Read El vencedor está solo Online
Authors: Paulo Coelho
Los primeros diseños los hacen los «genios incomprendidos», que sueñan con ver algún día su nombre en la etiqueta de una prenda. Trabajan aproximadamente entre seis y ocho meses, al principio sólo con lápiz y papel, después haciendo patrones con material más barato, pero que se puede fotografiar en modelos y ser analizado por los directores. De cada cien patrones, seleccionan alrededor de veinte para el desfile siguiente. Se hacen ajustes: nuevos botones, cortes diferentes en las mangas, distintos tipos de costura.
Más fotos —esta vez, con las modelos sentadas, acostadas, andando—, y más ajustes, porque comentarios del tipo «sólo sirve para maniquís de pasarela» podrían destruir toda una colección y poner la reputación de la marca en juego. En ese proceso, algunos de los «genios incomprendidos» acababan en la calle, sin derecho a indemnización, ya que siempre están de «prácticas». Los de más talento debían revisar varias veces su colección, y ser absolutamente conscientes de que, por más éxito que alcance el modelo, en la etiqueta sólo aparecerá el nombre de la marca.
Todos prometían venganza algún día. Todos decían que acabarían abriendo su propia tienda y que por fin serían reconocidos. Sin embargo, todos sonreían y seguían trabajando como si estuvieran entusiasmados por haber sido escogidos. Pero a medida que se iban seleccionando los modelos finales, se despedía a más gente, se contrataba a más gente (para la siguiente colección), y finalmente los tejidos elegidos se utilizaban para producir los vestidos que se iban a presentar en el desfile.
Como si fuera la primera vez que se mostraban al público. Lo que formaba parte de la leyenda, claro.
Porque para entonces, los revendedores de todo el mundo ya tienen en sus manos fotos de las modelos en todas las posiciones posibles, detalles de los accesorios, tipos de texturas, precio recomendado, lugares en los que encargar el material. En función de la marca y de su importancia, la «nueva colección» se empezaba a producir a gran escala en diferentes lugares del mundo.
Finalmente llegaba el gran día, mejor dicho, las tres semanas que marcaban el inicio de una nueva era (que, como todos sabían, sólo duraba seis meses). Empezaba en Londres, pasaba por Milán y terminaba en París. Periodistas de todo el mundo eran invitados, los fotógrafos se disputaban un lugar privilegiado, todo se mantenía en gran secreto, los periódicos y las revistas dedicaban páginas y páginas a las novedades, las mujeres quedan deslumbradas, los hombres miran con cierto desdén lo que creen que no es más que una «moda», y piensan que hay que reservar algunos miles de dólares para gastar en algo que no tiene la menor importancia para ellos, pero que sus mujeres consideran el gran emblema de la Superclase.
Una semana después, eso que fue presentado como absoluta exclusividad ya está en las tiendas de todo el mundo. Nadie se pregunta cómo ha viajado tan rápido y se ha producido en tan poco tiempo.
Pero la leyenda es más importante que la realidad.
Los consumidores no se dan cuenta de que la moda la crean aquellos que obedecen a la moda ya existente, de que la exclusividad es simplemente una mentira en la que quieren creer, de que gran parte de las colecciones elogiadas por la prensa especializada pertenecen a los grandes conglomerados de artículos de lujo, que sustentan a esas mismas revistas y periódicos con anuncios a toda página.
Por supuesto, había excepciones, y tras algunos años de lucha, Hamid Hussein era una de ellas. Y ahí es donde reside su poder.
Observa que Ewa comprueba otra vez su móvil. No solía hacerlo. En realidad, detestaba ese artilugio, tal vez porque le recordaba una relación pasada, un período de su vida en el que él jamás pudo saber qué le había pasado, porque no solían hablar del tema. Mira el reloj; todavía pueden acabarse el café sin prisas. Mira otra vez al modisto.
Ojalá todo empezara en una fábrica de tintes y acabara en el desfile. Pero no era así.
Tanto él como el hombre que ahora contempla solo el horizonte se ven por primera vez en una premiére visión. Hamid todavía trabajaba en la gran marca que lo había contratado como dibujante, aunque el jeque ya estaba movilizando a un pequeño ejército de once personas que llevaría a la práctica la idea de usar la moda como una manera de mostrar su mundo, su religión, su cultura.
—La mayor parte del tiempo la pasamos escuchando explicaciones de cómo las cosas simples se pueden presentar de la manera más complicada —dijo.
Paseaban por los stands de nuevos tejidos, tecnologías revolucionarias, los colores que se utilizarían los dos años siguientes, los accesorios cada vez más sofisticados: hebillas de cinturón de platino, carteras para tarjetas de crédito que se abren con sólo pulsar un botón, pulseras que se ajustan al milímetro por medio de un círculo incrustado de brillantes.
El otro lo miró de arriba abajo.
—El mundo siempre ha sido, y seguirá siendo, complicado.
—No lo creo. Y si algún día tuviera que dejar la posición en la que estoy, sería para abrir mi propio negocio, que irá exactamente en contra de todo esto que estamos viendo.
El modisto se rió.
—Sabes cómo es el mundo. ¿Ya has oído hablar de la federación, verdad? Los extranjeros sólo ingresan después de mucho, mucho esfuerzo.
La Federación Francesa de Alta Costura era uno de los clubes más exclusivos del mundo. Decidía quién participaba y quién no en las Semanas de la Moda de París y dictaba los cánones de los participantes. Fundada en 1868, tenía un poder enorme: registró la marca «Alta Costura» (Haute-Couture) para que nadie más pudiera usar esa expresión sin correr el riesgo de ser procesado. Editaba las diez mil copias del catálogo oficial de los dos grandes eventos anuales, decidían cómo se distribuían las dos mil credenciales para periodistas de todo el mundo, seleccionaba a los grandes compradores y escogía los lugares del desfile, según la importancia del estilista.
—Sé cómo es —respondió Hamid, acabando la conversación ahí. Presentía que ese hombre con el que hablaba sería un gran estilista en el futuro. También comprendió que jamás serían amigos.
Seis meses después, todo estaba listo para su gran aventura: presentó la dimisión en su trabajo, abrió su primera tienda en Saint-Germain-des-Prés y luchó como pudo. Perdió muchas batallas, pero comprendió una cosa: no podía rendirse ante la tiranía de las grandes marcas que dictaban las tendencias de la moda. Debía ser original y lo consiguió, porque traía la simplicidad de los beduinos, la sabiduría del desierto, el aprendizaje en la marca en la que trabajó durante más de un año, la presencia de gente especializada en finanzas, y tejidos absolutamente originales y desconocidos.
Dos años más tarde, abrió cinco o seis tiendas en todo el país y lo aceptaron en la federación, no sólo por su talento, sino por los contactos del jeque, cuyos emisarios negociaban con rigor la concesión de filiales de compañías francesas en su país.
Y mientras el agua corría por debajo del puente, la gente cambiaba de opinión, los presidentes eran elegidos o acababan sus mandatos, la tecnología iba ganando cada vez más adeptos, Internet dominaba las comunicaciones del planeta, la opinión pública era más transparente en todos los sectores de las actividades humanas, el lujo y el glamour volvían a ocupar el espacio perdido. Su trabajo crecía y se extendía por el resto del mundo: ya no sólo era una moda, sino los accesorios, el mobiliario, los productos de belleza, los relojes, los tejidos exclusivos.
Ahora Hamid era el dueño de un imperio, y todos aquellos que habían invertido en su sueño se veían plenamente recompensados con los dividendos que les pagaba a los accionistas. Seguía supervisando personalmente gran parte del material que sus empresas producían, acudía a las sesiones de fotos más importantes, le gustaba diseñar la mayoría de los modelos, visitaba el desierto al menos tres veces al año, rezaba en el lugar en el que estaba enterrado su padre y le rendía cuentas al jeque. Ahora tenía ante sí un nuevo desafío: producir una película.
Mira el reloj. Le dice a Ewa que es hora de irse. Ella le pregunta si realmente es tan importante.
—No es tan importante, pero me gustaría estar presente.
Ewa se levanta. Hamid ve por última vez al modisto solitario y famoso que contempla el Mediterráneo, ajeno a todo.
Todos los jóvenes tienen el mismo sueño: salvar el mundo. Algunos lo olvidan rápidamente, convencidos de que hay otras cosas importantes que hacer, como formar una familia, ganar dinero, viajar y aprender una lengua extranjera. Otros, sin embargo, deciden que es posible tomar parte en algo que suponga una diferencia en la sociedad y en la manera en que el mundo les será entregado a las generaciones futuras.
Y empieza la elección de profesión: políticos (que al principio siempre desean ayudar a la comunidad), activistas sociales (que creen que el crimen se debe a la diferencia de clases), artistas (que creen que todo está perdido, que hay que empezar de cero) y... policías.
Savoy estaba completamente seguro de que podía ser útil. Después de leer muchas novelas policíacas, imaginaba que si los malos estaban entre rejas, los buenos siempre tendrían un lugar bajo el sol. Ingresó en la academia con entusiasmo, sacó excelentes notas en los exámenes teóricos, se entrenó físicamente para enfrentarse a situaciones de peligro y aprendió a disparar con precisión, aunque su intención nunca fue matar a nadie.
El primer año pensó que estaba aprendiendo la realidad de la profesión; sus compañeros se quejaban de los bajos salarios, de la incompetencia de la justicia, de los prejuicios relacionados con el trabajo y de la ausencia casi completa de acción en el área en que actuaban. A medida que el tiempo fue pasando, la vida y las quejas continuaron siendo las mismas; sólo una cosa aumentó.
El papeleo.
Interminables informes sobre el dónde, el cómo y el porqué de determinada incidencia. Un simple caso de basura dejada en un lugar prohibido exigía revolver el material en cuestión en busca del culpable (siempre había pistas, como sobres o billetes de avión), fotografiar la zona, trazar un mapa cuidadosamente, identificar a la persona, enviarle una notificación amigable, enviarle luego algo menos gentil, llevar el asunto a la justicia en el caso de que el transgresor pensara que todo eso era una tontería interminable, las declaraciones, las sentencias y los recursos hechos por abogados competentes. O sea, que podían pasar dos años hasta que el caso fuese definitivamente archivado, sin consecuencia alguna para ambas partes.
Los asesinatos eran rarísimos. Las estadísticas más recientes demostraban que gran parte de las incidencias que tenían lugar en Cannes se reducían a conflictos de niños ricos en discotecas caras, robos en apartamentos que sólo se utilizaban en verano, infracciones de tráfico, denuncias de trabajo clandestino y conflictos entre parejas. Obviamente, debería alegrarse por eso; en un mundo cada vez más complicado, el sur de Francia era un remanso de paz incluso en la época en la que miles de extranjeros invadían la ciudad para ir a la playa, o para vender y comprar películas. El año anterior se había encargado de cuatro casos de suicidio (lo que significaba seis o siete kilos de papeleo que había que mecanografiar, rellenar y firmar), y dos, dos únicas agresiones que habían desembocado en muerte.
En tan sólo unas horas, las estadísticas de todo un año se habían visto superadas. ¿Qué estaba pasando?
Los guardaespaldas habían desaparecido antes de prestar declaración, y Savoy anotó mentalmente que en cuanto tuviera ocasión les echaría una bronca por escrito a los policías encargados del caso. Al fin y al cabo habían dejado escapar a los únicos verdaderos testigos de lo ocurrido, porque la mujer que estaba en la sala de espera no sabía absolutamente nada. Antes de dos minutos comprendió que ella estaba lejos en el momento en el que el veneno fue disparado, y todo lo que quería era aprovecharse de la situación para acercarse al famoso distribuidor.
Así pues, lo que le queda, es más papeleo.
Está sentado en la sala de espera del hospital con dos informes.
El primero, escrito por el médico de guardia y compuesto por dos hojas de aburridos datos técnicos, analizaba los daños en el organismo del hombre que ahora se encontraba en la unidad de cuidados intensivos del hospital: envenenamiento por perforación de la zona lumbar izquierda, causado por una sustancia desconocida que en ese momento está siendo investigada en el laboratorio, utilizando la aguja que ha inoculado la sustancia tóxica en el torrente sanguíneo. El único agente clasificado en la lista de venenos capaz de causar una reacción tan violenta y rápida es la estricnina, pero ésta provoca convulsiones y espasmos en el cuerpo. Según las declaraciones de los de seguridad, que fueron confirmadas tanto por los médicos como por la mujer que estaba en la sala de espera, dicho síntoma no se había presentado. Al contrario, se observó una parálisis inmediata de los músculos, con el tórax proyectado hacia adelante, por lo que se pudo sacar a la víctima del lugar sin llamar la atención de los demás invitados a la fiesta.
El otro informe, mucho más extenso, provenía del EPCTF, el European Pólice Chiefs Task Forcé (la Fuerza Europea Especial de Jefes de Policía), y de la Europol (Policía Europea), que acompañaban cada paso de la víctima desde que había pisado suelo europeo. Los agentes se turnaban, pero en el momento del incidente estaba siendo vigilado por un agente negro, llegado de Guadalupe, con aspecto de jamaicano.
«Y aun así, la persona encargada de vigilarlo no vio nada. O mejor dicho: cuando todo ocurrió, su visión era parcial, ya que alguien pasaba por delante con un zumo de pifia en la mano.»
Aunque la víctima no tenía antecedentes policiales y era conocida en la industria cinematográfica por ser uno de los más revolucionarios distribuidores de películas de la actualidad, sus negocios no eran más que una fachada para algo mucho más rentable. Según la Europol, Javits Wild había sido un productor de cine de segunda categoría hasta hacía cinco años, cuando un cártel especializado en la distribución de cocaína en territorio americano contactó con él para lavar su dinero.
«Esto se pone interesante.»
Por primera vez, a Savoy le gusta lo que lee. Puede que tenga entre manos un caso importante, lejos de la rutina de los problemas con la basura, de las peleas de parejas, de los robos en apartamentos de temporada y de los dos asesinatos al año.