El túnel (9 page)

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Authors: Ernesto Sábato

BOOK: El túnel
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—Sí —agregué, casi inmediatamente—, soy el señor Castel.

El chofer me miró con asombro.

—Tome —le dije, entregándole mi valija y mi caja de pintura.

Caminamos hasta el auto.

—La señora María ha tenido una indisposición —me explicó el hombre.

"¡Una indisposición!", murmuré con sorna. ¡Cómo conocía esos subterfugios! Nuevamente me acometió la idea de volverme a Buenos Aires, pero ahora, además de la espera del tren había otro hecho: la necesidad de convencer al chofer de que yo no era, efectivamente, Castel o, quizá, la necesidad de convencerlo de que, si bien era el señor Castel, no era loco. Medité rápidamente en las diferentes posibilidades que se me presentaban y llegué a la conclusión de que, en cualquier caso, sería difícil convencer al chofer. Decidí dejarme arrastrar a la estancia. Además, ¿qué pasaría en caso de volverme? Era fácil de prever porque sería la repetición de muchas situaciones anteriores: me quedaría con mi rabia, aumentada por la imposibilidad de descargarla en María, sufriría horriblemente por no verla, no podría trabajar, y todo en honor a una hipotética mortificación de María. Y digo
hipotética
porque jamás pude comprobar si verdaderamente la mortificaban esa clase de represalias.

Hunter tenía cierto parecido con Allende (creo haber dicho ya que son primos); era alto, moreno, más bien flaco; pero de mirada escurridiza. "Este hombre es un abúlico y un hipócrita", pensé. Este pensamiento me alegró (al menos así lo creí en ese instante).

Me recibió con una cortesía irónica y me presentó a una mujer flaca que fumaba con una boquilla larguísima. Tenía acento parisiense, se llamaba Mimí Allende, era malvada y miope.

¿Pero dónde diablos se habría metido María? ¿Estaría indispuesta de verdad, entonces? Yo estaba tan ansioso que me había olvidado casi de la presencia de esos entes. Pero al recordar de pronto mi situación, me di bruscamente vuelta, en dirección a Hunter, para
controlarlo
. Es un método que da excelentes resultados con individuos de este género.

Hunter estaba escrutándome con ojos irónicos, que trató de cambiar instantáneamente.

—María tuvo una indisposición y se ha recostado —dijo—. Pero creo que bajará pronto.

Me maldije mentalmente por distraerme: con aquella gente era necesario estar en constante guardia; además, tenía el firme propósito de levantar un censo de sus formas de pensar, de sus chistes, de sus reacciones, de sus sentimientos: todo me era de gran utilidad con María. Me dispuse, pues,
a escuchar y ver
y traté de hacerlo en el mejor estado de ánimo posible. Volví a pensar que me alegraba el aspecto de general hipocresía de Hunter y la flaca. Sin embargo, mi estado de ánimo era sombrío.

—Así que usted es pintor —dijo la mujer miope, mirándome con los ojos semicerrados, como se hace cuando hay viento con tierra. Ese gesto, provocado seguramente por su deseo de mejorar la miopía sin anteojos (como si con anteojos pudiera ser más fea) aumentaba su aire de insolencia e hipocresía.

—Sí, señora —respondí con rabia. Tenía la certeza de que era señorita.

—Castel es un magnífico pintor —explicó el otro.

Después agregó una serie de idioteces a manera de elogio, repitiendo esas pavadas que los críticos escribían sobre mí cada vez que había una exposición: "sólido", etcétera. No puedo negar que al repetir esos lugares comunes revelaba cierto sentido del humor. Vi que Mimí volvía a examinarme con los ojitos semicerrados y me puse bastante nervioso, pensando que hablaría de mí. Aún no la conocía bien.

—¿Qué pintores prefiere? —me preguntó como quien está tomando examen. No, ahora que recuerdo, eso me lo preguntó después que bajamos. Apenas me presentó a esa mujer, que estaba sentada en el jardín, cerca de una mesa donde se habían puesto las cosas para el té, Hunter me llevó adentro, a la pieza que me habían destinado. Mientras subíamos (la casa tenía dos pisos) me explicó que la casa, con algunas mejoras, era casi la misma que había construido el abuelo en el viejo casco de la estancia del bisabuelo. "¿Y a mí qué me importa?", pensaba yo. Era evidente que el tipo quería mostrarse sencillo y franco, aunque ignoro con qué objeto. Mientras él decía algo de un reloj de sol o de algo con sol, yo pensaba que María quizá debía estar en alguna de las habitaciones de arriba. Quizá por mi cara escrutadora, Hunter me dijo:

—Acá hay varios dormitorios. En realidad la casa es bastante cómoda, aunque está hecha con un criterio muy gracioso.

Recordé que Hunter era arquitecto. Habría que ver qué entendía por construcciones no graciosas.

—Este es el viejo dormitorio del abuelo y ahora lo ocupo yo —me explicó señalando el del medio, que estaba frente a la escalera.

Después me abrió la puerta de un dormitorio.

—Este es su cuarto —explicó.

Me dejó solo en la pieza y dijo que me esperaría abajo para el té. Apenas quedé solo, mi corazón comenzó a latir con fuerza pues pensé que María podría estar en cualquiera de esos dormitorios, quizá en el cuarto de al lado. Parado en medio de la pieza, no sabía qué hacer. Tuve una idea: me acerqué a la pared que daba al otro dormitorio (no al de Hunter) y golpeé suavemente con mi puño. Esperé respuesta, pero no me contestó. Salí al corredor, miré si no había nadie, me acerqué a la puerta de al lado y mientras sentía una gran agitación levanté el puño para golpear. No tuve valor y volví casi corriendo a mi cuarto. Después decidí bajar al jardín. Estaba muy desorientado.

XXIV

FUE UNA VEZ
en la mesa que la flaca me preguntó a qué pintores prefería. Cité torpemente algunos nombres: Van Gogh, el Greco. Me miró con ironía y dijo, como para sí:


Tiens
.

Después agregó:

—A mí me disgusta la gente demasiado grande. Te diré —prosiguió dirigiéndose a Hunter— que esos tipos como Miguel Ángel o el Greco me molestan. ¡Es tan agresiva la grandeza y el dramatismo! ¿No crees que es casi mala educación? Yo creo que el artista debería imponerse el deber de no llamar jamás la atención. Me indignan los excesos de dramatismo y de originalidad. Fíjate que ser original es en cierto modo estar poniendo de manifiesto la mediocridad de los demás, lo que me parece de gusto muy dudoso. Creo que si yo pintase o escribiese haría cosas que no llamasen la atención en ningún momento.

—No lo pongo en duda —comentó Hunter con malignidad.

Después agregó:

—Estoy seguro de que no te gustaría escribir, por ejemplo,
Los hermanos Karamazov
.


Quelle horreur!
—exclamó Mimí, dirigiendo los ojitos hacia el cielo. Después completó su pensamiento—: Todos parecen
nouveaux-riches
de la conciencia, incluso ese
moine
¿cómo se llama?...
Zozime
.

—¿Por qué no decís Zózimo, Mimí? A menos que te decidas a decirlo en ruso.

—Ya empiezas con tus tonterías puristas. Ya sabes que los nombres rusos pueden decirse de muchas maneras. Como decía aquel personaje de una
farce:
"Tolstói o Tolstuá, que de las dos maneras se puede y se debe decir."

—Será por eso —comentó Hunter— que en una traducción española que acabo de leer (directa del ruso, según la editorial) ponen Tolstoi con diéresis en la i.

—Ay, me encantan esas cosas —comentó alegremente Mimí—. Yo leí una vez una traducción francesa de Tchékhov donde te encontrabas, por ejemplo, con una palabra como
ichvochnik
. (o algo por el estilo) y había una llamada. Te ibas al pie de la página y te encontrabas con que significaba, pongo por caso,
porteur
. Imagínate que en ese caso no se explica uno por qué no ponen en ruso también palabras como
malgré
o
avant
. ¿No te parece? Te diré que las cosas de los traductores me encantan, sobre todo cuando son novelas rusas. ¿Usted aguanta una novela rusa?

Esta última pregunta la dirigió imprevistamente a mí, pero no esperó respuesta y siguió diciendo, mirando de nuevo a Hunter:

—Fíjate que nunca he podido acabar una novela rusa. Son tan trabajosas... Aparecen millares de tipos y al final resulta que no son más que cuatro o cinco. Pero claro, cuando te empiezas a orientar con un señor que se llama Alexandre, luego resulta que se llama Sacha y luego Sachka y luego Sachenka, y de pronto algo grandioso como Alexandre Alexandrovitch Bunine y más tarde es simplemente Alexandre Alexandrovitch. Apenas te has orientado, ya te despistan nuevamente. Es cosa de no acabar: cada personaje parece una familia. No me vas a decir que no es agotador, mismo para ti.

—Te vuelvo a repetir, Mimí, que no hay motivos para que digas los nombres rusos en francés. ¿Por qué en vez de decir Tchékhov no decís Chéjov, que se parece más al original? Además, ese "mismo" es un horrendo galicismo.

—Por favor —suplicó Mimí—, no te pongas tan aburrido, Luisito. ¿Cuándo aprenderás a disimular tus conocimientos? Eres tan abrumador, tan
épuisant
... ¿no le parece? —concluyó de pronto, dirigiéndose a mí.

—Sí —respondí casi sin darme cuenta de lo que decía.

Hunter me miró con ironía.

Yo estaba horriblemente triste. Después dicen que soy impaciente. Todavía hoy me admira que haya oído con tanta atención todas esas idioteces y, sobre todo, que las recuerde con tanta fidelidad. Lo curioso es que mientras las oía trataba de alegrarme haciéndome esta reflexión: "Esta gente es frívola, superficial. Gente así no puede producir en María más que un sentimiento de soledad.
GENTE ASÍ NO PUEDE SER RIVAL
." Y sin embargo no lograba ponerme alegre. Sentía que en lo más profundo alguien me recomendaba tristeza. Y al no poder darme cuenta de la raíz de esta tristeza me ponía malhumorado, nervioso; por más que trataba de calmarme prometiéndome examinar el fenómeno cuando estuviese solo. Pensé, también, que la causa de la tristeza podía ser la ausencia de María, pero me di cuenta de que esa ausencia más me irritaba que entristecía.
No era eso
.

Ahora estaban hablando de novelas policiales: oí de pronto que la mujer preguntaba a Hunter si había leído la ultima novela del
Séptimo círculo
.

—¿Para qué? —respondió Hunter—. Todas las novelas policiales son iguales. Una por año, está bien. Pero una por semana me parece demostrar poca imaginación en el lector.

Mimí se indignó. Quiero decir,
simuló que se indignaba
.

—No digas tonterías —dijo—. Son la única clase de novela que puedo leer ahora. Te diré que me encantan. Todo tan complicado y
detectives
tan maravillosos que saben de todo: arte de la época de Ming, grafología, teoría de Einstein,
baseball
, arqueología, quiromancia, economía política, estadísticas de la cría de conejos en la India. Y después son tan infalibles que da gusto. ¿No es cierto? —preguntó dirigiéndose nuevamente a mí.

Me tomó tan inesperadamente que no supe que responder.

—Sí, es cierto —dije, por decir algo.

Hunter volvió a mirarme con ironía.

—Le diré a Georgie que las novelas policiales te revientan —agregó Mimí, mirando a Hunter con severidad.

—Yo no he dicho que me revienten: he dicho que me parecen todas semejantes.

—De cualquier manera se lo diré a Georgie. Menos mal que no todo el mundo tiene tu pedantería. Al señor Castel, por ejemplo, le gustan ¿no es cierto?

—¿A mí? —pregunté horrorizado.

—Claro —prosiguió Mimí, sin esperar mi respuesta y volviendo la vista nuevamente hacia Hunter— que si todo el mundo fuera tan
savant
como tú no se podría ni vivir. Estoy segura que ya debes tener toda una teoría sobre la novela policial.

—Así es —aceptó Hunter, sonriendo.

—¿No le decía? —comentó Mimí con severidad, dirigiéndose de nuevo a mí y como poniéndome de testigo—. No, si yo a éste lo conozco bien. A ver, no tengas ningún escrúpulo en lucirte. Te debes estar muriendo de las ganas de explicarla.

Hunter, en efecto, no se hizo rogar mucho.

—Mi teoría —explicó— es la siguiente: la novela policial representa en el siglo veinte lo que la novela de caballería en la época de Cervantes. Más todavía: creo que podría hacerse algo equivalente a
Don Quijote:
una sátira de la novela policial. Imaginen ustedes un individuo que se ha pasado la vida leyendo novelas policiales y que ha llegado a la locura de creer que el mundo funciona como una novela de Nicholas Blake o de Ellery Queen. Imaginen que ese pobre tipo se larga finalmente a descubrir crímenes y a proceder en la vida real como procede un
detective
en una de esas novelas. Creo que se podría hacer algo divertido, trágico, simbólico, satírico y hermoso.

—¿Y por qué no lo haces? —preguntó burlonamente Mimí.

—Por dos razones: no soy Cervantes y tengo mucha pereza.

—Me parece que basta con la primera razón —opinó Mimí.

Después se dirigió desgraciadamente a mí:

—Este hombre —dijo señalando de costado a Hunter con su larga boquilla— habla contra las novelas policiales porque es incapaz de escribir una sola, aunque sea la novela más aburrida del mundo.

—Dame un cigarrillo —dijo Hunter, dirigiéndose a su prima. Después agregó—: Cuándo dejarás de ser tan exagerada. En primer lugar, yo no he hablado contra las novelas policiales: simplemente dije que se podría escribir algo así como el
Don Quijote
de nuestra época. En segundo lugar, te equivocas sobre mi absoluta incapacidad para ese género. Una vez se me ocurrió una linda idea para una novela policial.


Sans blague
—se limitó a decir Mimí.

—Sí, te digo que sí. Fijate: un hombre tiene madre, mujer y un chico. Una noche matan misteriosamente a la madre. Las investigaciones de la policía no llegan a ningún resultado. Un tiempo después matan a la mujer; la misma cosa. Finalmente matan al chico. El hombre está enloquecido, pues quiere a todos, sobre todo al hijo. Desesperado, decide investigar los crímenes por su cuenta. Con los habituales métodos inductivos, deductivos, analíticos, sintéticos, etcétera, de esos genios de la novela policial, llega a la conclusión de que el asesino deberá cometer un cuarto asesinato, el día tal, a la hora tal, en el lugar tal. Su conclusión es que el asesino deberá matarlo ahora a él. En el día y hora calculados, el hombre va al lugar donde debe cometerse el cuarto asesinato y espera al asesino. Pero el asesino no llega. Revisa sus deducciones: podría haber calculado mal el lugar: no, el lugar está bien; podría haber calculado mal la hora: no, la hora está bien. La conclusión es horrorosa:
el asesino debe estar ya en el lugar
. En otras palabras:
el asesino es él mismo
, que ha cometido los otros crímenes en estado de inconsciencia. El
detective
y el asesino son la misma persona.

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