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Authors: Paulo Coelho
Conoce el mecanismo. Sabe a qué se refiere ese informe. Los traficantes ganan fortunas con la venta de sus productos, pero como no pueden demostrar su origen, no pueden abrir cuentas en el banco, comprar apartamentos, coches o joyas, hacer inversiones o transferir grandes cantidades de un país a otro, porque el gobierno les va a preguntar: «¿Cómo has conseguido ser tan rico? ¿Dónde has ganado todo ese dinero?»
Para superar ese obstáculo, utilizan un mecanismo financiero conocido como «lavado de dinero». Es decir, convertir los beneficios delictivos en activos financieros respetables que puedan formar parte del sistema económico y así generar todavía más dinero. El origen de la expresión se atribuye al gángster norteamericano Al Capone, que compró en Chicago la cadena de lavanderías Sanitary Cleaning Shops, y a través de ella depositaba en bancos el dinero que ganaba con la venta ilegal de bebidas durante la Ley Seca en Estados Unidos. De ese modo, si alguien le preguntaba por qué era tan rico, siempre podía decir: «La gente lava ahora más ropa que nunca. Me alegro de haber invertido en este sector.»
«Lo hizo todo bien. Simplemente se olvidó de hacer la declaración de la renta de su empresa», pensó Savoy.
El «lavado de dinero» no sólo sirve para las drogas, sino para muchos más objetivos: políticos que obtienen comisiones por la concesión de obras, terroristas que necesitan financiar operaciones en diferentes lugares del mundo, compañías que quieren ocultar sus beneficios y sus pérdidas a los accionistas, individuos que piensan que la declaración de la renta es una invención inaceptable... Antiguamente bastaba con abrir una cuenta numerada en un paraíso fiscal, pero los gobiernos sacaron una serie de leyes de colaboración mutua, y el mecanismo tuvo que adaptarse a los nuevos tiempos.
Sin embargo, una cosa era cierta: los delincuentes estaban siempre muchos pasos por delante de la policía y del fisco.
¿Cómo funciona ahora? De una manera mucho más elegante, sofisticada y creativa. Todo lo que hay que hacer es seguir tres pasos claramente definidos: colocación, ocultación e integración. Coger varias naranjas, hacer una naranjada con ellas, y servirla sin que se sospeche del origen de las frutas.
Hacer la naranjada es relativamente fácil: a partir de una serie de cuentas, pequeñas cuantías van pasando de banco a banco, muchas veces con sistemas elaborados por ordenador, de modo que puedan ir poco a poco reagrupándose más adelante. Los caminos son tan tortuosos que es casi imposible seguir el rastro de los impulsos electrónicos. Sí, porque a partir del momento en que el dinero es depositado, deja de ser papel y se transforma en códigos digitales compuestos por dos algoritmos, «0» y «1».
Savoy piensa en su cuenta bancaria; independientemente de lo que tiene allí, y no es mucho, está en manos de códigos que transitan por cables. ¿Y si se decide, de un momento a otro, cambiar el sistema de todos los archivos? ¿Y si el nuevo programa no funcionara? ¿Cómo probar que tenía una determinada cuantía de dinero? ¿Cómo transformar esos ceros y unos en algo más concreto, como una casa o unas compras en el supermercado?
No se puede hacer nada: está en manos del sistema. Pero decide que, en cuanto salga del hospital, pasará por un cajero y sacará un extracto de su cuenta. Anota en su agenda: a partir de ahora, deberá hacerlo todas las semanas, y si sucede alguna calamidad en el mundo, siempre tendrá una prueba en papel.
Papel, papeleo... Otra vez la misma palabra. ¿A qué viene desbarrar de esa manera? Sí, lavado de dinero.
Vuelve a recapitular sobre lo que sabe respecto al lavado de dinero. La última etapa es la más fácil de todas; el dinero se reagrupa en una cuenta respetable, como la de una compañía de inversiones inmobiliarias, o en un fondo de aplicaciones en el mercado financiero. Si el gobierno hace la misma pregunta: «¿De dónde viene ese dinero?», es fácil explicarlo: de pequeños inversores que creen en lo que vendemos. A partir de ese momento se puede invertir en más acciones, más terrenos, aviones, artículos de lujo, casas con piscina, tarjetas de crédito sin límite de gasto. Los socios de esas empresas son los mismos que han financiado originalmente las compras de droga, de armas, de cualquier negocio ilegal. Pero el dinero está limpio; al fin y al cabo, cualquiera puede ganar millones de dólares especulando en la Bolsa de Valores o en terrenos.
Queda el primer paso, el más difícil de todos: «¿Quiénes son esos pequeños inversores?»Es ahí donde entra la creatividad criminal. Las «naranjas» son personas que circulan por casinos con dinero prestado de un «amigo», en países en los que la vigilancia de las apuestas es mucho menor que la corrupción: no está prohibido ganar fortunas. En ese caso, hay acuerdos previos con los propietarios, que se quedan con un porcentaje del dinero que pasa por las mesas.
Pero el jugador —una persona de renta baja— tiene cómo justificar ante su banquero, al día siguiente, la enorme cantidad depositada.
Suerte.
Y al día siguiente le transfiere la casi totalidad del dinero al «amigo» que se lo ha prestado, y él sólo se queda con un pequeño porcentaje.
Antiguamente se utilizaba la compra de restaurantes, que podían cobrar una fortuna por sus platos y depositar el dinero sin levantar sospechas. Aunque alguien pasara y viera las mesas completamente vacías, era imposible demostrar que nadie había comido en el restaurante en todo el día. Pero ahora, con el florecimiento de la industria del ocio, surge un proceso más creativo.
¡El siempre imponderable, arbitrario e incomprensible mercado del arte!
Gente de clase media y renta baja llevan a subasta piezas que valen mucho, y que alegan haber encontrado en el sótano de la vieja casa de sus abuelos. Son adjudicadas por mucho dinero, y revendidas a la semana siguiente a galerías especializadas por diez o veinte veces su precio original. La «naranja» se queda contenta, da las gracias a los dioses por la generosidad del destino, deposita el dinero en su cuenta y decide hacer una inversión en algún país extranjero, teniendo la precaución de dejar un poco —su porcentaje— en el banco original. Los dioses, en este caso, eran los verdaderos dueños de las pinturas, que volvían a subastarlas en galerías y a ponerlas de nuevo en el mercado a través de otras manos.
Pero había cosas más caras, como el teatro y la producción y la distribución de películas. Era con eso con lo que las manos invisibles del lavado de dinero hacían realmente la fiesta.
Savoy sigue leyendo el resumen de la vida del hombre que se encuentra en la unidad de cuidados intensivos, rellenando algunos vacíos con su imaginación.
Un actor que soñaba con convertirse en una celebridad. No consiguió empleo —aunque, hasta la actualidad, cuidaba su imagen como si fuera una gran estrella—, pero estaba familiarizado con el sector. A una edad avanzada, consigue reunir algún dinero procedente de inversores y hace una o dos películas, que son un sonoro fracaso, porque no obtienen la distribución adecuada. Aun así, su nombre aparece en los títulos de crédito y en las revistas especializadas como alguien que ha intentado hacer algo que rompiera los esquemas de los grandes estudios.
Está en un momento de desesperación, no sabe qué hacer con su vida, nadie le da una tercera oportunidad, se cansa de pedir dinero a gente a la que lo único que le interesa es invertir en éxitos garantizados. Un buen día se pone en contacto con él un grupo de personas, algunas de ellas amables, otras no dicen ni una palabra.
Le hacen una propuesta: que distribuya películas; su primera compra tiene que ser algo real, con posibilidades de llegar al gran público. Los principales estudios harán grandes ofertas por el producto, pero no tiene por qué preocuparse: cualquier cuantía que se proponga será cubierta por sus nuevos amigos. La película se proyectará en numerosas salas de cine, lo que reportará una fortuna en beneficios. Javits conseguirá lo que más necesita: reputación. Nadie, en ese momento, investigará la vida de ese productor frustrado. Dos o tres películas más tarde, sin embargo, las autoridades comenzarán a preguntarse de dónde sale el dinero, pero para entonces el primer paso ya estará oculto por el plazo de fiscalización, que es de cinco años.
Javits empieza una carrera victoriosa. Las primeras películas de su distribuidora dan beneficios, los propietarios de las salas de cine empiezan a creer en su talento para seleccionar lo mejor del mercado, directores y productores quieren trabajar con él. Para guardar las apariencias, acepta siempre dos o tres proyectos cada semestre; el resto son películas de gran presupuesto, estrellas de primera categoría, profesionales reputados y competentes, con mucho dinero para la promoción, financiados por grupos establecidos en paraísos fiscales. El resultado de la taquilla se deposita en un fondo de inversiones normal, alejado de cualquier sospecha, que tiene «parte de las acciones» de la película.
Ya está. El dinero sucio se ha transformado en una obra de arte maravillosa, que evidentemente no ha dado los beneficios esperados, pero que ha reportado millones de dólares, y uno de los socios ya los está invirtiendo.
En un determinado momento, un fiscal más atento —o la delación de un estudio— centra su atención en un hecho muy simple: ¿por qué tantos productores desconocidos están contratando a celebridades, a los directores de más talento, se gastan fortunas en publicidad y utilizan solamente un distribuidor para sus películas? La respuesta es simple: los grandes estudios sólo están interesados en sus propias producciones, y Javits es el héroe, el hombre que está acabando con la dictadura de las grandes corporaciones, el nuevo mito, el David que lucha contra Goliat, representado por un sistema injusto.
Un fiscal más concienzudo decide ir más allá, a pesar de todas las explicaciones razonables. Empiezan las investigaciones, de manera sigilosa. Las compañías que han invertido en los grandes récords de taquilla son siempre sociedades anónimas, con sede en las Bahamas, en Panamá, en Singapur. En ese momento, alguien infiltrado en el departamento de impuestos —siempre hay alguien infiltrado— avisa de que ese canal ya no interesa: hay que buscar a un nuevo distribuidor para lavar el dinero.
Javits se desespera; se ha acostumbrado a vivir como un millonario y a ser cortejado como un semidiós. Viaja a Cannes, un excelente escenario para hablar con sus «financiadores» sin que lo molesten, para hacer ajustes, cambiar personalmente los códigos de las cuentas numeradas. No sabe que lo siguen hace tiempo, que su detención es una cuestión técnica, decidida por gente con corbata en despachos mal iluminados: ¿lo van a dejar seguir un poco más, para obtener más pruebas, o acabarán la historia allí mismo?
A los «financiadores», sin embargo, no les gusta correr riesgos innecesarios. Pueden detenerlo en cualquier momento, llegar a un acuerdo con la justicia y proporcionarle detalles del sistema que tienen montado (lo que, además de los nombres, incluye fotos con determinadas personas, que fueron tomadas sin que él lo supiese).
Sólo hay una manera de resolver el problema: acabar con él.
Todo estaba claro, y Savoy sabe exactamente cómo se han desarrollado los hechos. Ahora tiene que hacer lo de siempre.
Papeleo.
Redactar un informe, entregarlo a la Europol y dejar que sus burócratas encuentren a los asesinos, pues se trata de un caso que puede promocionar a mucha gente y resucitar carreras estancadas. Las investigaciones tienen que dar resultados y ninguno de sus superiores cree que un detective de una pequeña ciudad de Francia sea capaz de hacer grandes descubrimientos (sí, porque Cannes, a pesar del brillo y el glamour, no deja de ser una pequeña ciudad durante los otros trescientos cincuenta días del año).
Sospecha que el culpable es uno de los guardaespaldas que estaba en la mesa, ya que la proximidad era importante para poder aplicarle el veneno. Eso no va a mencionarlo. Usará más papel para hacer averiguaciones entre los empleados que estaban en la fiesta, no encontrará a ningún testigo, y dará el caso por cerrado en su jurisdicción, después de pasar algunos días intercambiando faxes y mensajes con los departamentos superiores.
Volverá a los homicidios anuales, las peleas, las multas, cuando ha estado tan cerca de algo que podría tener repercusión internacional. Su sueño de adolescente —mejorar el mundo, contribuir a que la sociedad sea más segura y más justa, ser ascendido, luchar por un puesto en el Ministerio de Justicia, darles a su mujer y a sus hijos una vida más cómoda y colaborar en el cambio de imagen de los agentes demostrando que todavía quedan policías honestos— termina siempre en la misma palabra.
Papeleo.
La terraza situada junto al bar del Martínez está completamente llena, e Igor se siente orgulloso de su capacidad para planearlo todo; incluso sin haber visitado jamás esa ciudad, había reservado la mesa, imaginando que la situación iba a ser exactamente la misma que está viendo en ese momento. Pide té con tostadas, enciende un cigarrillo, mira a su alrededor y ve el mismo escenario de cualquier lugar chic del mundo: mujeres con Botox o anorexia, señoras cubiertas de joyas que toman un helado, hombres con mujeres más jóvenes, parejas que parecen aburridas, chicas sonrientes con refrescos sin calorías que fingen estar concentradas en las conversaciones de las demás, pero que en realidad recorren con los ojos el recinto con la esperanza de encontrar a alguien interesante.
Una única excepción: tres hombres y dos mujeres tienen papeles esparcidos entre latas de cerveza, discuten en voz baja y teclean números en una calculadora a cada instante. Parece que son los únicos que realmente están involucrados en un proyecto, pero no es verdad; allí todo el mundo trabaja, en busca de una misma cosa.
Vi-si-bi-li-dad.
Que, si todo iba bien, culminaría en Fama. Que, si todo iba bien, culminaría en Poder. La palabra mágica que transformaba al ser humano en un semidiós, en un icono inalcanzable, con el que resulta difícil hablar, acostumbrado a que siempre se cumplan sus deseos, capaz de provocar envidia y celos cuando circula en su limusina con cristales ahumados o en su carísimo coche deportivo, que ya no tiene más montañas difíciles que subir ni conquistas imposibles que alcanzar.
Los habituales de esa terraza ya han superado alguna barrera; no están del lado de fuera con cámaras fotográficas, detrás de las vallas metálicas, esperando a que alguien salga por la puerta principal y llene sus universos de luz. Sí, ya han llegado al vestíbulo del hotel, ahora sólo les falta el poder y la fama, no importa en qué área sea. Los hombres saben que la edad no es un problema, lo único que necesitan son los contactos adecuados. Las chicas que vigilan la terraza con la misma pericia que los guardias de seguridad experimentados notan que se acerca una edad peligrosa, en la que todas las posibilidades de conseguir algo gracias a su belleza desaparecerán de repente. A las mujeres más mayores les gustaría ser reconocidas y respetadas por sus dones y por su inteligencia, pero los diamantes ofuscan cualquier posibilidad de descubrir esos talentos. Los hombres acompañados de sus mujeres esperan a que alguien pase, les dé las buenas tardes, y todo el mundo se vuelva pensando: «Es conocido.» O tal vez famoso, ¿quién sabe?