El viaje de los siete demonios (15 page)

Read El viaje de los siete demonios Online

Authors: Manuel Mújica Láinez

BOOK: El viaje de los siete demonios
11.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las brumas del amanecer velaban exquisitamente los cerezos, las lápidas y las esculturas de monstruos, en tanto que los siete cruzaron los patios tranquilos. Nadie los vio. Nadie pudo verlos, ni los eunucos guardianes, ni los pájaros que despertaban entre las hojas a la mañana de calor. Ni pudo oír el metálico chasquido de los sables y de las espuelas, ni el fru-frú de los ropajes de Belfegor Victoria, porque sólo ellos poseían sentidos suficientemente agudos como para captar el arco iris de sus colores y para escuchar el sonido de sus pasos y de sus armas. Llegaron a la cámara de Tzu-Hsi y se metieron en ella silenciosamente. La Viuda reposaba en su lecho. Frente a él, guiados por Leviatán, quien actuaba como un
régisseur
de larga experiencia, armaron su pequeño teatro.

A Belfegor se lo ubicó en una silla; a ambos lados, de pie, se distribuyeron Lucifer, Satanás, Mammón, Asmodeo y Belcebú; Leviatán se situó en la zona más alta de la simbólica composición. En seguida, simultáneamente, obedeciendo a una señal del cocodrilo, estornudaron. La Vieja Buda saltó sobre sus almohadones y se restregó los ojos.

Delante de ella, envuelta en la neblina de los sahumerios, se elevaba una compleja imagen, en la cual la Emperatriz reconoció el estilo atroz de las ingenuas estampas alegóricas que solían traer los semanarios intrusos. Uno a uno, fue identificando a los personajes. El de arriba, liviano, espiritual, era el Hijo del Cielo; la gruesa señora sentada, que ostentaba una corona diminuta, ridícula, algo así como un tapón de frasco de perfume, era la Reina Victoria; aquel, de los engomados bigotes, era el Káiser alemán; el del gorro de piel y la mirada triste, era el Autócrata de Todas las Rusias; el otro, el Rey de Italia; el chicuelo de la gran mandíbula, el monarca español; y el que vestía de particular y casi desaparecía en medio de tantos oros y plumas, debía ser el Presidente de los Estados Unidos. Sonreían, vueltos hacia Kuang-Hsü (el llamado «Continuación del Esplendor») y tendían hacia él los brazos, tributándole su homenaje. La litografía policroma —tan diversa, por sus tintas bárbaras, de los matices delicados propios de las pinturas del Celeste Imperio— resplandecía, colosal. Relampagueaban los aceros, los cascos, los collares y cruces. Y el déspota chino recibía las sumisas atenciones sin mover un músculo, lejano y altanero, de modo que se dijera que él —y no la dama que se retorcía sobre la seda de los cojines— era el Buda Viviente, el Dios Encarnado. Escondida detrás de la Emperatriz y evitando que un solo clic la traicionara, la máquina de fotografiar del Infierno documentó para siempre la escena admirable, y registró el perfume de los incensarios, agregando a fin de completar el efecto, unos compases de «Tanhaüser».

Sopló Leviatán quedamente, y los párpados le pesaron a la Emperatriz, así que volvió a estirarse en el lecho y a poco dormía. Los demonios lo explotaron para escapar, pues en breve llamaría el reloj y las servidoras acudirían a despertarla. Escaparon, pues, los reyes y el presidente norteamericano, por patios, galerías y corredores, entre la indiferencia de los dragones marmóreos. Las espadas les azotaban las piernas; se les enredaban las bandas y los alamares; perdían los cetros; vacilaba y tangueaba la británica coronita; había que llevarle la cola de luto a Belfegor, evitando que vacilase y cayese. Y el tiempo les alcanzó justo para mudar el marcial atavío y recuperar la frágil traza de Princesas manchúes, porque ya repicaban los relojes de todos los países, anunciando las seis; y al punto se abrían las puertas de la Sala de la Vejez Feliz; la Viuda se mostraba, rozagante, con esclavas y eunucos; empinábanse los quitasoles; y las siete damas de honor, jadeando, se inclinaban delante de la señora. En vano su disimulo escrutó, detrás de las mangas y de los abanicos, el rostro imperial. Nada traslucía la inquietud originada por su raro sueño. Parecía, al revés de lo que esperaban, más alegre, más conversadora, y ese tono persistió, a lo largo del día, durante las audiencias, durante el paseo.

Realizóse este último en una gran barca, a través del lago de lapislázuli. Los diablos, para sentirse (inexactamente) en carácter, y aunque Leviatán les previno de que esa melodía traía mala suerte, modularon el coro «a bocca chiusa» de «Madama Butterfly». Sólo cuando callaron, mientras los eunucos remaban, la orgullosa Emperatriz mencionó su visión mañanera porque, volviéndose hacia las Princesas deferentes, desde el trono que ocupaba en la proa, les dijo:

—He tenido hoy un sueño muy hermoso. Los soberanos del Mundo rodeaban al Emperador y le rendían homenaje. Veo en ello un buen augurio, y veo, indirectamente, un homenaje a mí misma, la Emperatriz Viuda, la Gran Madre de China, puesto que el Emperador es para mí un vasallo más, el primer vasallo.

Mordiéronse los labios los demonios, y cuando pudieron censuraron a Leviatán la ineficacia de su cuadro vivo, pero el Almirante les recordó que aquél había sido un toque inicial de atención y que, no obstante la actitud de Tzu-Hsi, estaba satisfecho del resultado.

Una semana entera transcurrió sin novedad. Se reprodujeron las ceremonias, los banquetes, los espectáculos de extensos dramas históricos (en los que los demonios se aburrían a cual más), las caminatas, los paseos por el lago, las ascensiones a kioscos y templos. Leviatán voló a Pekín y narró después que allí la cosa ardía, pues las leyes renovadoras se multiplicaban con vehemente profusión. No lo ignoraba la Emperatriz, informada por sus adictos, los de la línea tradicional, mas les restaba trascendencia. Lo que la desazonaba, por el momento, era pulir una serie de poemas cortos, en los cuales describía los amores de una lagartija y de un tigre de porcelana de céladon, lo cual es arduo de describir, pero indiscutiblemente oriental.

—Ha llegado la ocasión —declaró por fin el Almirante— de intentar una segunda experiencia en el plano onírico. Armaremos otro sueño, acentuando la nota. Esta vez lo suprimiremos a Mr. McKinley, que se salía de la lámina, y Belcebú tendrá a su cargo el papel de la Emperatriz.

Pretendió el goloso resistirse, aduciendo su carencia de dotes teatrales y que ya le costaba bastante personificar a una Princesa virgen de Manchuria, y el cocodrilo no cedió.

Había que obedecer y colaborar, si se deseaba llegar a puerto.

Cada uno endosó las ropas que luciera en la pasada oportunidad; entre todos pintaron y disfrazaron a Belcebú, quien los dejaba hacer de mala gana, hasta que, con su espléndida bata amarilla y su tocado de perlas y rubíes, reprodujo los rasgos y el atuendo del modelo perseguido; y, calladamente, la regia procesión precedida por una Queen Victoria de silueta de trompo, ganó el aposento donde descansaba Tzu-Hsi. Leviatán los repartió; estornudaron coralmente y, como la mañana anterior, la Vieja Buda pegó un brinco. Había en la habitación unos perritos pekineses, de duros ojos desafiantes, que rompieron a ladrar.

Superaba esta escena de sueño a la que ya pintamos. La Emperatriz la contempló, azorada, porque, siempre con la misma técnica de imaginería popular y grosera, pero ahora con un refuerzo mímico, el cuadro la incluía, y la parte que en él representaba no era la mejor.

El Emperador Leviatán seguía planeando, cerca del techo y de sus vigas. Llameaban de vanidad sus ojos, semejantes a los de los perritos. A sus pies resollaba y bizqueaba, echada en el suelo, la Emperatriz Belcebú, víctima del pisoteo de Lucifer, Satanás, Asmodeo y Mammón, monarcas de Rusia, Alemania, España e Italia, quienes habían acrecido el número de sus condecoraciones; y a un lado, la opulenta y menuda Victoria Belfegor aplaudía con solemnidad. A diferencia de la vez precedente, la composición no era estática, sino estaba dotada de un despacioso movimiento, como el que suele incorporarse a algunos maniquíes, en los museos de cera, ya que eso es lo que más evocaba: los autómatas de los museos de cera, exhibidos en situaciones famosas. El Káiser, el Zar y los Reyes posaban las botas con mecánico ritmo sobre el cuerpo yacente de la Emperatriz; las alzaban y las descendían; las alzaban y las descendían; y la Reina de Inglaterra reiteraba su aplauso con unas palmas de rígida inexpresión; levantaba la cabeza hacia el divino Kuang-Hsü, le sonreía y suspiraba.

Era demasiado. La Emperatriz auténtica lanzó un grito, y no fue menester que Leviatán la durmiese, pues cayó desmayada sobre el lecho suntuoso. Frotáronse las manos los siete astros del «Almanaque de Gotha» y salieron sin apresurarse ni enmarañarse en sus lujos. Sabían que Tzu-Hsi se levantaría tarde.

—¡Buena suerte, Majestad! —le repetían al cocodrilo, y el Emperador se enjugó una lágrima de placer, con la manga de seda.

—Espero que no haya que reiterar el cuadro —le dijo Belcebú—, porque recibí unos cuantos puntapiés de Sus Excelencias en el estómago, que es lo que más cuido.

También los había recibido Tzu-Hsi, en el alma. Su arrogancia crepitaba y chispeaba como yesca, no de envidia, sin embargo, sino de cólera. Su furia célebre se manifestó no bien abrió los ojos, y la experimentaron los cachorros pekineses, airadamente desterrados de su alcoba, y las cerámicas que destrozó, conservando, empero, la lucidez necesaria para que no fuesen las de la época Ming.

Las siete Princesas valoraron el nivel de esa rabia. Durante todo el día las hostigó, y ellas acataron su ira pacientemente, viendo en su intensidad un testimonio de que flaqueaba. No hubo paseo, ni recolección de orquídeas, ni té verde, ni meditación a la luz de la luna. Los poemas sobre los amores de la lagartija y el tigre de porcelana fueron abandonados para siempre. Inmóvil como un ídolo en su trono, más Buda que nunca, la Emperatriz se observaba los dedos enjoyados. De tanto en tanto, revolvía unos papeles, la copia de los famosos decretos sobre construcción de ferrocarriles y buques y fundación de escuelas de corte occidental, que le traían en cofres cubiertos de paños amarillos.

—No obstante —subrayó Satanás— no envidia al Emperador. Lo odia, lo está odiando, eso es evidente.

—Hemos dado un paso de importancia —le respondió el Almirante, con aire profesional—. Pronto daremos el definitivo.

Lo dieron la semana siguiente. Entre tanto, la Emperatriz continuó amasando su despecho, como si preparase un delicado pastel. Diariamente, le añadía condimentos. La memoria del ultraje que en sueños recibiera, constituía la base de su salsa. Había envejecido en escaso tiempo, y no se preocupaba tanto de su pulcritud. Por nada, tiraba de las trenzas a sus circundantes esclavas o mandarines, y a ella las mechas se le escapaban, bajo la toca y sus largos alfileres. Si alguien cometía la indiscreción de nombrar a un extranjero en su presencia, chispeaban sus ojos negros y prorrumpía en insultos tan antiguos que sólo lograban comprenderlos los más sabios.

Llegó así la hora en la que la Emperatriz recibió a los Príncipes de Tartaria. Leviatán había combinado esa audiencia con cariño de artista, sin descartar ni un pormenor, para que resultara impecable. Después de encarnar a los soberanos de Europa, los demonios tendrían que hacer otro tanto con una embajada mogol. Ensayaron sus partes y combinaron su guardarropía. Era ésta maravillosa. Cerraban sus cinturones, sobre las telas de oro, con broches de jaspe, y de ellos pendían bordados estuches para los abanicos, las dagas y los relojes exornados con alhajas. Aunque apretaba el estío, no renunciaron a las pieles de zorro, que completaban el carácter. Fulguraban, sobre todo Lucifer, cuya atlética figura crecía con la pompa entre pulida y brutal.

—Esto es otra cosa —le aseguró el soberbio al envidioso—, y le agradezco la modificación. Le confieso que estaba harto de hacer de Princesa manchú. Ya empezaba a afeminarme y es difícil eliminar ciertos gestos. Aquí, uno puede explayarse, ser uno mismo.

Ponía una mano en la cintura y se admiraba en el espejo.

El día fijado, luego de convertir a sus transportes en caballos bravíos, entraron en el Palacio de Verano con gran estrépito de arneses. En un palanquín, los seguía el sapo de Leviatán, y el cocodrilo cabalgaba a uno de los monos de Belfegor, mudado en potro de flotante cola. También el sapo había sido objeto de una transformación. Era ahora de marfil, sin dejar por ello su roja casaca Luis XIV, lo cual hacía de él una pieza única.

Cuando Li Lien Ying, jefe de los eunucos, los admitió en la Sala de Audiencias, previo pago del acostumbrado soborno, se prosternaron con suelta elegancia; golpearon las losas del piso con las frentes, usando de tal vigor que parecían prestos a romperlas; y se hincaron en los almohadones que se reservaban a los privilegiados. Fue como si con ellos se introdujese en la refinada quietud del Parque de los Diez Mil Años una ráfaga de las estepas y sus hordas, vital y varonil.

Leviatán habló y esclareció el motivo de su visita. De lejos venían, portadores de saludos y de regalos. Asimismo, ansiaban elevar al Trono la razón de su desasosiego. Y barbotó que, pese a la distancia y a la hosca soledad en que vivían hasta ellos habían alcanzado rumores que los asombraban y los perturbaban. Lo extraño es que no los habían conocido a través de los huéspedes chinos y manchúes, sino por intermedio de los misioneros británicos. Los bárbaros exóticos, los predicadores de la inmortalidad y la pujanza de un dios absurdo, el Dios de Occidente, se habían deshecho en loas al Emperador, lo que los había colmado de satisfacción, a ellos, Príncipes mogoles, pues eran fieles súbditos del Hijo del Cielo, pero en cambio se habían expresado irrespetuosamente, con referencia a la Emperatriz Viuda. Alababan los foráneos la perspectiva de Kuang-Hsü, quien conduciría la civilización europea, por dobles vías de hierro, de un extremo al otro de la vasta China, mientras que la Emperatriz entretenía su ocio con los placeres fútiles del Palacio de Verano. Y eso, naturalmente, desazonaba a los señores de Mongolia, porque si bien insistían en su lealtad al Emperador, más aún apreciaban los méritos de la Gran Antepasada, en quien veían a la depositaria de la excelsas virtudes del Imperio.

—Los monjes ambulantes cristianos —prosiguió Leviatán, haciendo espejear sus pedrerías y medio caracoleando, pues eso le parecía mogol—, porfían en repetir que los reyes principales de allende el mar consideran al Hijo del Cielo como el único soberano posible del País Amarillo, ya que de su inteligencia, abierta a las innovaciones, depende su progreso, y juzgan que la sola piedra que se opone al adelanto chino es la Emperatriz Viuda, la Venerable, de modo que sugieren que se la aparte de la ruta, para que ellos traten, directa y exclusivamente, con el sagrado Emperador, y con él analicen las mejoras de las cuales procederá su mutua conveniencia. Dichos reyes son astutos y poderosos, y creen que nuestro Emperador es poderoso y astuto también. Se obstinan en decir que con Su Majestad Kuang-Hsü conversarán de igual a igual, y que entre todos salvarán a la retrógrada China.

Other books

Mark of the Princess by Morin, B.C.
His Lady Mistress by Elizabeth Rolls
The Night Fairy by Laura Amy Schlitz
Cloud Cuckoo Land by Anthony Doerr
Fiend by Peter Stenson
The Soldier by Grace Burrowes
Hades Nebula by Carlos Sisí
A Kind Of Magic by Grant, Donna