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Authors: Ernesto Sábato

El túnel (7 page)

BOOK: El túnel
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Pero nada de todo esto es exactamente lo que quiero decir. Debo confesar que yo mismo no sé lo que quiero decir con eso del "amor verdadero", y lo curioso es que, aunque empleé muchas veces esa expresión en los interrogatorios, nunca hasta hoy me puse a analizar a fondo su sentido. ¿Qué quería decir? ¿Un amor que incluyera la pasión física? Quizá la buscaba en mi desesperación de comunicarme más firmemente con María. Yo tenía la certeza de que, en ciertas ocasiones, lográbamos comunicarnos, pero en forma tan sutil, tan pasajera, tan tenue, que luego quedaba más desesperadamente solo que antes, con esa imprecisa insatisfacción que experimentamos al querer reconstruir ciertos amores de un sueño. Sé que, de pronto, lográbamos algunos momentos de comunión. Y el estar juntos atenuaba la melancolía que siempre acompaña a esas sensaciones, seguramente causada por la esencial incomunicabilidad de esas fugaces bellezas. Bastaba que nos miráramos para saber que estábamos pensando o, mejor dicho, sintiendo lo mismo.

Claro que pagábamos cruelmente esos instantes, porque todo lo que sucedía después parecía grosero o torpe. Cualquier cosa que hiciéramos (hablar, tomar café) era doloroso, pues señalaba hasta qué punto eran fugaces esos instantes de comunidad. Y, lo que era mucho peor, causaban nuevos distanciamientos porque yo la forzaba, en la desesperación de consolidar de algún modo esa fusión, a unirnos corporalmente; sólo lográbamos confirmar la imposibilidad de prolongarla o consolidarla mediante un acto material. Pero ella agravaba las cosas porque, quizá en su deseo de borrarme esa idea fija, aparentaba sentir un verdadero y casi increíble placer; y entonces venían las escenas de vestirme rápidamente y huir a la calle, o de apretarle brutalmente los brazos y querer forzarle confesiones sobre la veracidad de sus sentimientos y sensaciones. Y todo era tan atroz que cuando ella intuía que nos acercábamos al amor físico, trataba
de
rehuirlo. Al final había llegado a un completo escepticismo y trataba de hacerme comprender que no solamente era inútil para nuestro amor sino hasta pernicioso.

Con esta actitud sólo lograba aumentar mis dudas acerca de la naturaleza de su amor, puesto que yo me preguntaba si ella no habría estado haciendo la comedia y entonces poder ella argüir que el vínculo físico era pernicioso y de ese modo evitarlo en el futuro; siendo la verdad que lo detestaba desde el comienzo y, por lo tanto, que era fingido su placer. Naturalmente, sobrevenían otras peleas y era inútil que ella tratara de convencerme: sólo conseguía enloquecerme con nuevas y más sutiles dudas, y así recomenzaban nuevos y más complicados interrogatorios.

Lo que más me indignaba, ante el hipotético engaño, era el haberme entregado a ella completamente indefenso, como una criatura.

—Si alguna vez sospecho que me has engañado —le decía con rabia— te mataré como a un perro.

Le retorcía los brazos y la miraba fijamente en los ojos, por si podía advertir algún indicio, algún brillo sospechoso, algún fugaz destello de ironía. Pero en esas ocasiones me miraba asustada como un niño, o tristemente, con resignación, mientras comenzaba a vestirse en silencio.

Un día la discusión fue más violenta que de costumbre y llegué a gritarle puta. María quedó muda y paralizada. Luego, lentamente, en silencio, fue a vestirse detrás del biombo de las modelos; y cuando yo, después de luchar entre mi odio y mi arrepentimiento, corrí a pedirle perdón, vi que su rostro estaba empapado en lágrimas. No supe qué hacer: la besé tiernamente en los ojos, le pedí perdón con humildad, lloré ante ella, me acusé de ser un monstruo cruel, injusto y vengativo. Y eso duró mientras ella mostró algún resto de desconsucio, pero apenas se calmó y comenzó a sonreír con felicidad, empezó a parecerme poco natural que ella no siguiera triste: podía tranquilizarse, pero era sumamente sospechoso que se entregase a la alegría después de haberle gritado una palabra semejante y comenzó a parecerme que cualquier mujer debe sentirse humillada al ser calificada así, hasta las propias prostitutas, pero ninguna mujer podría volver tan pronto a la alegría,
a menos de haber cierta verdad en aquella calificación
.

Escenas semejantes se repetían casi todos los días. A veces terminaban en una calma relativa y salíamos a caminar por la Plaza Francia como dos adolescentes enamorados. Pero esos momentos de ternura se fueron haciendo más raros y cortos, como inestables momentos de sol en un cielo cada vez más tempestuoso y sombrío. Mis dudas y mis interrogatorios fueron envolviéndolo todo, como una liana que fuera enredando y ahogando los árboles de un parque en una monstruosa trama.

XVII

MIS INTERROGATORIOS
, cada día más frecuentes y retorcidos, eran a propósito de sus silencios, sus miradas, sus palabras perdidas, algún viaje a la estancia, sus amores. Una vez le pregunté por qué se hacía llamar "señorita Iribarne", en vez de "señora de Allende". Sonrió y me dijo:

—¡Qué niño sos! ¿Qué importancia puede tener eso?

—Para mí tiene mucha importancia —respondí examinando sus ojos.

—Es una costumbre de familia —me respondió, abandonando la sonrisa.

—Sin embargo —aduje—, la primera vez que hablé a tu casa y pregunté por la "señorita Iribarne" la mucama vaciló un instante antes de responderme.

—Te habrá parecido.

—Puede ser. Pero ¿por qué no me corrigió?

María volvió a sonreír, esta vez con mayor intensidad.

—Te acabo de explicar —dijo— que es costumbre nuestra, de manera que la mucama también lo sabe. Todos me llaman María Iribarne.

—María Iribarne me parece natural, pero menos natural me parece que la mucama se extrañe tan poco cuando te llaman "señorita".

—Ah... no me di cuenta de que era eso lo que te sorprendía. Bueno, no es lo acostumbrado y quizá eso explica la vacilación de la mucama.

Se quedó pensativa, como si por primera vez advirtiese el problema.

—Y sin embargo no me corrigió —insistí.

—¿Quién? —preguntó ella, como volviendo a la conciencia.

—La mucama. No me corrigió lo de señorita.

—Pero, Juan Pablo, todo eso no tiene absolutamente ninguna importancia y no sé qué querés demostrar.

—Quiero demostrar que probablemente no era la primera vez que se te llamaba señorita. La primera vez la mucama habría corregido.

María se echó a reír.

—Sos completamente fantástico —dijo casi con alegría, acariciándome con ternura. Permanecí serio.

—Además —proseguí—, cuando me atendiste por primera vez tu voz era neutra, casi oficinesca, hasta que cerraste la puerta. Luego seguiste hablando con voz tierna. ¿Por qué ese cambio?

—Pero, Juan Pablo —respondió, poniéndose seria—, ¿cómo podía hablarte así delante de la mucama?

—Sí, eso es razonable; pero dijiste: "cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme". Esa frase no podía referirse a mí, puesto que era la primera vez que te hablaba. Tampoco se podía referir a Hunter, puesto que lo podés ver cuantas veces quieras en la estancia. Me parece evidente que debe de haber otras personas que te hablan o que te hablaban. ¿No es así?

María me miró con tristeza.

—En vez de mirarme con tristeza podrías contestar —comenté con irritación.

—Pero, Juan Pablo, todo lo que estás diciendo es una puerilidad. Claro que hablan otras personas: primos, amigos de la familia, mi madre, qué sé yo...

—Pero me parece que para conversaciones de ese tipo no hay necesidad de esconderse.

—¡Y quién te autoriza a decir que yo me escondo! —respondió con violencia.

—No te excites. Vos misma me has hablado en una oportunidad de un tal Richard, que no era ni primo, ni amigo de la familia, ni tu madre.

María quedó muy abatida.

—Pobre Richard —comentó dulcemente.

—¿Por qué pobre?

—Sabes bien que se suicidó y que en cierto modo yo tengo algo de culpa. Me escribía cartas terribles, pero nunca pude hacer nada por él. Pobre, pobre Richard.

—Me gustaría que me mostrases alguna de esas cartas.

—¿Para qué, si ya ha muerto?

—No importa, me gustaría lo mismo.

—Las quemé todas.

—Podías haber dicho de entrada que las habías quemado. En cambio me dijiste "¿para qué, si ya ha muerto?" Siempre lo mismo. Además ¿por qué las quemaste, si es que verdaderamente lo has hecho? La otra vez me confesaste que guardas todas tus cartas de amor. Las cartas de ese Richard debían de ser muy comprometedoras para que hayas hecho eso. ¿O no?

—No las quemé porque fueran comprometedoras, sino porque eran tristes. Me deprimían.

—¿Por qué te deprimían?

—No sé... Richard era un hombre depresivo. Se parecía mucho a vos.

—¿Estuviste enamorada de él?

—Por favor...

—¿Por favor qué?

—Pero no, Juan Pablo. Tenés cada idea...

—No veo que sea descabellada. Se enamora, te escribe cartas tan tremendas que juzgas mejor quemarlas, se suicida y pensás que mi idea es descabellada. ¿Por qué?

—Porque a pesar de todo nunca estuve enamorada de él.

—¿Porqué no?

—No sé, verdaderamente. Quizá porque no era mi tipo.

—Dijiste que se parecía a mí.

—Por Dios, quise decir que se parecía a vos en cierto sentido, pero no que fuera
idéntico
. Era un hombre incapaz de crear nada, era destructivo, tenía una inteligencia mortal, era un nihilista. Algo así como tu parte negativa.

—Está bien. Pero sigo sin comprender la necesidad de quemar las cartas.

—Te repito que las quemé porque me deprimían.

—Pero podías tenerlas guardadas sin leerlas. Eso sólo prueba que las releíste hasta quemarlas. Y si las releías sería por algo, por algo que debería atraerte en él.

—Yo no he dicho que no me atrajese.

—Dijiste que no era tu tipo.

—Dios mío, Dios mío. La muerte tampoco es mi tipo y no obstante muchas veces me atrae. Richard me atraía casi como me atrae la muerte o la nada. Pero creo que uno no debe entregarse pasivamente a esos sentimientos. Por eso tal vez no lo quise. Por eso quemé sus cartas. Cuando murió, decidí destruir todo lo que prolongaba su existencia.

Quedó deprimida y no pude lograr una palabra más acerca de Richard. Pero debo agregar que no era ese hombre el que más me torturó, porque al fin y al cabo de él llegué a saber bastante. Eran las personas desconocidas, las sombras que jamás mencionó y que sin embargo yo sentía moverse silenciosa y oscuramente en su vida. Las peores cosas de María las imaginaba precisamente con esas sombras anónimas. Me torturaba y aún hoy me tortura una palabra que se escapó de sus labios en un momento de placer físico.

Pero de todos aquellos complejos interrogatorios, hubo uno que echó tremenda luz acerca de María y su amor.

XVIII

NATURALMENTE
, puesto que se había casado con Allende, era lógico pensar que alguna vez debió sentir algo por ese hombre. Debo decir que este problema, que podríamos llamar "el problema Allende", fue uno de los que más me obsesionaron. Eran varios los enigmas que quería dilucidar, pero sobre todo estos dos:
¿lo
había querido en alguna oportunidad?, ¿lo quería todavía? Estas dos preguntas no se podían tomar en forma aislada: estaban vinculadas a otras: si no quería a Allende, ¿a quién quería?
¿A mí? ¿A
Hunter?
¿A
alguno de esos misteriosos personajes del teléfono?
¿O
bien era posible que quisiera a distintos seres de manera diferente, como pasa en ciertos hombres? Pero también
era posible que no quisiera a nadie y
que sucesivamente nos dijese a cada uno de nosotros, pobres diablos, chiquilines, que éramos
el único
y que los demás eran simples sombras, seres con quienes mantenía una relación superficial o aparente.

Un día decidí aclarar el problema Allende. Comencé preguntándole por qué se había casado con él.

—Lo quería —me respondió.

—Entonces ahora no lo querés.

—Yo no he dicho que haya dejado de quererlo —respondió.

—Dijiste "lo quería". No dijiste "lo quiero".

—Haces siempre cuestiones de palabras y retorcés todo hasta lo increíble —protestó María—. Cuando dije que me había casado porque lo quería no quise decir que ahora no lo quiera.

—Ah, entonces lo querés a él —dije rápidamente, como queriendo encontrarla en falta respecto a declaraciones hechas en interrogatorios anteriores.

Calló. Parecía abatida.

—¿Por qué no respondes? —pregunté.

—Porque me parece inútil. Este diálogo lo hemos tenido muchas veces en forma casi idéntica.

—No, no es lo mismo que otras veces. Te he preguntado si ahora lo querés a Allende y me has dicho que sí. Me parece recordar que en otra oportunidad, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona que habías querido.

María volvió a quedar callada. Me irritaba en ella que no solamente era contradictoria sino que costaba un enorme esfuerzo sacarle una declaración cualquiera.

—¿Qué contestas a eso? —volví a interrogar.

—Hay muchas maneras de amar y de querer —respondió, cansada—. Te imaginarás que ahora no puedo seguir queriendo a Allende como hace años, cuando nos casamos, de la misma manera.

—¿De qué manera?

—¿Cómo, de que manera? Sabes lo que quiero decir.

—No sé nada.

—Te lo he dicho muchas veces.

—Lo has dicho, pero no lo has explicado nunca.

—¡Explicado! —exclamó con amargura—. Vos has dicho mil veces que hay muchas cosas que no admiten explicación y ahora me decís que explique algo tan complejo. Te he dicho mil veces que Allende es un gran compañero mío, que lo quiero como a un hermano, que lo cuido, que tengo una gran ternura por él, una gran admiración por la serenidad de su espíritu, que me parece muy superior a mí en todo sentido, que a su lado me siento un ser mezquino y culpable. ¿Cómo podes imaginar, pues, que no lo quiera?

—No soy yo el que ha dicho que no lo quieras. Vos misma me has dicho que ahora no es como cuando te casaste. Quizá debo concluir que cuando te casaste lo querías como decís que ahora me querés a mí. Por otro lado, hace unos días, en el puerto, me dijiste que yo era la primera persona a la que habías querido verdaderamente.

María me miró tristemente.

—Bueno, dejemos de lado esta contradicción —proseguí—. Pero volvamos a Allende. Decís que lo querés como a un hermano. Ahora necesito que me respondas a una sola pregunta: ¿te acostás con él?

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