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Authors: Ernesto Sábato

El túnel (11 page)

BOOK: El túnel
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Pretexté cansancio y me fui a mi pieza apenas nos levantamos de la mesa. Mi propósito era lograr el mayor numero de elementos de juicio sobre el problema. Subí la escalera, abrí la puerta de mi habitación, encendí la luz, golpeé la puerta, como quien la cierra, y me quedé en el vano escuchando. En seguida oí la voz de Hunter que decía una frase agitada, aunque no podía discernir las palabras; no hubo respuestas de María; Hunter dijo otra frase mucho más larga y más agitada que la anterior; María dijo algunas palabras en voz muy baja, superpuestas con las últimas de él, seguidas de un ruido de sillas; al instante oí los pasos de alguien que subía por la escalera: me encerré rápidamente, pero me quedé escuchando a través del agujero de la llave; a los pocos momentos oí pasos que cruzaban frente a mi puerta: eran pasos de mujer. Quedé largo tiempo despierto, pensando en lo que había sucedido y tratando de oír cualquier clase de rumor. Pero no oí nada en toda la noche.

No pude dormir: empezaron a atormentarme una serie de reflexiones que no se me habían ocurrido antes. Pronto advertí que mi primera conclusión era una ingenuidad: había pensado (lo que es correcto) que no era necesario que María sintiese amor por Hunter para que él tuviera celos; esta conclusión me había tranquilizado. Ahora me daba cuenta de que si bien no era necesario
tampoco era un inconveniente
.

María podía querer a Hunter y sin embargo éste sentir celos.

Ahora bien: ¿había motivos para pensar que María tenía algo con su primo? ¡Ya lo creo que había motivos! En primer lugar, si Hunter la molestaba con celos y ella no lo quería, ¿por qué venía a cada rato a la estancia? En la estancia no vivía, ordinariamente, nadie más que Hunter, que era solo (yo no sabía si era soltero, viudo o divorciado, aunque creo que alguna vez María me había dicho que estaba separado de su mujer; pero, en fin, lo importante era que ese señor vivía solo en la estancia). En segundo lugar, un motivo para sospechar de esas relaciones era que María nunca me había hablado de Hunter sino con indiferencia, es decir con la indiferencia con que se habla de un miembro cualquiera de la familia; pero jamás me había mencionado o insinuado siquiera que Hunter estuviera enamorado de ella y menos que tuviera celos. En tercer lugar, María me había hablado, esa tarde, de sus debilidades. ¿Qué había querido decir? Yo le había relatado en mi carta una serie de cosas despreciables (lo de mis borracheras y lo de las prostitutas) y ella ahora me decía que me comprendía, que también ella no era solamente barcos que parten y parques en el crepúsculo. ¿Qué podía querer decir sino que en su vida había cosas tan oscuras y despreciables como en la mía? ¿No podía ser lo de Hunter una pasión baja de ese género?

Rumié esas conclusiones y las examiné a lo largo de la noche desde diferentes puntos de vista. Mi conclusión final, que consideré rigurosa, fue:
María es amante de Hunter
.

Apenas aclaró, bajé las escaleras con mi valija y mi caja de pinturas. Encontré a uno de los mucamos que había comenzado a abrir las puertas y ventanas para hacer la limpieza: le encargué que saludara de mi parte al señor y que le dijera que me había visto obligado a salir urgentemente para Buenos Aires. El mucamo me miró con ojos de asombro, sobre todo cuando le dije, respondiendo a su advertencia, que me iría a pie hasta la estación.

Tuve que esperar varías horas en la pequeña estación. Por momentos pensé que aparecería María; esperaba esa posibilidad con la amarga satisfacción que se siente cuando, de chico, uno se ha encerrado en alguna parte porque cree que han cometido una injusticia y espera la llegada de una persona mayor que venga a buscarlo y a reconocer la equivocación.

Pero María no vino
. Cuando llegó el tren y miré hacia el camino por última vez, con la esperanza de que apareciera a último momento, y no la vi llegar, sentí una infinita tristeza.

Miraba por la ventanilla, mientras el tren corría hacia Buenos Aires. Pasamos cerca de un rancho; una mujer, debajo del alero, miró el tren. Se me ocurrió un pensamiento estúpido: "A esta mujer la veo por primera y última vez. No la volveré a ver en mi vida." Mi pensamiento flotaba como un corcho en un río desconocido. Siguió por un momento flotando cerca de esa mujer bajo el alero. ¿Qué me importaba esa mujer? Pero no podía dejar de pensar que había existido un instante para mí y que nunca más volvería a existir; desde mi punto de vista era como si ya se hubiera muerto: un pequeño retraso del tren, un llamado desde el interior del rancho, y esa mujer no habría existido nunca en mi vida.

Todo me parecía fugaz, transitorio, inútil, impreciso. Mi cabeza no funcionaba bien y María se me aparecía una y otra vez como algo incierto y melancólico. Sólo horas más tarde mis pensamientos empezarían a alcanzar la precisión y la violencia de otras veces.

XXVIII

LOS DÍAS
que precedieron a la muerte de María fueron los más atroces de mi vida. Me es imposible hacer un relato preciso de todo lo que sentí, pensé y ejecuté, pues si bien recuerdo con increíble minuciosidad muchos de los acontecimientos, hay horas y hasta días enteros que se me aparecen como sueños borrosos y deformes. Tengo la impresión de haber pasado días enteros bajo el efecto del alcohol, echado en mi cama o en un banco de Puerto Nuevo. Al llegar a la estación Constitución me recuerdo muy bien entrando al bar y pidiendo varios whiskies seguidos; después recuerdo vagamente que me levanté, que tomé un taxi y que me fui a un bar de la calle 25 de Mayo o quizá de Leandro Alem. Siguen algunos ruidos, música, unos gritos, una risa que me crispaba, unas botellas rotas, luces muy penetrantes. Después me recuerdo pesado y con un terrible dolor de cabeza en un calabozo de comisaría, un vigilante que abría la puerta, un oficial que me decía algo y después me veo caminando nuevamente por las calles y rascándome mucho. Creo que entré nuevamente a un bar. Horas (o días) más tarde alguien me dejaba en mi taller. Luego tuve unas pesadillas en las que caminaba por los techos de una catedral. Recuerdo también un despertar en mi pieza, en la oscuridad y la horrorosa idea de que la pieza se había hecho infinitamente grande y que por más que corriera no podría alcanzar jamás sus límites. No sé cuánto tiempo pudo haber pasado hasta que las primeras luces del alba entraron por el ventanal. Entonces me arrastré hasta el baño y me metí, vestido, en la bañadera. El agua fría empezó a calmarme y en mi cabeza comenzaron a aparecer algunos hechos aislados, aunque destrozados e inconexos, como los primeros objetos que se ven emerger después de una gran inundación: María en el acantilado, Mimí empuñando su boquilla, la estación
Allende
, un almacén frente a la estación que se llamaba
La confianza
o quizá
La estancia
, María preguntándome por las manchas, yo gritando: "¡Qué manchas!", Hunter mirándome torvamente, yo escuchando arriba, con ansiedad, el diálogo entre los primos, un marinero arrojando una botella, María avanzando hacia mí con ojos impenetrables, Mimí diciendo Tchékhov, una mujer inmunda besándome y yo pegándole un tremendo puñetazo, pulgas que me picaban en todo el cuerpo, Hunter hablando de novelas policiales, el chofer de la estancia. También aparecieron trozos de sueños: nuevamente la catedral en una noche negra, la pieza infinita.

Luego, a medida que me enfriaba, aquellos trozos se fueron uniendo a otros que iban emergiendo de mi conciencia y el paisaje fue reconstituyéndose, aunque con la tristeza y la desolación que tienen los paisajes que surgen de las aguas.

Salí del baño, me desnudé, me puse ropa seca y comencé a escribir una carta a María. Primero escribí que deseaba darle una explicación por mi fuga de la estancia (taché "fuga" y puse "ida"). Agregué que apreciaba mucho el interés que ella se había tomado por mí (taché "por mí" y puse "por mi persona"). Que comprendía que ella era muy bondadosa y estaba llena de sentimientos puros, a pesar de que, como ella misma me lo había hecho saber, a veces prevalecían "bajas pasiones". Le dije que apreciaba en su justo valor el asunto de la salida de un barco o el asistir sin hablar a un crepúsculo en un parque pero que, como ella podía imaginar (taché "imaginar" y puse "calcular"), no era suficiente para mantener o probar un amor: seguía sin comprender cómo era posible que una mujer como ella fuera capaz de decir palabras de amor a su marido y a mí, al mismo tiempo que se acostaba con Hunter. Con el agravante —agregué— de que también se acostaba con el marido y conmigo. Terminaba diciendo que, como ella podría darse cuenta, esa clase de actitudes daba mucho que pensar, etcétera.

Releí la carta y me pareció que, con los cambios anotados, quedaba suficientemente hiriente. La cerré, fui al Correo Central y la despaché certificada.

XXIX

APENAS
salí del correo advertí dos cosas: no había dicho en la carta por qué había inferido que ella era amante de Hunter; y no sabía qué me proponía al herirla tan despiadadamente: ¿acaso hacerla cambiar de manera de ser, en caso de ser ciertas mis conjeturas? Eso era evidentemente ridículo. ¿Hacerla correr hacia mí? No era creíble que lo lograra con esos procedimientos. Reflexioné, sin embargo, que en el fondo de mi alma sólo ansiaba que María volviese a mí. Pero, en este caso, ¿por qué no decírselo directamente, sin herirla, explicándole que me había ido de la estancia porque de pronto había advertido los celos de Hunter? Al fin de cuentas, mi conclusión de que ella era amante de Hunter, además de hiriente, era completamente gratuita; en todo caso era una hipótesis, que yo me podía formular con el único propósito de orientar mis investigaciones futuras.

Una vez más, pues, había cometido una tontería con mi costumbre de escribir cartas muy espontáneas y enviarlas en seguida.
Las cartas de importancia hay que retenerlas por lo menos un día
hasta que se vean claramente todas las posibles consecuencias.

Quedaba un recurso desesperado, ¡el recibo! Lo busqué en todos los bolsillos, pero no lo encontré: lo habría arrojado estúpidamente, por ahí. Volví corriendo al correo, sin embargo, y me puse en la fila de las certificadas. Cuando llegó mi turno, pregunté a la empleada, mientras hacía un horrible e hipócrita esfuerzo para sonreír.

—¿No me reconoce?

La mujer me miró con asombro: seguramente pensó que era loco. Para sacarla de su error, le dije que era la persona que acababa de enviar una carta a la estancia
Los Ombúes
. El asombro de aquella estúpida pareció aumentar y, tal vez con el deseo de compartirlo o de pedir consejo ante algo que no alcanzaba a comprender, volvió su rostro hacia un compañero; me miró nuevamente a mí.

—Perdí el recibo —expliqué. No obtuve respuesta.

—Quiero decir que necesito la carta y no tengo el recibo —agregué.

La mujer y el otro empleado se miraron, durante un instante, como dos compañeros de baraja.

Por fin, con el acento de alguien que está profundamente maravillado, me preguntó:

—¿Usted quiere que le devuelvan la carta?

—Así es.

—¿Y ni siquiera tiene el recibo?

Tuve que admitir que, en efecto, no tenía ese importante documento. El asombro de la mujer había aumentado hasta el límite. Balbuceó algo que no entendí y volvió a mirar a su compañero.

—Quiere que le devuelvan una carta —tartamudeó. El otro sonrió con infinita estupidez, pero con el propósito de querer mostrar viveza. La mujer me miró y me dijo:

—Es completamente imposible.

—Le puedo mostrar documentos —repliqué, sacando unos papeles.

—No hay nada que hacer. El reglamento es terminante.

—El reglamento, como usted comprenderá, debe estar de acuerdo con la lógica —exclamé con violencia, mientras comenzaba a irritarme un lunar con pelos largos que esa mujer tenía en la mejilla.

—¿Usted conoce el reglamento? —me preguntó con sorna.

—No hay necesidad de conocerlo, señora —respondí fríamente, sabiendo que la palabra
señora
debía herirla mortalmente.

Los ojos de la arpía brillaban ahora de indignación.

—Usted comprende, señora, que el reglamento no puede ser ilógico: tiene que haber sido redactado por una persona normal, no por un loco. Si yo despacho una carta y al instante vuelvo a pedir que me la devuelvan porque me he olvidado de algo esencial, lo lógico es que se atienda mi pedido. ¿O es que el correo tiene empeño en hacer llegar cartas incompletas o equívocas? Es perfectamente claro y razonable que el correo es un medio de comunicación, no un medio de compulsión: el correo no puede
obligar
a mandar una carta si yo no quiero.

—Pero usted lo quiso —respondió.

—¡Sí! —grité—, ¡pero le vuelvo a repetir que
ahora no lo quiero!

—No me grite, no sea mal educado. Ahora es tarde.

—No es tarde porque la carta está allí —dije, señalando hacia el cesto de las cartas despachadas.

La gente comenzaba a protestar ruidosamente. La cara de la solterona temblaba de rabia. Con verdadera repugnancia, sentí que todo mi odio se concentraba en el lunar.

—Yo le puedo probar que soy la persona que ha mandado la carta —repetí, mostrándole unos papeles personales.

—No grite, no soy sorda —volvió a decir—. Yo no puedo tomar semejante decisión.

—Consulte al jefe, entonces.

—No puedo. Hay demasiada gente esperando. Acá tenemos mucho trabajo, ¿comprende?

—Este asunto forma parte del trabajo —expliqué.

Algunos de los que estaban esperando propusieron que me devolvieran la carta de una vez y se siguiera adelante. La mujer vaciló un rato, mientras simulaba trabajar en otra cosa; finalmente fue adentro y al cabo de un largo rato volvió con un humor de perro. Buscó en el cesto.

—¿Qué estancia? —preguntó con una especie de silbido de víbora.

—Estancia
Los Ombúes
—respondí con venenosa calma.

Después de una búsqueda falsamente alargada, tomó la carta en sus manos y comenzó a examinarla como si la ofrecieran en venta y dudase de las ventajas de la compra.

—Sólo tiene iniciales y dirección —dijo.

—¿Y eso?

—¿Qué documentos tiene para probarme que es la persona que mandó la carta?

—Tengo el borrador —dije, mostrándolo. Lo tomó, lo miró y me lo devolvió.

—¿Y cómo sabemos que es el borrador de la carta?

—Es muy simple: abramos el sobre y lo podemos verificar.

La mujer dudó un instante, miró el sobre cerrado y luego me dijo:

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