El túnel (8 page)

Read El túnel Online

Authors: Ernesto Sábato

BOOK: El túnel
9.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

María me miró con mayor tristeza. Estuvo un rato callada y al cabo me preguntó con voz muy dolorida:

—¿Es necesario que responda también a eso?

—Sí, es absolutamente necesario —le dije con dureza.

—Me parece horrible que me interrogues de este modo.

—Es muy sencillo: tenés que decir
sí o no
.

—La respuesta no es tan simple: se puede hacer y no hacer.

—Muy bien —concluí fríamente—. Eso quiere decir que sí.

—Muy bien: sí.

—Entonces lo deseas.

Hice esta afirmación mirando cuidadosamente sus ojos; la hacía con mala intención; era óptima para sacar una serie de conclusiones. No es que yo creyera que lo desease realmente (aunque también eso era posible dado el temperamento de María), sino que quería forzarle a aclarar eso de "cariño de hermano". María, tal como yo lo esperaba, tardó en responder. Seguramente, estuvo pensando las palabras. Al fin dijo:

—He dicho que me acuesto con él, no que lo desee.

—¡Ah! —exclamé triunfalmente—. ¡Eso quiere decir que lo haces sin desearlo pero
haciéndole creer que lo deseás!

María quedó demudada. Por su rostro comenzaron a caer lágrimas silenciosas. Su mirada era como de vidrio triturado.

—Yo no he dicho eso —murmuró lentamente.

—Porque es evidente —proseguí implacable— que si demostrases no sentir nada, no desearlo, si demostrases que la unión física es un sacrificio que haces en honor a su cariño, a tu admiración por su espíritu superior, etcétera, Allende no volvería a acostarse jamás con vos. En otras palabras: el hecho de que siga haciéndolo demuestra que sos capaz de engañarlo no sólo acerca de tus sentimientos sino hasta de tus sensaciones. Y que sos capaz de una imitación perfecta del placer.

María lloraba en silencio y miraba hacia el suelo.

—Sos increíblemente cruel —pudo decir, al fin.

—Dejemos de lado las consideraciones de formas: me interesa el fondo. El fondo es que sos capaz de engañar a tu marido durante años, no sólo acerca de tus sentimientos sino también de tus sensaciones. La conclusión podría inferirla un aprendiz: ¿por qué no has de engañarme a mí también? Ahora comprenderás por qué muchas veces te he indagado la veracidad de tus sensaciones. Siempre recuerdo cómo el padre de Desdémona advirtió a Otelo que una mujer que había engañado al padre podía engañar a otro hombre. Y a mí nada me ha podido sacar de la cabeza este hecho: el que has estado engañando constantemente a Allende, durante años.

Por un instante, sentí el deseo de llevar la crueldad hasta el máximo y agregué, aunque me daba cuenta de su vulgaridad y torpeza.

—Engañando a un ciego.

XIX

YA ANTES
de decir esta frase estaba un poco arrepentido: debajo del que quería decirla y experimentar una perversa satisfacción, un ser más puro y más tierno se disponía a tomar la iniciativa en cuanto la crueldad de la frase hiciese su efecto y, en cierto modo, ya silenciosamente, había tomado el partido de María antes de pronunciar esas palabras estúpidas e inútiles (¿qué podía lograr, en efecto, con ellas?). De manera que, apenas comenzaron a salir de mis labios, ya ese ser de abajo las oía con estupor, como si a pesar de todo no hubiera creído seriamente en la posibilidad de que el otro las pronunciase. Y a medida que salieron, comenzó a tomar el mando de mi conciencia y de mi voluntad y casi llega su decisión a tiempo para impedir que la frase saliera completa. Apenas terminada (porque a pesar de todo terminé la frase), era totalmente dueño de mí y ya ordenaba pedir perdón, humillarme delante de María, reconocer mi torpeza y mi crueldad. ¡Cuántas veces esta maldita división de mi conciencia ha sido la culpable de hechos atroces! Mientras una parte me lleva a tomar una hermosa actitud, la otra denuncia el fraude, la hipocresía y la falsa generosidad; mientras una me lleva a insultar a un ser humano, la otra se conduele de él y me acusa a mí mismo de lo que denuncio en los otros; mientras una me hace ver la belleza del mundo, la otra me señala su fealdad y la ridiculez de todo sentimiento de felicidad. En fin, ya era tarde, de todos modos, para cerrar la herida abierta en el alma de María (y esto me lo aseguraba sordamente, con remota, satisfecha malevolencia el otro yo que ahora estaba hundido allá, en una especie de inmunda cueva), ya era irremediablemente tarde. María se incorporó en silencio, con infinito cansancio, mientras su mirada (¡cómo la conocía!) levantaba el puente levadizo que a veces tendía entre nuestros espíritus: ya era la mirada dura de unos ojos impenetrables. De pronto me acometió la idea de que ese puente se había levantado para siempre y en la repentina desesperación no vacilé en someterme a las humillaciones más grandes: besar sus pies, por ejemplo. Sólo logré que me mirara con piedad y que sus ojos se ablandasen por un instante. Pero de piedad, sólo de piedad.

Mientras salía del taller y me aseguraba, una vez más, que no me guardaba rencor, yo me hundí en una aniquilación total de la voluntad. Quedé sin atinar a nada, en medio del taller, mirando como un alelado un punto fijo. Hasta que, de pronto, tuve conciencia de que debía hacer una serie de cosas.

Corrí a la calle, pero María ya no se veía por ningún lado. Corrí a su casa en un taxi, porque supuse que ella no iría directamente y, por lo tanto, esperaba encontrarla a su llegada. Esperé en vano durante más de una hora. Hablé por teléfono desde un café: me dijeron que no estaba y que no había vuelto desde las cuatro (la hora en que había salido para mi taller). Esperé varias horas más. Luego volví a hablar por teléfono : me dijeron que María no iría a la casa hasta la noche.

Desesperado, salí a buscarla por todas partes, es decir, por los lugares en que habitualmente nos encontrábamos o caminábamos: la Recoleta, la Avenida Centenario, la Plaza Francia, Puerto Nuevo. No la vi por ningún lado, hasta que comprendí que lo más probable era, precisamente, que caminara por cualquier parte menos por los lugares que le recordasen nuestros mejores momentos. Corrí de nuevo hasta su casa, pero era muy tarde y probablemente ya hubiera entrado. Telefoneé nuevamente: en efecto, había vuelto; pero me dijeron que estaba en cama y que le era imposible atender el teléfono. Había dado mi nombre, sin embargo.

Algo se había roto entre nosotros.

XX

VOLVÍ
a casa con la sensación de una absoluta soledad.

Generalmente, esa sensación de estar solo en el mundo aparece mezclada a un orgulloso sentimiento de superioridad: desprecio a los hombres, los veo sucios, feos, incapaces, ávidos, groseros, mezquinos; mi soledad no me asusta, es casi olímpica.

Pero en aquel momento, como en otros semejantes, me encontraba solo como consecuencia de mis peores atributos, de mis bajas acciones. En esos casos siento que el mundo es despreciable, pero comprendo que yo también formo parte de él; en esos instantes me invade una furia de aniquilación, me dejo acariciar por la tentación del suicidio, me emborracho, busco a las prostitutas. Y siento cierta satisfacción en probar mi propia bajeza y en verificar que no soy mejor que los sucios monstruos que me rodean.

Esa noche me emborraché en un cafetín del bajo. Estaba en lo peor de mi borrachera cuando sentí tanto asco de la mujer que estaba conmigo y de los marineros que me rodeaban que salí corriendo a la calle. Caminé por Viamonte y descendí hasta los muelles. Me senté por ahí y lloré. El agua sucia, abajo, me tentaba constantemente: ¿para qué sufrir? El suicidio seduce por su facilidad de aniquilación: en un segundo, todo este absurdo universo se derrumba como un gigantesco simulacro, como si la solidez de sus rascacielos, de sus acorazados, de sus tanques, de sus prisiones no fuera más que una fantasmagoría, sin más solidez que los rascacielos, acorazados, tanques y prisiones de una pesadilla.

La vida aparece a la luz de este razonamiento como una larga pesadilla, de la que sin embargo uno puede liberarse con la muerte, que sería, así, una especie de despertar. ¿Pero despertar a qué? Esa irresolución de arrojarse a la nada absoluta y eterna me ha detenido en todos los proyectos de suicidio. A pesar de todo, el hombre tiene tanto apego a lo que existe, que prefiere finalmente soportar su imperfección y el dolor que causa su fealdad, antes que aniquilar la fantasmagoría con un acto de propia voluntad. Y suele resultar, también, que cuando hemos llegado hasta ese borde de la desesperación que precede al suicidio, por haber agotado el inventario de todo lo que es malo y haber llegado al punto en que el mal es insuperable, cualquier elemento bueno, por pequeño que sea, adquiere un desproporcionado valor, termina por hacerse decisivo y nos aferramos a él como nos agarraríamos desesperadamente de cualquier hierba ante el peligro de rodar en un abismo.

Era casi de madrugada cuando decidí volver a casa. No recuerdo cómo, pero a pesar de esa decisión (que recuerdo perfectamente), me encontré de pronto frente a la casa de Allende. Lo curioso es que no recuerdo los hechos intermedios. Me veo sentado en los muelles, mirando el agua sucia y pensando: "Ahora tengo que acostarme" y luego me veo frente a la casa de Allende, observando el quinto piso. ¿Para qué miraría? Era absurdo imaginar que a esas horas pudiera verla de algún modo. Estuve largo rato, estupefacto, hasta que se me ocurrió una idea: bajé hasta la avenida, busqué un café y llamé por teléfono. Lo hice sin pensar qué diría para justificar un llamado a semejante hora. Cuando me atendieron, después de haber llamado durante unos cinco minutos, me quedé paralizado, sin abrir la boca. Colgué el tubo, despavorido, salí del café y comencé a caminar al azar. De pronto me encontré nuevamente en el café. Para no llamar la atención, pedí una ginebra y mientras la bebía me propuse volver a mi casa.

Al cabo de un tiempo bastante largo me encontré por fin en el taller. Me eché, vestido, sobre la cama y me dormí.

XXI

DESPERTÉ
tratando de gritar y me encontré de pie en medio del taller. Había soñado esto: teníamos que ir, varias personas, a la casa de un señor que nos había citado. Llegué a la casa, que desde afuera parecía como cualquier otra, y entré. Al entrar tuve la certeza instantánea de que no era así, de que era diferente a las demás. El dueño me dijo:

—Lo estaba esperando.

Intuí que había caído en una trampa y quise huir. Hice un enorme esfuerzo, pero era tarde: mi cuerpo ya no me obedecía. Me resigné a presenciar lo que iba a pasar, como si fuera un acontecimiento ajeno a mi persona. El hombre aquel comenzó a transformarme en pájaro, en un pájaro de tamaño humano. Empezó por los pies: vi cómo se convertían poco a poco en unas patas de gallo o algo así. Después siguió la transformación de todo el cuerpo, hacia arriba, como sube el agua en un estanque. Mi única esperanza estaba ahora en los amigos, que inexplicablemente no habían llegado. Cuando por fin llegaron, sucedió algo que me horrorizó: no notaron mi transformación. Me trataron como siempre, lo que probaba que me veían como siempre. Pensando que el mago los ilusionaba de modo que me vieran como una persona normal, decidí referir lo que me había hecho. Aunque mi propósito era referir el fenómeno con tranquilidad, para no agravar la situación irritando al mago con una reacción demasiado violenta (lo que podría inducirlo a hacer algo todavía peor), comencé a contar todo a gritos. Entonces observé dos hechos asombrosos: la frase que quería pronunciar salió convertida en un áspero chillido de pájaro, un chillido desesperado y extraño, quizá por lo que encerraba de humano; y, lo que era infinitamente peor, mis amigos no oyeron ese chillido, como no habían visto mi cuerpo de gran pájaro; por el contrario, parecían oír mi voz habitual diciendo cosas habituales, porque en ningún momento mostraron el menor asombro. Me callé, espantado. El dueño de casa me miró entonces con un sarcástico brillo en sus ojos, casi imperceptible y en todo caso sólo advertido por mí. Entonces comprendí que
nadie, nunca
, sabría que yo había sido transformado en pájaro. Estaba perdido para siempre y el secreto iría conmigo a la tumba.

XXII

COMO
dije, cuando desperté estaba en medio de la habitación, de pie, bañado en un sudor frío.

Miré el reloj: eran las diez de la mañana. Corrí al teléfono. Me dijeron que se había ido a la estancia. Quedé anonadado. Durante largo tiempo permanecí echado en la cama, sin decidirme a nada, hasta que resolví escribirle una carta.

No recuerdo ahora las palabras exactas de aquella carta, que era muy larga, pero más o menos le decía que me perdonase, que yo era una basura, que no merecía su amor, que estaba condenado, con justicia, a morir en la soledad más absoluta.

Pasaron días atroces, sin que llegara respuesta. Le envié una segunda carta y luego una tercera y una cuarta, diciendo siempre lo mismo, pero cada vez con mayor desolación. En la última, decidí relatarle todo lo que había pasado aquella noche que siguió a nuestra separación. No escatimé detalle ni bajeza, como tampoco dejé de confesarle la tentación de suicidio. Me dio vergüenza usar eso como arma, pero la usé. Debo agregar que mientras describía mis actos más bajos y la desesperación de mi soledad en la noche, frente a su casa
de
la calle Posadas, sentía ternura para conmigo mismo y hasta lloré de compasión. Tenía muchas esperanzas de que María sintiese algo parecido al leer la carta y con esa esperanza me puse bastante alegre. Cuando despaché la carta, certificada, estaba francamente optimista.

A vuelta de correo llegó una carta de María, llena de ternura. Sentí que algo de nuestros primeros instantes de amor volvería a reproducirse, si no con la maravillosa transparencia original, al menos con algunos de sus atributos esenciales, así como un rey es siempre un rey, aunque vasallos infieles y pérfidos lo hayan momentáneamente traicionado y enlodado. Quería que fuera a la estancia. Como un loco, preparé una valija, una caja de pinturas y corrí a la estación Constitución.

XXIII

LA ESTACIÓN
Allende
es una de esas estaciones de campo con unos cuantos paisanos, un jefe en mangas de camisa, una volanta y unos tarros de leche.

Me irritaron dos hechos: la ausencia de María y la presencia de un chofer.

Apenas descendí, se me acercó y me preguntó:

—¿Usted es el señor Castel?

—No —respondí serenamente—. No soy el señor Castel.

En seguida pensé que iba a ser difícil esperar en la estación el tren de vuelta; podría tardar medio día o cosa así. Resolví, con malhumor, reconocer mi identidad.

Other books

Storm Watcher by Snyder, Maria V.
The Dragon Lord's Daughters by Bertrice Small
Three Evil Wishes by R.L. Stine
Handsome Stranger by Grooms, Megan
The Spark and the Drive by Wayne Harrison
A Woman Without Lies by Elizabeth Lowell
The Devils of Loudun by Aldous Huxley
The Gemini Contenders by Robert Ludlum