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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (43 page)

BOOK: El último judío
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Las fiebres siempre constituían un problema, pero, hacia el final del invierno, una epidemia de fiebres y tos lo mantuvo especialmente ocupado. Las visitas a los enfermos se habían intensificado.

—Señor Callicó, me duelen los huesos —tosió—… las aftas me molestan mucho, no puedo tragar… el dolor — tosió más.

—A veces ardo de calor y otras tirito de frío —volvió a toser.

Murieron un anciano, un muchacho, dos ancianas y un niño. Yonah lamentó no poder salvarlos, pero le parecía oír a Nuño, diciéndole que pensara en los que había salvado. Iba de casa en casa, recetando bebidas calientes y miel con vino calentado. Y triaca contra la fiebre.

La epidemia no era de grandes proporciones, ni siquiera podía considerarse grave, pero Yonah tenía que visitar a muchos pacientes. Pensó que, mientras los ciclos febriles de la gente no empezaran y terminaran todos el mismo día, se las podría arreglar. Les prometía a todos que, si seguían sus indicaciones durante diez días, la enfermedad desaparecería como por arte de ensalmo. Y así era en casi todos los casos. A menudo cuando regresaba a casa estaba demasiado cansado como para hacer las tareas domésticas o prepararse una comida caliente. A veces colocaba las piezas sobre el tablero de damas e intentaba jugar una partida contra sí mismo, pero no le resultaba agradable jugar de aquella manera. Experimentaba una difusa sensación de inquietud e insatisfacción, por lo que, cuando finalmente cesaron las fiebres y se aliviaron las toses de sus pacientes, decidió tomarse un día libre e ir a ver a Reyna.

La aldea en la que ésta vivía era un simple agrupamiento de pequeñas alquerías y chozas de leñadores, a media hora de camino de las afueras de Zaragoza. Carecía de nombre y no había nadie que ejerciera autoridad, pero sus habitantes llevaban muchos siglos compartiendo una sensación de comunidad y solían llamarla El Pueblecito.

Al llegar, detuvo su caballo delante de una anciana que estaba sentada al sol, le preguntó por Reyna y la mujer le indicó una casa situada al lado de la del aserrador. Cerca de allí, dos hombres vestidos con unos taparrabos, uno con una larga melena blanca y otro más joven y musculoso que él, se encontraban en el interior de un hoyo moviendo hacia delante y hacia atrás una larga sierra a través de un tronco de pino, con toda la piel sudorosa y cubierta de serrín.

Dentro de la casa, Yonah encontró a Reyna descalza y de rodillas, fregando las baldosas de piedra del suelo. Su aspecto era tan saludable como de costumbre, pero Yonah la vio un poco envejecida. Al ver quién acababa de entrar, Reyna interrumpió su tarea y esbozó una sonrisa, luego se secó las manos en el vestido al tiempo que se levantaba.

—Te traigo un poco de vino del que a ti te gusta —le dijo Yonah.

Ella tomó la jarra y le dio las gracias.

—Sentaos a la mesa, os lo ruego —dijo, sacando dos vasos y otra jarra que resultó ser de aguardiente.

—Salud.

—Salud.

Era un aguardiente muy bueno, pero tan fuerte que lo hizo parpadear.

—¿Ya habéis encontrado un ama de llaves?

—Todavía no.

—Las dos mujeres que os envié, Carla y Petronila, eran muy buenas. Me dijeron que vos les habíais dicho que se marcharan.

—Quizá porque estaba acostumbrado a tu manera de llevar la casa.

—Tenéis que aceptar los cambios. La vida es un cambio continuo —señaló Reyna—. ¿Queréis que os envíe a alguien más? En primavera tendrá que hacerse una limpieza general.

—Yo limpiaré la casa.

—¿Vos? Vos tenéis que ser médico. No debéis emplear vuestro tiempo de esta manera —lo amonestó severamente Reyna.

—Te has buscado una casa muy bonita —observó Yonah para cambiar de tema.

—Sí, la convertiré en posada. No hay ninguna por aquí y estamos en el camino de Monzón y Cataluña. Pasan muchos viajeros.

Reyna añadió que aún no había aceptado a ningún huésped, pues la casa necesitaba algunas reformas. Mientras ambos permanecían sentados tomando aguardiente, Yonah puso al día a su antigua criada acerca de las noticias y los chismes que circulaban por Zaragoza mientras ella le describía la vida del pueblo. Se oía el ruido de la sierra del exterior.

—¿Cuánto rato hace que habéis comido?

—Desde primera hora de la mañana no he tomado nada.

—Pues entonces, os voy a preparar algo —dijo Reyna, y se levantó.

—¿Me prepararás un pollo hervido con especias?

—Ya no cocino este plato.

Reyna volvió a sentarse y le miró.

—¿Habéis visto a los dos hombres que están aserrando el tronco?

—Sí.

—Voy a casarme con uno de ellos.

—Ah. ¿Con el joven?

—No, con el otro. Se llama Álvaro. —Reyna sonrió—. Tiene el cabello blanco, pero es muy fuerte —añadió secamente—. Y es un buen trabajador.

—Te deseo toda la suerte que te mereces, Reyna.

—Gracias.

Yonah sabía que ella se había percatado de que había viajado hasta allí para convencerla de que regresara a su casa, pero ambos se limitaron a mirarse con una sonrisa en los labios y, al cabo de un rato, ella volvió a levantarse y puso la comida en la mesa: una hogaza de pan recién horneado, huevos duros, pasta de ajo, medio queso amarillo, cebolla y unas pequeñas y aromáticas aceitunas.

Ambos se tomaron varios vasos del vino que él había llevado y, poco después, Yonah se fue. Fuera, los dos hombres estaban colocando otro tronco sobre el hoyo.

—Buenas tardes —les saludó Yonah.

El más joven no contestó, pero el llamado Álvaro inclinó la cabeza mientras tomaba la sierra.

Yonah sabía que se estaba acercando la Pascua judía, aunque no estaba muy seguro de la fecha. Se entregó en cuerpo y alma a la tarea de la limpieza primaveral: quitó el polvo, lo fregó todo, abrió las ventanas para que penetrara el vigorizante aire frío, sacudió y aireó las alfombras y cortó nuevos juncos para extenderlos sobre el suelo de piedra. Aprovechó su soledad para hornear una razonable versión del pan sin levadura, colocando unas irregulares porciones sobre una plancha metálica suspendida sobre el fuego. El producto resultante estaba un poco quemado y era un poco más blando que el pan que él recordaba, pero era un
matzos
sin la menor duda y él se lo comió triunfalmente en el transcurso de un
seder
individual, la familiar ceremonia que se celebraba la víspera del primero de los siete días de Pascua y para la cual asó una pierna de cordero pascual y preparó unas hierbas amargas en conmemoración de las duras pruebas sufridas por los hijos de Israel en su huida de Egipto.

—¿Por qué es distinta esta noche de todas las demás noches? —le preguntó a la solitaria casa, pero no hubo respuesta, sólo un silencio todavía más amargo que las hierbas.

Como no estaba muy seguro de las fechas, celebró un
seder
todas las noches de la semana, saboreando la carne de cordero durante tres noches seguidas, hasta que ésta se estropeó y entonces enterró los restos en el cementerio de la cumbre de la colina.

Durante unos cuantos días pareció que el invierno ya se había ido, pero éste volvió más frío y lluvioso que nunca, convirtiendo los caminos en ríos de cieno espeso y frío. Yonah permanecía largas horas sentado delante de la mesa, sumido en sus pensamientos. Era un hombre rico, un médico respetado y vivía en una hermosa hacienda, rodeada de fértiles tierras de su propiedad. Pero a veces, en sus noches de insomnio, parecía oír, más fuerte que el estridente aullido del viento y la lluvia, la bondadosa voz de su padre, diciéndole que sólo estaba parcialmente vivo.

Anhelaba algo que carecía de nombre y que él no podía identificar. Cuando dormía, soñaba con los muertos o con mujeres que extraían la semilla de su cuerpo dormido. A veces tenía la certeza de que acabaría enloqueciendo como el fraile y, cuando llegaron finalmente los días cálidos y soleados, los contempló con recelo sin poder creer que el mal tiempo ya hubiera terminado.

Fue una suerte que no volvieran las fiebres, pues, hablando con el boticario fray Luis Guerra Medina, averiguó que ya no se podía comprar triaca en ningún lugar de la comarca. La triaca era un excelente remedio para las fiebres y todas las dolencias del estómago y los trastornos digestivos, incluso los provocados por venenos. Pero era caro y muy difícil de preparar, pues la mejor triaca estaba compuesta de setenta hierbas distintas que, además, no abundaban demasiado.

—¿Cómo podremos conseguir más? —le preguntó a fray Medina.

—No lo sé —contestó el anciano franciscano en tono preocupado—. La de mejor calidad sólo la prepara la familia Aurelio, de Huesca. Cada año yo viajo a su casa para comprarles este remedio. Pero es un viaje de cinco días a caballo y yo ya soy demasiado viejo. No puedo ir.

Yonah se encogió de hombros.

—Enviemos a alguien.

—No, si envío a alguien que no esté familiarizado con la triaca, le darán una mezcla sin ningún valor curativo porque ya estará pasada. La tiene que comprar alguien a quien ellos respeten, alguien que conozca el aspecto y las propiedades de la triaca de calidad. Tiene que estar recién preparada y hay que adquirir una cantidad suficiente para un año, no más.

La casa de Yonah se había convertido para éste en una prisión y en ese momento se le ofrecía la oportunidad de tomarse un descanso.

—Muy bien, pues. Yo iré a Huesca —resolvió.

Los médicos de las cercanas comunidades, Miguel de Montenegro y otro médico llamado Pedro Palma, avalado por Montenegro, accedieron a atender a los pacientes de Yonah, sabiendo que tanto ellos como sus propios pacientes se beneficiarían de la triaca que éste llevaría consigo. Yonah tomó el tordo árabe y un solo asno de carga. Como de costumbre, en cuanto salió a la campiña, se animó. El tiempo era bueno y hubiera podido cabalgar más rápido, pero el caballo árabe se estaba haciendo viejo y él no quiso cansarlo, pues no tenía ninguna necesidad de darse prisa. El camino no era difícil. En las estribaciones de las colinas había campos en los que pastaba el ganado y pequeñas alquerías, donde los cerdos hozaban en una tierra en la que muy pronto sembrarían trigo u hortalizas. Las colinas no tardaron en convertirse en montañas, primero medianas y después más grandes.

Una vez en Huesca buscó a la familia Aurelio y la encontró trabajando en un almacén, que antiguamente había sido establo, perfumado con el olor de las hierbas aromáticas. Tres hombres y una mujer machacaban y mezclaban las hierbas secas. El maestro herbolario Reinaldo Aurelio era un hombre afable de mirada penetrante que llevaba un áspero delantal de cuero cubierto de ahechaduras.

—¿En qué os puedo servir, señor?

—Necesito triaca. Soy Ramón Callicó, médico de Zaragoza. Es para fray Luis Guerra Medina de Zaragoza.

—¡Ah, es para fray Luis! Pero ¿por qué no ha venido él mismo? ¿Cómo se encuentra de salud?

—Su salud es buena, pero se está haciendo mayor y por eso me ha enviado a mí.

—Os puedo proporcionar triaca, señor Callicó —dijo el hombre.

Acto seguido se acercó a un estante y abrió un recipiente de madera.

—¿Puedo verla? —preguntó Yonah, desmenuzando una pequeña cantidad entre sus dedos, aspirando su olor y sacudiendo la cabeza—. No —dijo en un susurro—. Si yo le llevara eso a fray Luis, seguro que me castraba, y bien merecido me lo tendría.

El herbolario esbozó una sonrisa.

—Fray Luis es muy especial.

—De lo cual nosotros los médicos nos alegramos. Necesito una buena cantidad de triaca recién preparada para que fray Luis pueda abastecer a los médicos de los distritos que rodean Zaragoza.

El señor Aurelio asintió con la cabeza.

—Eso no es un problema, pero nos llevará un poco de tiempo preparar tanta triaca.

—¿Cuánto tiempo?

—Por lo menos, diez días. Tal vez un poco más.

Yonah no tuvo más remedio que aceptar. En realidad, aquella situación no le molestaba, pues le dejaría tiempo libre para recorrer los Pirineos. Calcularon cuánto costarían las hierbas y pagó por adelantado. Fray Luis le había dicho que la palabra de aquellos boticarios era sagrada y a él no le apetecía llevar el oro encima. Acordó dejar la acémila al cuidado de los Aurelio en su ausencia y prometió no volver a aparecer por la botica hasta pasadas dos semanas por lo menos, para que tuvieran tiempo de hacer su trabajo.

Cabalgó hacia el norte por las estribaciones de las montañas. Había oído decir que entre Huesca y la frontera con Francia las montañas eran tan altas que parecían rozar el cielo. En efecto, no tardó en ver unas altas cumbres, algunas de ellas cubiertas de nieve. En un prado florido, vio un arroyo lleno de pequeñas truchas de llamativos colores. Se sacó de la bolsa un sedal con anzuelo y una cajita de hojalata que contenía gusanos procedentes del montón de estiércol de su hacienda de Zaragoza. Cada trucha sólo bastaba para un bocado, pero él las limpió en un momento, las ensartó en una rama verde y las asó sobre una pequeña hoguera, saboreando con fruición las tiernas espinas y la delicada carne.

Dejó que el caballo paciera hierba y flores, y después siguió el camino que subía a las montañas. Las estribaciones estaban cubiertas de hayas, castaños y robles, y más arriba había pinos y abetos que desaparecerían en los niveles más altos donde hasta las más pequeñas plantas serían escasas. El cálido sol estaba fundiendo la nieve que bajaba hasta las orillas de un fragoroso río con unos impetuosos rabiones.

Al caer la tarde vio la primera nieve en un bosque de abetos. Se veían con toda claridad las huellas recientes de un oso. Allí el aire era más cortante y la noche sería más fría; decidió dormir en un lugar más cálido, por lo que dio media vuelta con su caballo y bajó hasta un paraje más apropiado, bajo la protección de un pino de gran tamaño cuyas ramas secas le podrían servir para encender una hoguera. Recordando las huellas del oso, ató el caballo muy cerca, mantuvo la hoguera encendida toda la noche y se despertó de vez en cuando para romper la leña seca del árbol con un sonoro crujido y advertir de este modo de su presencia antes de volver a dormirse, mientras las llamas de la hoguera se elevaban en el aire.

A la mañana de su tercer día fuera de Huesca, tuvo que detenerse al tropezar con una espesa capa de nieve en un paso. Hubiera podido cruzarlo, pero ello hubiera supuesto un esfuerzo excesivo para el caballo y no tenía sentido. Buscó otro camino que rodeara la montaña, pero no halló ninguno. Sólo cuando el tordo árabe trató de dar media vuelta Yonah reparó en lo que el animal había percibido: un camino casi oculto entre los árboles. Cuando lo examinó, la vía se convirtió en un ancho sendero de piedra que bordeaba una corriente cuyas aguas llevaban siglos abriéndose paso a través de la pared rocosa de la montaña.

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