por qué?" Quizá sintió mi ansiedad, mi necesidad de comunión, porque por un instante su mirada se ablandó y pareció ofrecerme un puente; pero sentí que era un puente transitorio y frágil colgado sobre un abismo. Con una voz también diferente, agregó:

—Pero no sé qué ganará con verme. Hago mal a todos los que se me acercan.

IX

QUEDAMOS
en vernos pronto. Me dio vergüenza decirle que deseaba verla al otro día o que deseaba seguir viéndola allí mismo y que ella no debería separarse ya nunca de mí. A pesar de que mi memoria es sorprendente, tengo, de pronto, lagunas inexplicables. No sé ahora qué le dije en aquel momento, pero recuerdo que ella me respondió que debía irse. Esa misma noche le hablé por teléfono. Me atendió una mujer; cuando le dije que quería hablar con la señorita María Iribarne pareció vacilar un segundo, pero luego dijo que iría a ver si estaba. Casi instantáneamente oí la voz de María, pero con un tono casi oficinesco, que me produjo un vuelco.

—Necesito verla, María —le dije—. Desde que nos separamos he pensado constantemente en usted cada segundo. —Me detuve temblando. Ella no contestaba—. ¿Por qué no contesta? —le dije con nerviosidad creciente.

—Espere un momento —respondió.

Oí que dejaba el tubo. A los pocos instantes oí de nuevo su voz, pero esta vez su voz verdadera; ahora también ella parecía estar temblando.

—No podía hablar —me explicó.

—¿Por qué?

—Acá entra y sale mucha gente.

—¿Y ahora cómo puede hablar?

—Porque cerré la puerta. Cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme.

—Necesito verla, María —repetí con violencia—. No he hecho otra cosa que pensar en usted desde el mediodía. —Ella no respondió—. ¿Por qué no responde?

—Castel... —comenzó con indecisión.

—¡No me diga Castel! —grité indignado.

—Juan Pablo... —dijo entonces, con timidez. Sentí que una interminable felicidad comenzaba con esas dos palabras.

Pero María se había detenido nuevamente.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Por qué no habla?

—Yo también —musitó.

—¿Yo también qué? —pregunté con ansiedad.

—Que yo también no he hecho más que pensar.

—¿Pero pensar en qué? —seguí preguntando, insaciable.

—En todo.

—¿Cómo en todo? ¿En qué?

—En lo extraño que es todo esto... lo de su cuadro... el encuentro de ayer... lo de hoy... qué sé yo... La imprecisión siempre me ha irritado.

—Sí, pero yo le he dicho que no he dejado de pensar en
usted
—respondí—. Usted no me dice que haya pensado en mí.

Pasó un instante. Luego respondió:

—Le digo que he pensado en
todo
.

—No ha dado detalles.

—Es que todo es tan extraño, ha sido tan extraño... estoy tan perturbada... Claro que pensé en usted...

Mi corazón golpeó. Necesitaba detalles: me emocionan los detalles, no las generalidades.

—¿Pero cómo, cómo?... —pregunté con creciente ansiedad—. Yo he pensado en cada uno de sus rasgos, en su perfil cuando miraba el árbol, en su pelo castaño, en sus ojos duro y cómo de pronto se hacen blandos, en su forma de caminar...

—Tengo que cortar —me interrumpió de pronto—. Viene gente.

—La llamaré mañana temprano —alcancé a decir, con desesperación.

—Bueno —respondió rápidamente.

X

PASÉ
una noche agitada. No pude dibujar ni pintar, aunque intenté muchas veces empezar algo. Salí a caminar y de pronto me encontré en la calle Corrientes. Me pasaba algo muy extraño: miraba con simpatía a todo el mundo. Creo haber dicho que me he propuesto hacer este relato en forma totalmente imparcial y ahora daré la primera prueba, confesando uno de mis peores defectos: siempre he mirado con antipatía y hasta con asco a la gente, sobre todo a la gente amontonada; nunca he soportado las playas en verano. Algunos hombres, algunas mujeres aisladas me fueron muy queridos, por otros sentí admiración (no soy envidioso), por otros tuve verdadera simpatía; por los chicos siempre tuve ternura y compasión (sobre todo cuando, mediante un esfuerzo mental, trataba de olvidar que al fin serían hombres como los demás); pero,
en general
, la humanidad me pareció siempre detestable. No tengo inconvenientes en manifestar que a veces me impedía comer en todo el día o me impedía pintar durante una semana el haber observado un rasgo; es increíble hasta qué punto la codicia, la envidia, la petulancia, la grosería, la avidez y, en general, todo ese conjunto de atributos que forman la condición humana pueden verse en una cara, en una manera de caminar, en una mirada. Me parece natural que después de un encuentro así uno no tenga ganas de comer, de pintar, ni aun de vivir. Sin embargo, quiero hacer constar que no me enorgullezco de esta característica: sé que es una muestra de soberbia y sé, también, que mi alma ha albergado muchas veces la codicia, la petulancia, la avidez y la grosería. Pero he dicho que me propongo narrar esta historia con entera imparcialidad, y así lo haré.

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