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Authors: Noah Gordon

Tags: #Historico, Intriga

El último judío (40 page)

BOOK: El último judío
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—Vuestra alma se alegra de capturar a un judío. Os lo noto en la voz —dijo, sorprendiéndose de la frialdad de su propia voz.

—Pensadlo bien. ¿Acaso no está escrito que quien siembra vientos recoge tempestades?

Que se fuera al infierno, pensó Yonah, levantando los ojos del tablero para mirar fijamente al fraile.

—¿Acaso no está escrito también que bienaventurados serán los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia?

Bonestruca sonrió. Se estaba divirtiendo.

—Así lo escribe el evangelista Mateo. Pero… reparad en esto otro. «
Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y quienquiera que viva y crea en mí jamás morirá.
» ¿No es acaso un acto de misericordia salvar un alma inmortal del fuego del infierno? Porque eso es lo que hacemos cuando reconciliamos las almas judías con Cristo por medio de las llamas. Acabamos con unas vidas de error y les otorgamos la paz y la gloria de la eternidad.

—¿Y si alguien rechaza esta reconciliación?

—Mateo nos advierte, «
Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo y arrójalo lejos de ti. Pues más te vale que perezca uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al fuego del infierno.
»

Bonestruca esbozó una sonrisa y comunicó a Yonah que el judío que fingía ser un cristiano viejo estaba a punto de ser arrestado.

A lo largo de una noche de insomnio y de todo el día siguiente, Yonah se debatió en una agonía de inquietud. Estaba preparado para huir y salvar su vida, pero conocía lo suficiente la mentalidad de Bonestruca como para creer que tal vez el comentario acerca del falso cristiano viejo no era más que una trampa. ¿Y si Bonestruca hubiera arrojado el anzuelo para ver si él picaba y huía? Si el fraile sólo se basaba en sospechas, lo mejor que podía hacer él era seguir con su vida cotidiana.

Aquella mañana atendió como siempre a los pacientes en su consultorio. La tarde la dedicó a visitar a otros pacientes en sus casas. Acababa de regresar a casa y estaba desensillando el caballo cuando un par de soldados del alguacil bajaron con sus monturas por el camino que conducía a la casa.

Yonah esperaba el momento e iba armado. Hubiera sido absurdo rendirse ante los que querían prenderle para llevarlo ante el tribunal de la Inquisición. En caso de que intentaran detenerlo, quizá su espada tendría suerte con los soldados y, si éstos lo mataban, aquella muerte sería mejor que las llamas.

Sin embargo, uno de los jinetes se inclinó en un gesto de respeto.

—Señor Callicó, el alguacil os pide que nos acompañéis de inmediato a la prisión de Zaragoza, donde son necesarios los conocimientos de vuestro oficio.

—¿Y por qué razón son necesarios? —preguntó Yonah, no del todo convencido.

—Un judío ha tratado de cortarse el miembro —contestó el soldado sin andarse con rodeos mientras su compañero se reía por lo bajo.

—¿Cómo se llama el judío?

—Bartolomé.

Fue casi como si le hubieran descargado un mazazo en la cabeza. Recordó la hermosa casa, al noble caballero que le había hablado con tanta inteligencia en el acogedor estudio lleno a rebosar de mapas y cartas.

—¿Don Berenguer Bartolomé? ¿El cartógrafo?

El soldado se encogió de hombros, pero su compañero asintió con la cabeza y soltó un escupitajo.

—El mismo.

En la prisión, un joven cura con hábito negro permanecía sentado detrás de una mesa, encargado probablemente de anotar los nombres de los que pedían ver a los reclusos.

—Venimos con el médico —le dijo el soldado.

El sacerdote asintió con un gesto.

—Don Berenguer Bartolomé rompió la jarra de agua y utilizó un fragmento para circuncidarse —le explicó a Yonah, indicándole por señas al guardia que abriera la puerta exterior.

El guardia acompañó a Yonah por un pasillo hasta una celda, en la que Berenguer yacía en el suelo. El guardia abrió la puerta para que entrara Yonah y la cerró a su espalda.

—Cuando hayáis terminado, llamadme y os abriré —dijo el guardia antes de retirarse.

Los pantalones de Berenguer estaban empapados de sangre. Un caballero descendiente de caballeros, pensó Yonah, un hombre distinguido cuyo abuelo había trazado los mapas costeros de España, yacía en el suelo de la prisión, apestando a sangre y orines.

—Lo siento en el alma, don Berenguer.

Berenguer inclinó la cabeza y soltó un gruñido cuando Yonah le abrió los pantalones y se los bajó.

Yonah llevaba una botella de aguardiente en la bolsa. Berenguer la tomó con ansia y no hizo falta que el médico lo instara a bebes pues lo hizo a grandes tragos.

El miembro estaba destrozado. Yonah observó que Berenguer se había cortado casi todo el prepucio, pero aún quedaban unos restos y los cortes eran muy irregulares. Se sorprendió de que Berenguer hubiera logrado hacerlo él solo, utilizando un trozo de jarra afilado. Sabía que el dolor era muy intenso y lamentaba tener que causarle más sufrimiento, pero, tomando un escalpelo, recortó el tejido irregular y completó la circuncisión. El hombre tendido en el suelo soltó un gemido mientras apuraba el resto de la fuerte bebida como si fuera un chiquillo sediento.

Cuando todo terminó, el hombre siguió jadeando afanosamente mientras Yonah le aplicaba un ungüento calmante y un vendaje.

—No os pongáis los pantalones. Si tenéis frío, cubrios, pero sujetad la manta con las manos para que no os roce.

Los dos hombres se miraron.

—¿Por qué lo habéis hecho? ¿Qué ganabais con ello?

—Vos no lo comprenderíais —contestó Berenguer.

Yonah lanzó un suspiro y asintió con la cabeza.

—Regresaré mañana si me lo permiten. ¿Necesitáis algo?

—Si pudierais llevarle a mi madre un poco de fruta…

Yonah se escandalizó.

—¿Doña Sancha Berga está aquí?

Berenguer asintió con un gesto.

—Estamos todos. Mi madre. Mi hermana Mónica y su marido Andrés, y mi hermano Geraldo.

—Haré lo que pueda —musitó Yonah, y enseguida llamó al guardia.

En la entrada, antes de que pudiera preguntar por el estado de los restantes miembros de la familia de Bartolomé, el sacerdote le preguntó si podía examinar a doña Sancha.

—Necesita urgentemente a un médico —le explicó.

Parecía un joven honrado y estaba visiblemente turbado.

Cuando lo acompañaron al lugar donde se encontraba doña Sancha, la hermosa anciana parecía una flor tronchada. Miró a Yonah sin verle y éste observó que las cataratas habían madurado y ya estaban en condiciones de ser operadas, pero él sabía que jamás podría batirlas.

—Soy Callicó, el médico, señora —le dijo dulcemente.

—Me han hecho daño, señor.

—¿Y cómo os lo han hecho, señora?

—Me pusieron en el potro.

Yonah vio que el tormento le había descoyuntado el hombro derecho. Tuvo que llamar al guardia para que lo ayudara a colocárselo de nuevo en su sitio mientras ella trataba de reprimir los gritos de dolor. Después, la anciana rompió a llorar.

—¿No se os ha aliviado el dolor del hombro, señora?

—He condenado a mis hermosos hijos —sollozó ella en voz baja.

—¿Cómo está? —preguntó el sacerdote.

—Es vieja y tiene los huesos muy frágiles. Estoy seguro de que sufre múltiples fracturas. Creo que se está muriendo —contestó Yonah.

Cuando regresó a casa desde la prisión estaba desesperado.

Al regresar al día siguiente con unos racimos de uva, dátiles e higos, descubrió que a don Berenguer aún no se le habían aliviado los dolores.

—¿Cómo se encuentra mi madre?

—Hago todo lo que puedo por ella.

Berenguer asintió con la cabeza.

—Os lo agradezco.

—¿Cómo ocurrió todo?

—Somos cristianos viejos y siempre lo hemos dicho. Mi familia por parte de padre es católica desde muy antiguo. Los padres de mi madre eran judíos conversos y ella fue educada con ciertos rituales inofensivos que también se convirtieron en una costumbre en nuestra familia. Ella nos contaba historias de su infancia y siempre encendía unas velas al anochecer de cada viernes. No sé muy bien por qué razón, quizás en memoria de sus difuntos. Y todas las noches de los viernes reunía a sus hijos para celebrar una espléndida cena, en la que se pronunciaban acciones de gracias por la comida y el vino.

Yonah asintió con la cabeza.

—Alguien la denunció. No tenía enemigos, pero… Hace poco despidió a una criada porque se emborrachaba. Puede que esa moza de la cocina haya sido la causa de todos nuestros males.

—Tuve que oír los gritos de mi madre mientras la torturaban. ¿Os podéis imaginar el horror? Más tarde mis interrogadores me dijeron que, al final, nuestra madre nos había acusado a todos, a mis hermanos e incluso a muestro difunto padre, de haber participado en una conspiración judaizante.

—Entonces comprendí que estábamos perdidos. Mi familia, que siempre ha sido de cristianos viejos. Sin embargo, una parte de nosotros es judía, de tal manera nunca hemos sido plenamente católicos ni judíos, y siempre hemos ido navegando entre dos orillas. En mi desesperación, pensé que, si me iban a quemar en la hoguera como judío, tenía que presentarme ante mi Hacedor como judío, y entonces rompí la jarra y me corté.

—Sé muy bien que no lo podréis comprender —le dijo Bartolomé a Yonah, repitiendo lo que le había dicho la víspera.

—Os equivocáis, don Berenguer —le contestó Yonah—. Os comprendo muy bien.

Mientras abandonaba la prisión, Yonah oyó a un guardia que hablaba con el joven sacerdote:

—Sí, padre Espina —dijo el guardia.

Yonah volvió sobre sus pasos.

—Padre, ¿el guardia os ha llamado Espina?

—Éste es mi apellido.

—¿Os puedo preguntar vuestro nombre completo?

—Soy Francisco Espina.

—¿Vuestra madre no será, por casualidad, Estrella Duranda?

—Estrella Duranda era mi madre. Ha muerto. Rezo por su alma. —El joven sacerdote lo miró fijamente—. ¿Os conozco, señor médico?

—¿Nacisteis en Toledo?

—Sí —contestó el clérigo a regañadientes.

—Tengo algo que os pertenece —le dijo Yonah.

CAPÍTULO 35

El cumplimiento de una obligación

Cuando Yonah llevó el breviario a la prisión, el joven sacerdote lo acompañó por un pasillo húmedo hasta una pequeña estancia para poder conversar con él sin que nadie los viera. Aceptó el breviario como si fuera un objeto de brujería. Yonah lo vio abrirlo y leer lo que figuraba escrito detrás de la tapa.

A mi hijo Francisco Espina, estas palabras de la oración diaria a Jesucristo, nuestro Salvador celestial, con el amor eterno de su padre en la tierra. Bernardo Espina.

—¡Qué extrañas reflexiones por parte de alguien que fue condenado por hereje!

—Vuestro padre no era un hereje.

—Mi padre era un hereje, señor, y fue quemado en la hoguera por ello. En Ciudad Real. Ocurrió cuando yo era chico, pero me lo contaron. Conozco su historia.

—En tal caso, os la contaron mal y no la conocéis, padre Espina. Yo estaba en Ciudad Real por aquel entonces. Vi a vuestro padre a diario en las jornadas que precedieron a su muerte. Cuando lo conocí, yo era un muchacho y él era un hombre adulto, un amable y excelente médico. Antes de morir y a falta de un amigo, me pidió que le hiciera llegar su breviario a su hijo. Os he estado buscando durante todos estos años.

—¿Estáis seguro de lo que me decís, señor?

—Totalmente seguro. Vuestro padre era inocente de las acusaciones por las que lo mataron.

—¿Lo sabéis a ciencia cierta? —preguntó el sacerdote en un susurro.

—Lo sé con absoluta certeza, padre Espina. Rezó sus oraciones cotidianas con este devocionario casi hasta el momento en que lo mataron. Cuando os lo dedicó a vos, os dejó su fe.

El padre Espina parecía un hombre acostumbrado a dominar sus emociones; sin embargo, la palidez de su rostro lo traicionó.

—He sido educado por la Iglesia. Mi padre ha sido la vergüenza de mi familia. Me han frotado la nariz con su apostasía como se frota el hocico de un cachorro con su orina para que semejante infamia no vuelva a ocurrir.

Francisco no guardaba gran parecido con su padre, pensó Yonah, a excepción de los ojos, que eran idénticos a los de Bernardo Espina.

—Vuestro padre era uno de los cristianos más piadosos que jamás he conocido y uno de los mejores hombres que recuerdo —le aseguró Yonah.

Ambos se pasaron un buen rato conversando en voz baja. El padre Espina explicó que, tras la muerte de su padre en la hoguera, su madre Estrella de Aranda había ingresado en el convento de la Santa Cruz, encomendando a sus tres hijos a tres familias de primos de Escalona. Un año después había muerto de unas fiebres malignas y, cuando él cumplió diez años, sus parientes lo entregaron a los dominicos. Sus hermanas Marta y Domitila habían ingresado en religión. Los tres se habían perdido en el inmenso mundo de la Iglesia.

—Llevo sin ver a mis hermanas desde que dejamos de vivir con nuestros primos de Escalona. Ignoro el paradero de Domitila y ni siquiera sé si está viva o muerta. Hace dos años me enteré de que Marta se encontraba en un convento de Madrid. Sueño con visitarla algún día.

Yonah le contó algunos detalles de su vida. Le dijo que, tras haber trabajado como mozo de la limpieza en la prisión de Ciudad Real, había sido aprendiz, primero con un armero llamado Manuel Fierro y después con el médico Nuño Fierro, siendo éste el motivo de que se hubiera convertido en el médico de Zaragoza.

Si hubo algunos pasajes que no reveló al joven sacerdote, también intuyó que el padre Espina se había abstenido a su vez de contarle ciertos detalles de su vida, pero dedujo que el joven clérigo había sido asignado con carácter provisional al Oficio de la Inquisición y que dichas actividades no eran de su agrado.

Había sido ordenado sacerdote ocho meses atrás.

—Dentro de unos días me iré de aquí. Uno de mis maestros, el padre Enrique Sagasta, ha sido nombrado obispo auxiliar de Toledo y ha conseguido que me asignen el puesto de ayudante suyo. Es un conocido erudito e historiador católico, y me está animando a seguir su camino. Por consiguiente, estoy a punto de iniciar un aprendizaje, tal como hicisteis vos.

—Vuestro padre estaría orgulloso de vos, padre Espina.

—No sabéis cuánto os lo agradezco, señor. Me habéis devuelto a mi padre —dijo el sacerdote.

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