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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (41 page)

BOOK: El último judío
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—¿Puedo regresar mañana a ver a mis pacientes?

El padre Espina se turbó visiblemente. Yonah sabía que no deseaba mostrarse desagradecido, pero tampoco podía mostrarse demasiado tolerante so pena de que ello le acarreara dificultades.

—Podéis regresar mañana. Pero os lo advierto: es posible que sea la última vez que os den la autorización.

Cuando se presentó al día siguiente, se enteró de que doña Sancha Berga había muerto durante la noche.

Don Berenguer recibió la noticia estoicamente.

—Me alegro de que ya esté libre —dijo.

Aquella mañana a cada uno de los miembros de la familia se les notificó que habían sido condenados oficialmente por herejía y serían ejecutados en un auto de fe en un futuro no muy lejano. Yonah sabía que no había ninguna manera delicada de plantear la cuestión que más lo angustiaba.

—Don Berenguer, el fuego es la peor manera de morir que existe.

Ambos se sintieron momentáneamente unidos por el conocimiento del horrible y prolongado dolor de la carne carbonizada y la sangre hirviendo.

—¿Por qué me hacéis este comentario tan cruel? ¿Acaso pensáis que no lo sé?

—Hay un medio de escapar de este final. Tenéis que reconciliaros con la Iglesia.

Berenguer le miró y vio en él a un severo católico en el que hasta entonces no había reparado.

—¿De veras lo creéis, señor médico? —replicó fríamente don Berenguer—. Ya es demasiado tarde. La sentencia ya es firme.

—Demasiado tarde para salvar vuestra vida, pero no demasiado para alcanzar un rápido final por medio del garrote.

—¿Creéis que me corté la carne por un capricho y me uní a la fe de mi madre para renunciar ahora a ella? ¿Acaso no os he manifestado mi intención de morir como judío?

—Podéis morir como judío en vuestro fuero interno. Decidles simplemente que os arrepentís y alcanzaréis la liberación. Vos sois judío para siempre, porque la ley de consagración judía a la fe se transmite de madre a hijo. Puesto que vuestra madre nació judía, vos también lo sois. Eso no lo puede cambiar ninguna declaración. Según la antigua ley de Moisés, sois judío. Sin embargo, proclamando lo que ellos están deseando escuchar, conseguiréis un rápido estrangulamiento y evitaréis la tortura de una muerte lenta y terrible.

Berenguer cerró los ojos.

—Pero eso es un acto de cobardía que me priva del único momento de nobleza, de la única satisfacción que me puede deparar la muerte.

—No es un acto de cobardía. Casi todos los rabinos coinciden en que no es un pecado aceptar la conversión a punta de espada.

—¿Qué sabéis vos de rabinos y de la ley de Moisés? —preguntó Berenguer, mirándolo fijamente.

Yonah vio aparecer un destello de comprensión en los ojos del otro hombre.

—Dios mío —musitó Berenguer.

—¿Podéis poneros en contacto con los otros miembros de vuestra familia?

—A veces nos conducen al patio a la misma hora para que hagamos ejercicio. Podemos intercambiar unas palabras.

—Debéis decirles que busquen a Jesús para alcanzar la misericordia de un final más rápido.

—Mi hermana Mónica y su esposo Andrés son cristianos piadosos. Pediré a Geraldo que haga lo que vos nos aconsejáis.

—No me concederán autorización para volver a veros —dijo Yonah.

Se acercó a Berenguer, lo abrazó y lo besó en ambas mejillas.

—Que podamos reunirnos en un lugar más feliz —deseó don Berenguer—. Id en paz.

—Que la paz os acompañe —respondió Yonah, y acto seguido llamó al guardia.

Aquel miércoles por la noche, interrumpiendo una partida de damas que Yonah estaba ganando, fray Bonestruca empezó a pegar brincos delante de sus hijos. Al principio, fue algo muy gracioso. Bonestruca hacía visajes y emitía suaves murmullos de alegría mientras saltaba de acá para allá. Los niños se reían y lo señalaban con el dedo, y el pequeño Dionisio llegó al extremo de acercarse corriendo a su juguetón progenitor y arrojarle una pelotita de madera.

El fraile seguía brincando. De pronto, su sonrisa se desvaneció y los sonidos que brotaban de su boca dejaron de ser alegres y adquirieron un tono gutural, pero él seguía saltando y haciendo cabriolas. El rostro se le arreboló a causa del esfuerzo, pero después se le ensombreció en una mueca de amargura, pese a lo cual la alta figura aún danzaba y daba vueltas, con el negro hábito revoloteando a su alrededor, la joroba moviéndose arriba y abajo, y el rostro contraído en un rictus de furia.

Los niños enmudecieron y se asustaron. Se apartaron de su padre con los ojos como platos y la pequeña Hortensia abrió la boca en un grito silencioso. Su madre María Juana les habló en susurros y los sacó de la estancia. Yonah también hubiera querido retirarse, pero no podía. Permaneció sentado junto a la mesa, contemplando cómo la terrible danza iba cesando poco a poco. Al final, terminó del todo y Bonestruca cayó de rodillas, agotado por el esfuerzo.

Poco después regresó María Juana. Secó el rostro del fraile con un lienzo húmedo, volvió a retirarse y regresó con una jarra de vino. Bonestruca bebió dos vasos y dejó que ella lo ayudara a sentarse.

El fraile tardó un rato en levantar los ojos.

—A veces, me dan ataques.

—Ya lo veo —dijo Yonah.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que veis?

—Nada, señor. Era una manera de decir.

—Ha ocurrido en presencia de los sacerdotes y los frailes con quienes cumplo mis deberes. Me están vigilando.

¿Serían figuraciones del clérigo?, se preguntó Yonah.

—Me han seguido hasta aquí. Saben lo de María Juana y los niños.

Probablemente era verdad, pensó Yonah.

—¿Y qué van a hacer?

Bonestruca se encogió de hombros.

—Creo que esperan a ver si remiten los ataques. —Bonestruca miró a Yonah frunciendo el ceño—. ¿Cuál creéis vos que es la causa?

Era una forma de locura. Yonah lo pensaba, pero no podía decirlo. Nuño le había dicho una vez, hablando de la locura, que había observado un detalle común en la historias de las personas a las que había tratado. Este detalle era el hecho de haber padecido el
malum venereum
en su juventud y haber enloquecido al cabo de los años. Nuño no había formulado ninguna teoría al respecto, pero la cuestión le había parecido lo bastante curiosa como para comentársela a su alumno y ahora Yonah la había recordado.

—No estoy muy seguro, pero… puede que esté relacionada con la sífilis.

—¡Claro, la sífilis! Estáis equivocado, médico, pues yo sólo la padecí durante muy breve tiempo. Creo que eso es cosa de Satanás, que quiere apoderarse de mi alma. Cuesta mucho luchar contra el demonio, pero yo he conseguido vencerlo en todas las ocasiones.

Yonah se quedó sin habla, pero Bonestruca salvó la situación y se concentró de nuevo en el tablero de las damas.

—¿Os toca a vos descargar un golpe con vuestros soldados, o me toca a mi?

—Os toca a vos, señor —contestó Yonah.

Estaba tan turbado que jugó muy mal durante todo el resto de la noche. En cambio, Bonestruca se mostró animado y despejado. Éste terminó enseguida la partida y se alegró de su victoria.

A pesar de lo que le había dicho el padre Espina, al día siguiente Yonah regresó a la prisión y pidió visitar a don Berenguer, pero el lugar de Espina lo ocupaba un sacerdote de más edad que se limitó a sacudir la cabeza y a despedirle sin más.

El auto de fe se celebró seis días más tarde. La víspera de las ejecuciones, el médico Callicó abandonó Zaragoza y se fue a visitar a unos pacientes de las zonas más alejadas de la comarca, en un viaje que lo obligó a permanecer varios días ausente de casa.

Temía haberse ido de la lengua y que, bajo tortura, Berenguer revelara la presencia y la identidad de otro cristiano judaizante, pero sus temores fueron infundados. Cuando regresó a Zaragoza, varios de sus pacientes se complacieron en facilitarle los detalles del acto de fe, que había estado tan concurrido como siempre. Cada miembro de la familia judía Bartolomé había muerto en gracia de Dios, besando la cruz que le acercaron a los labios y había sido estrangulado mediante rápidas rotaciones de la tuerca que apretaba el garrote de acero antes de ser arrojado a las llamas.

CAPÍTULO 36

Las partidas de damas

Cuando Yonah acudió a la finca de la orilla del río para pasar la velada jugando a las damas, vio que María Juana tenía una gran magulladura morada que le cubría casi toda la mejilla bajo el hinchado ojo izquierdo, y vio también varias magulladuras en los brazos de la pequeña Hortensia.

Bonestruca lo saludó con un movimiento de la cabeza y apenas dijo nada, concentrándose de tal forma en el juego que ganó la primera partida tras una reñida batalla. En la segunda partida el fraile se mostró enfurruñado, jugó muy mal y no tardó en perder.

Cuando la pequeña Filomena rompió a llorar, Bonestruca se puso en pie de un salto.

—¡Quiero silencio! —gritó.

María Juana tomó a la niña y se retiró con sus hijos a la otra estancia. Los dos hombres jugaron en medio de un silencio sólo quebrado por el sonido de las piedrecitas sobre el tablero de madera.

Cuando ya iban por la tercera partida, entró María Juana para servirles una bandeja de dátiles y llenarles los vasos de vino.

Bonestruca la miró con expresión malhumorada hasta que ella se retiró.

Entonces el fraile miró a Yonah.

—¿Dónde vivís?

Yonah se lo dijo y él asintió con la cabeza.

—Pues allí jugaremos a las damas la semana que viene. ¿Os parece bien?

—Si, por supuesto —contestó Yonah.

A Reyna, en cambio, aquella disposición le pareció muy mal. Identificó al visitante en cuanto le abrió la puerta. En Zaragoza, todo el mundo conocía al fraile jorobado y sabía quién era.

Reyna le franqueó la entrada, le ofreció asiento y anunció su presencia a Yonah.

Cuando les sirvió vino y un refrigerio, Reyna lo hizo sin levantar los ojos y se retiró enseguida.

Estaba claro que la relación de Yonah con Bonestruca no le hacía ninguna gracia. Al día siguiente, Yonah observó su perplejidad, pero ella no le hizo ninguna pregunta. Tenía muy claro el papel que desempeñaba en la casa; sabía que el amo era Yonah y que ella era la criada en todas las cuestiones menos en la cama. Sin embargo, una semana después Reyna se fue a pasar tres días a su pueblo y, al volver, le dijo a Yonah que se había comprado una casa y que pensaba irse a vivir allí.

—¿Cuándo? —le preguntó Yonah, consternado.

—No lo sé, pero no tardaré mucho.

—Pero ¿por qué?

—Para regresar a casa. El dinero que me dejó Nuño me ha convertido en una mujer muy rica en mi pueblo.

—Te echaré de menos —le dijo Yonah con toda sinceridad.

—Pero no demasiado. Yo soy una comodidad para vos. —Al ver que Yonah protestaba, Reyna levantó la mano—. Yonah, tengo años suficientes como para ser vuestra madre. Es bueno sentir ternura cuando compartimos la cama, pero muchas veces me parecéis más bien un hijo o un sobrino a quien aprecio. —Luego le dijo que no se preocupara—. Os enviaré a una moza muy fuerte en mi lugar, una moza que trabaja muy bien.

Diez días más tarde, un mozo del pueblo de Reyna llegó con un carro tirado por un asno a la casa de Yonah y ayudó a la criada a cargarlo.

Los efectos que ésta había acumulado en el servicio a tres amos distintos eran tan escasos que cupieron sin ninguna dificultad en el pequeño carro.

—Reyna, ¿estás segura de que lo quieres hacer? —le preguntó Yonah y entonces ella hizo el único gesto que rompía el pacto entre amo y criada bajo el cual ambos habían vivido. Tendió la mano y apoyó la cálida palma sobre su mejilla, mirándole con ternura, respeto y una inequívoca expresión de despedida.

Cuando ella se hubo ido, las estancias quedaron en silencio y Yonah tuvo la sensación de que la casa se había quedado vacía.

Había olvidado el amargo sabor de la soledad. Se entregó en cuerpo y alma a su trabajo, cabalgaba cada vez más lejos para atender a los enfermos y permanecía más tiempo del estrictamente necesario en casa de los pacientes para prolongar el contacto humano, hablando del negocio con los tenderos y de las cosechas con los campesinos. En su finca podó otros doce olivos viejos. Dedicó también más tiempo a traducir a Avicena; ya había traducido una considerable parte del Canon de la medicina y este hecho lo llenaba de emocionado orgullo y lo animaba a seguir adelante.

Cumpliendo su palabra, Reyna le envió una moza llamada Carla Montesa para que lo sirviera como ama de llaves. Era una muchacha fornida que trabajaba de buen grado y mantenía la casa impecablemente limpia, pero no hablaba jamás y a Yonah no le gustaba cómo cocinaba. Reyna la sustituyó por Petronila Álvarez, una viuda con la cara llena de verrugas; ésta cocinaba bien, pero lo mareaba con sus parloteos, por lo que Yonah sólo la tuvo cuatro días.

Entonces Reyna ya no le envió a nadie más.

Había llegado rápidamente al extremo de esperar con temor sus guerras semanales sobre el tablero de damas con Bonestruca, pues nunca sabía si el fraile se mostraría un brillante adversario o un hombre malhumorado que estaba perdiendo a ojos vista la razón y el equilibrio.

Un miércoles por la noche, María Juana le abrió la puerta y le indicó por señas la estancia del fondo, donde Bonestruca permanecía sentado a la mesa, sobre la cual no había el acostumbrado tablero de damas sino un libro abierto. El clérigo se estaba examinando el rostro en un espejo de mano.

Al principio, no contestó al saludo de Yonah. Después, sin apartar los ojos del espejo, le dijo:

—¿Vos veis la maldad cuando me miráis, médico?

Yonah eligió cuidadosamente las palabras.

—Veo un rostro extremadamente bien parecido.

—¿Diríais que mis rasgos son atractivos?

—Muy hermosos, señor.

—¿Es el rostro de un hombre justo?

—Es un rostro que se ha mantenido asombrosamente inocente e inalterado con el paso del tiempo.

—¿Conocéis el largo poema La divina comedia, del florentino Dante Alighieri?

—No, señor.

—Lástima. —Bonestruca tomó una de las páginas del montón de folios sueltos y empezó a leer—: «
El rostro era el de un hombre justo, / pues la piel era hermosa por fuera, / pero todo el tronco era de serpiente; / dos ramas peludas le llegaban hasta las axilas, y tanto la espalda como el pecho y los dos costados / los tenía pintados con retorcidos nudos y círculos…
» —El fraile miró a Yonah—. Pertenece a la primera parte del poema, llamada Infierno. Es el retrato de un monstruo de las profundidades del infierno, un ser deforme y espantoso.

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