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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (50 page)

BOOK: El último Catón
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—No se preocupe, están bien. Se encuentran en los cuartos inmediatos. Acabamos de verles y ya se están despertando.

—¿Qué lugar es este?

—El
nosokomio
George Gennimatas.

—¿El qué?

—El Hospital General de Atenas, hermana. Unos marineros les encontraron a última hora de la tarde en uno de los muelles de El Pireo
[38]
y les trajeron al hospital más cercano. Al ver su acreditación diplomática vaticana, el personal de Urgencias se puso en contacto con nosotros.

Un médico alto, moreno y con un enorme bigote turco apareció de repente retirando la cortina de plástico que hacía las funciones de puerta. Se acercó a mi cama y, mientras me tomaba el pulso y me examinaba los ojos y la lengua, se dirigió a Su Eminencia del archimandrita Theologos Apostolidis, quien, a continuación, se dirigió a mí en un correcto inglés.

—El doctor Kalogeropoulos desea saber cómo se encuentra.

—Bien. Me encuentro bien —respondí, tratando de incorporarme. Ya no tenía el gotero enganchado al brazo.

El médico griego dijo otras palabras y tanto el padre Cardini como el Archimandrita Apostolidis se volvieron y se pusieron de cara a la pared. Entonces, el doctor retiró la sábana que me cubría y pude ver que, por toda ropa, llevaba puesto un horrible camisón corto de color salmón claro que dejaba mis piernas al aire. No me extrañé al ver que tenía los pies vendados pero sí al descubrir que también tenía vendados los muslos.

—¿Qué me ha pasado? —pregunté. El padre Cardini repitió mis palabras en griego y el médico respondió con una larga conferencia.

—El doctor Kalogeropoulos dice que tanto usted como sus compañeros presentan unas heridas muy extrañas y dice que han encontrado dentro de ellas una sustancia vegetal clorofilada que no han podido identificar. Pregunta si sabe usted cómo se las han hecho porque, al parecer les han descubierto otras similares, más antiguas, en los brazos.

—Dígale que no sé nada y que quisiera verlas, padre.

Ante mi petición, el médico retiró los vendajes poniendo muchísimo cuidado y luego, con aquellos dos sacerdotes castigados mirando hacia la pared y yo en camisón y destapada, salió del cuarto. La situación era tan violenta que no me atreví a decir ni media palabra, aunque, afortunadamente, el doctor Kalogeropoulos regresó al instante con un espejo que me permitió ver las escarificaciones flexionando las piernas. Ahí estaban: una cruz decussata en la parte posterior del muslo derecho y otra, griega, en el izquierdo. Jerusalén y Atenas grabadas para siempre en mi cuerpo. Debería haberme sentido orgullosa pero, saciada mi curiosidad, mi única obsesión era ver a Farag. Lo malo fue que, en uno de los movimientos del espejo, también vi mi cara reflejada, y me quedé atónita al comprobar que no sólo tenía los ojos hundidos y la piel demacrada, sino que lucía en mi cabeza un exuberante vendaje a modo de turbante musulmán. El doctor Kalogeropoulos, viendo mi expresión de sorpresa, lanzó otra andanada de palabras.

—El doctor dice —me transmitió el padre Cardini— que sus amigos y usted han sido golpeados con algún objeto contundente y que presentan importantes contusiones en el cráneo. Por los resultados de los análisis, piensa que también consumieron alcaloides y quiere que le diga qué sustancias ingirieron.

—¿Es que este médico cree que somos drogadictos o qué?

El padre Cardini no se atrevió a rechistar.

—Dígale al médico que no hemos tomado nada y que no sabemos nada, padre. Que por mucho que nos pregunte no vamos a poder decirle más. Y ahora, si no es mucha molestia, me gustaría ver a mis compañeros.

Y, diciendo esto, me senté en el borde de la cama y bajé las piernas hasta el suelo. Las vendas de los pies me servían divinamente de zapatillas. Al verme, el doctor Kalogeropoulos dejó escapar una exclamación de enojo y, sujetándome por los brazos, intentó volver a acostarme, pero me resistí con todas mis fuerzas y no lo consiguió.

—Padre Cardini, por favor, ¿sería tan amable de decirle al doctor que quiero mi ropa y que voy a quitarme este vendaje de la cabeza?

El sacerdote católico tradujo mis palabras y se produjo un diálogo rápido y agitado.

—No puede ser, hermana. El doctor Kalogeropoulos dice que todavía no está bien y que podría sufrir un colapso.

—¡Dígale al doctor Kalogeropoulos que estoy perfectamente! ¿Conoce usted, padre, la importancia del trabajo que el profesor, el capitán y yo estamos haciendo?

—Aproximadamente, hermana.

—Pues dígale que me entregue mi ropa… ¡Ahora!

Volvió a producirse un irritado cruce de palabras y el facultativo salió de la habitación con muy malos modos. Poco después hizo acto de presencia una joven enfermera que, al entrar, dejó una bolsa de plástico a los pies de la cama sin decir ni media palabra y, luego, se acercó hasta mí y empezó a liberar mi cabeza del turbante. Sentí un inmenso alivio cuando me lo quitó, como si aquellas tiras de gasa hubieran estado comprimiéndome el cerebro. Metí los dedos entre el pelo para airearlo y rocé con las yemas una abultada y dolorosa protuberancia en la parte superior.

Todavía no había terminado de vestirme cuando se oyeron unos golpes en el dintel metálico del vano de la entrada. Yo misma retiré la cortina cuando estuve lista. Farag y el capitán, ataviados con unas batas cortas del mismo color azul desteñido que el ajado camisón hospitalario que exhibían, me miraron sorprendidos desde debajo de sus respectivos turbantes.

—¿Por qué tú estás arreglada y nosotros tenemos estas pintas? —preguntó Farag.

—Porque no sabéis hacer valer vuestra autoridad —repuse, riendo. Volver a verle me hacía sentir muy feliz; el corazón me latía a toda marcha—. ¿Estáis bien?

—Estamos perfectamente, pero esta gente se empeña en tratarnos como a niños.

—¿Quiere ver esto, doctora? —me preguntó Glauser-Röist tendiéndome el familiar pliegue de grueso papel de los staurofílakes. Lo cogí de su mano, con una sonrisa y lo abrí. Esta vez sólo había una palabra: «Αποστολειον»,
Apostoleíon
.

—Volvemos a empezar, ¿eh? —dije.

—En cuanto salgamos de aquí —murmuró la Roca echando una mirada torva a su alrededor.

—Pues, entonces, será ya mañana —aviso Farag, metiendo las manos en los bolsillos de la bata—, porque son las once de la noche y no creo que, a estas horas, nos den el alta.

—¿Las once de la noche? —exclamé abriendo los ojos de par en par. Habíamos permanecido inconscientes todo el día.

—Firmaremos el alta voluntaria, o como quiera que se llame en este país —refunfuñó el capitán dirigiéndose hacia las mesas en las que se encontraba el personal sanitario.

Aproveché su ausencia para mirar con libertad a Farag. Estaba ojeroso y, como la barba le llegaba ya hasta el cuello, parecía un original anacoreta rubio del desierto. El recuerdo de lo que había pasado la noche anterior aceleraba aún más mi corazón, si eso era posible, y me hacía sentir dueña de un secreto que sólo él y yo compartíamos. Sin embargo, Farag no parecía recordar nada, su cara era de simpática indiferencia y, en lugar de hablar conmigo, se dirigió inmediatamente a mis acompañantes, dejándome con la palabra en la boca. Me quedé perpleja y preocupada, ¿acaso lo había soñado todo?

No conseguí que hablara conmigo en toda la noche, ni siquiera cuando salimos del hospital y subimos al coche de la embajada vaticana (Su Eminencia Theologos Apostolidis se despidió amablemente de nosotros en la puerta del George Gennimatas y se marchó en su propio vehículo). Así que Farag, o bien se dirigía al capitán o bien al padre Cardini, y, cuando sus ojos tropezaban con los míos, pasaban por encima de mí sin detenerse, como si yo fuera transparente. Si lo que pretendía era hacerme daño, lo estaba consiguiendo, pero no iba a dejar que aquello me destrozara, así que me encerré en el más negro mutismo hasta que llegamos al hotel y, una vez en mi habitación, como no podía sentarme cómodamente por culpa de las escarificaciones, estuve orando tendida en la cama hasta que caí rendida, cerca ya de las tres de la madrugada. Llena de angustia, le pedí a Dios que me ayudara, que me devolviera la certeza de mi vocación religiosa, la tranquila estabilidad de mi vida anterior y me refugié en Su Amor hasta que encontré la paz que necesitaba. Dormí bien, pero mi último pensamiento fue para Farag y también el primero de la mañana siguiente.

Él, sin embargo, no me miró ni una sola vez durante el desayuno, ni tampoco en el viaje hacia el aeropuerto, ni mientras subíamos al Westwind y tomábamos asiento (con mucho cuidado) en los sillones de la cabina de pasajeros que, como un viejo y cálido hogar, empezaba a ser nuestra única referencia estable. Despegamos del aeropuerto Hellinikon alrededor de las diez de la mañana e, inmediatamente, empezaron los paseos de nuestra azafata favorita con sus ofertas de comida, bebida y entretenimientos. El capitán Glauser-Röist, después de pronosticar los más terribles desenlaces para la pobre chica, que resultó llamarse Paola, nos contó, muy satisfecho, que sólo había tardado cuatro horas en recorrer la distancia entre Maratón y Kapnikaréa y que su pulsómetro no se había disparado ni una sola vez. Aunque Farag se rió y le felicitó con un apretón de manos y unos golpes afectuosos en el brazo, yo me sumí en la más completa de las miserias recordando los pitidos del pulsómetro de Farag y del mio en aquellos preciosos momentos que habíamos vivido en la silenciosa carretera de Maratón.

El vuelo entre Atenas y Estambul fue tan corto que apenas nos dio tiempo a preparar el quinto círculo purgatorial. En Constantinopla purgaríamos el pecado de la avaricia y lo haríamos, al decir del florentino, echados en el suelo:

Cuando en el quinto círculo hube entrado,
vi por aquel a gentes que lloraban,
tumbados en la tierra boca abajo.

«Adhaesit pavimento anima mea»
[39]
les oí exclamar con tan altos suspiros,
que apenas se entendían las palabras.

—¿Sólo tenemos esto para empezar? —preguntó, escéptico, Farag—. Es muy poco y Estambul es muy grande.

—También tenemos el
Apostoleíon
—le recordó Glauser-Röist, cruzando tranquilamente las piernas como si no sufriera en absoluto el dolor de las cicatrices ni esas molestas agujetas que la carrera de Maratón nos había dejado a los demás como recuerdo. La Nunciatura vaticana en Ankara y el Patriarcado de Constantinopla están trabajando desde anoche sobre ello. Cuando llegamos al hotel, me puse en contacto con Monseñor Lewis y con el secretario del Patriarca, el padre Kallistos, quien me informó de que el
Apostoleíon
fue la famosa iglesia ortodoxa de los Santos Apóstoles que sirvió de Panteón Real a los emperadores bizantinos hasta el siglo
XI
. Era el templo más grande después de Santa Sofía. Hoy día, sin embargo, no queda nada de ella. Mehmet II, el conquistador turco que puso fin al imperio bizantino, ordenó su destrucción en el siglo
XV
.

—¿No queda nada de ella? —me escandalicé—. ¿Y qué pretenden que hagamos? ¿Excavar la ciudad en busca de sus restos arqueológicos?

—No lo sé doctora. Tendremos que investigar. Parece ser que Mehmet II, intentando emular a los emperadores, mandó construir allí mismo su propio mausoleo, la mezquita de Fatih Camii que aún sigue en funcionamiento. Del
Apostoleíon
no queda absolutamente nada. Ni una piedra. Pero habrá que esperar los informes de la Nunciatura y del Patriarcado para saber algo más.

—¿Qué les ha pedido que investiguen?

—Todo, absolutamente todo, doctora: la historia completa de la iglesia con el mayor lujo de detalles, también la de Fatih Camii; los planos, mapas y dibujos de las reconstrucciones, nombres de los arquitectos, objetos, obras de arte, todos los libros que hablen sobre ellas, el ritual de enterramiento de los emperadores, etc. Como verá no he dejado ningún detalle al azar y estoy seguro de que tanto la Nunciatura como el Patriarcado están trabajando a fondo en el tema. El Nuncio apostólico, Monseñor Lewis, me dijo, además, que podíamos contar con la ayuda de uno de los agregados culturales de la embajada italiana, experto en arquitectura bizantina, y el Patriarcado está especialmente ansioso por colaborar con nosotros porque también ha sufrido las fechorías de los staurofílakes: lo poco que quedaba del fragmento de Vera Cruz que el emperador Constantino recibió directamente de su madre, santa Helena, desapareció hace menos de un mes de la iglesia patriarcal de San Jorge, y eso que estaban avisados. Pero el antiguamente poderoso Patriarcado de Constantinopla es hoy día tan pobre que no dispone de recursos para proteger sus reliquias. Al parecer, apenas quedan fieles ortodoxos en Estambul. El proceso de islamización ha sido tan intenso y el nacionalismo se ha vuelto tan violento que, en la actualidad, casi el ciento por ciento de la población es turca y de religión musulmana.

En ese momento, el comandante del Westwind nos comunicó por los altavoces que en menos de media hora aterrizaríamos en el Aeropuerto Internacional Atatürk de Estambul.

—Deberíamos darnos prisa con el texto de Dante —apremió Glauser-Röist, abriendo de nuevo el libro—. ¿Dónde estábamos?

—Acabábamos de empezar —le respondió Farag, ojeando a su vez su propio ejemplar de la
Divina Comedia
—. Dante estaba oyendo recitar a los espíritus de los avariciosos el primer versículo del Salmo 118: «Mi alma está pegada al suelo».

—Bueno, pues, a continuación, Virgilio pide que les indiquen dónde está la entrada que da acceso a la siguiente cornisa.

—Pero ¿a Dante le han quitado ya la marca de la frente? —le interrumpí. Me escocía un poco la cruz decussata del muslo derecho.

—No en todos los círculos Dante menciona explícitamente que los ángeles le vayan borrando las cicatrices de los pecados capitales, pero siempre señala en algún momento que, tras cada nueva subida, se siente más ligero, que camina con más facilidad y, de vez en cuando, recuerda que le han quitado alguna «P». ¿Desea conocer algún detalle más, doctora?

—No, muchas gracias. Puede seguir.

—Continúo… Los avariciosos contestan a los poetas:

Si venís libres de yacer aquí con nosotros,
y queréis pronto hallar el camino,
llevad siempre por fuera la derecha.

—Es decir —interrumpí de nuevo—, que deben ir hacia la derecha, dejando de ese lado el precipicio.

El capitán me miró y afirmó con la cabeza.

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